Leila Slimani

Canción dulce


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cuyos hijos juegan en el columpio y limpian el huerto los domingos. Louise se pregunta qué habrán venido a hacer a este barrio.

      La falta de sueño le provoca escalofríos. Con la uña rasca una esquina de la ventana. Por mucho que los limpie con furia, dos veces por semana, siempre le parece que los cristales están opacos por el polvo y llenos de chorretones negros. Hay momentos en que querría limpiarlos hasta resquebrajarlos. Rasca cada vez con más fuerza con la punta del dedo índice, y se le rompe la uña. Se lleva el dedo a la boca y lo muerde para que deje de sangrar.

      El apartamento solo tiene un cuarto que hace las veces de dormitorio y salón. Cada mañana recoge cuidadosamente el sofá cama y lo cubre con su funda negra. Come en la mesita baja, con la televisión siempre encendida. Pegadas a la pared hay unas cajas de cartón sin abrir. Contienen quizá unos cuantos objetos que podrían dar algo de vida a este estudio sin alma. A la derecha del sofá, está la fotografía de una adolescente con el pelo rojo, enmarcada con una moldura brillante.

      Ha dispuesto delicadamente sobre el sofá su falda larga y su blusa. Recoge las bailarinas que ha dejado en el suelo, un modelo comprado hace más de diez años, que ha cuidado tanto que le parece nuevo. Son zapatos de charol, muy sencillos, con el tacón cuadrado y un discreto lazo. Se sienta y se pone a limpiar uno de ellos, humedeciendo un trozo de algodón en un bote de crema desmaquilladora. Sus gestos son lentos y precisos. Limpia con un cuidado obsesivo, absorta de lleno en su tarea. El algodón se ha cubierto de suciedad. Acerca el zapato a la lámpara colocada sobre el velador. Cuando juzga que el charol brilla lo suficiente, lo deja en el suelo y coge el otro.

      Es tan temprano que le da tiempo a pintarse las uñas que se le han descascarillado con la limpieza. Rodea el índice de la uña rota con una tirita y aplica un discreto esmalte rosa en los demás dedos. Haciendo una excepción, y a pesar del precio, se ha teñido el pelo en la peluquería. Se lo recoge en un moño por encima de la nuca. Se maquilla, y la sombra de ojos azul la envejece, pese a su silueta tan delicada, tan menuda, que de lejos se le echaría apenas veinte años. Tiene, sin embargo, el doble.

      Se mueve de un lado a otro del cuarto que le parece ahora más pequeño, más estrecho que nunca. Se sienta y no tarda nada en levantarse. Podría encender la televisión. Tomarse un té. Leer una revista femenina atrasada que tiene cerca de su cama. Pero teme relajarse demasiado, dejar que el tiempo corra, ceder a la indolencia. Este despertar tan madrugador la ha vuelto frágil, vulnerable. El simple vuelo de una mosca le haría cerrar los ojos un minuto, se podría quedar dormida y llegaría tarde. Debe mantenerse alerta, concentrar toda su atención en su primer día de trabajo.

      No puede seguir esperando en casa. Todavía no son las seis, es muy pronto, pero ya se dirige deprisa a tomar el tren de cercanías. Tarda más de un cuarto de hora en llegar a la estación de Saint-Maur-des-Fossés. En el vagón se sienta frente a un viejo chino que se ha quedado dormido, con el cuerpo encogido y la frente apoyada en la ventanilla. Observa su rostro cansado. En cada parada, duda si debe despertarlo. Teme que se despiste, que vaya demasiado lejos, que abra los ojos y se encuentre solo, en el final de la línea y se vea obligado a deshacer el recorrido. Pero no le dice nada. Es más sensato no hablar con desconocidos. En una ocasión, una chica morena muy guapa por poco le da un bofetón. «¿Acaso tengo monos en la cara, por qué me miras?», le gritaba.

      Al llegar a la estación de Auber, Louise salta al andén. Ya empieza a haber gente, una mujer la empuja mientras sube las escaleras para acceder al metro. Un olor repugnante a cruasán y chocolate quemado se le agarrota en la garganta. Toma la línea 7, en dirección a Opéra, y sale a la superficie en la estación de Poissonnière.

      Como lleva casi una hora de adelanto, se sienta en la terraza del Paradis, un café sin encanto desde el que puede observar el portal del edificio. Juega con la cucharilla. Mira con avidez al hombre sentado a su derecha, chupando un cigarrillo con unos labios gruesos y viciosos. Querría arrebatárselo y darle una intensa calada. Ya no puede esperar más, paga el café y entra en el silencioso portal. Tocará el timbre dentro de un cuarto de hora. Mientras tanto, se sienta en un escalón, entre dos pisos. Oye un ruido, apenas tiene tiempo de levantarse. Es Paul, que baja trotando por las escaleras, con una bicicleta bajo el brazo y un casco rosa en la cabeza.

      «—¡Louise! ¿Lleva usted aquí mucho rato? ¿Por qué no ha entrado?

      —No quería molestar.

      —Usted no molesta, al contrario. Tome, estas son sus llaves —le dice, sacando un llavero del bolsillo—. Suba, está usted en su casa.»

      «Nuestra nunú es un hada.» Es lo que dice Myriam cuando cuenta la irrupción de Louise en sus vidas. Debe de tener poderes mágicos para haber transformado esta casa asfixiante, exigua, en un lugar apacible y luminoso. Ha empujado las paredes. Ha conseguido que los armarios sean más profundos, los cajones más anchos. Que la luz entre a raudales.

      El primer día, Myriam le da algunas consignas. Le enseña cómo funcionan los aparatos. Insiste, mientras le muestra los objetos o alguna prenda de vestir: «Tenga cuidado con esto. Le tengo mucho aprecio». Le advierte especialmente sobre la colección de discos de vinilo de Paul, que los niños no deben tocar. La niñera asiente, muda y dócil. Observa cada cosa con el aplomo de un general ante una tierra que se dispone a conquistar.

      Durante las semanas siguientes a su llegada, convirtió esta casa desordenada en un perfecto interior burgués. Impuso sus anticuados modales, su gusto por la perfección. Myriam y Paul no se lo pueden creer. Cose los botones de las chaquetas que llevan meses sin usar por pereza de buscar el costurero. Repasa los dobladillos de faldas y pantalones. Zurce la ropa de Mila que Myriam pensaba tirar sin más. Lava los visillos oscurecidos por el tabaco y el polvo. Cambia las sábanas una vez por semana. Myriam y Paul no caben en sí de gozo. Este le dice sonriente a Louise que tiene un parecido con Mary Poppins. No está muy seguro de que haya entendido el piropo.

      Por la noche, el matrimonio, con la sensación de frescor de las sábanas limpias, ríe, incrédulo de su nueva vida. Como si hubieran encontrado un mirlo blanco o les hubieran echado una bendición. Evidentemente, el salario de Louise pesa en el presupuesto familiar, pero Paul ha dejado de quejarse. En pocas semanas, la presencia de la niñera se ha vuelto indispensable.

      Cuando Myriam llega a casa del trabajo, a última hora de la tarde, se encuentra la cena lista. A los niños, tranquilos y peinaditos. Louise suscita y satisface las fantasías de la familia ideal, y Myriam se avergüenza de alimentarlas. Ha enseñado a Mila a ir recogiendo lo que desordena y, ante la mirada asombrada de los padres, la niña cuelga su abrigo en el perchero.

      Los trastos inútiles han desaparecido. Con Louise, nada se acumula, ni la ropa ni los cacharros sucios, ni las cartas que uno se olvida de abrir y encuentra de pronto debajo de una revista atrasada. Nada se pudre, nada caduca. Nunca descuida nada. Es meticulosa. Anota todo en una libreta con tapas de florecitas. Los horarios de la clase de danza, de la salida del colegio, de las citas con el pediatra. Anota el nombre de las medicinas que toman los niños, el precio del helado que les compra cuando los lleva al tiovivo y la frase exacta que le ha dicho la maestra de Mila.

      Al cabo de unas semanas, ya no duda en cambiar las cosas de sitio. Vacía por completo los armarios, cuelga bolsitas de lavanda entre los abrigos. Coloca flores en los jarrones. Siente una serena satisfacción cuando, Mila ya en el colegio y Adam dormido, se sienta y contempla su tarea. El piso en silencio está íntegramente bajo su yugo, como un enemigo que pide clemencia.

      Pero en la cocina es donde realiza las maravillas más extraordinarias. Myriam le confesó que no sabe hacer nada y que no le apetece intentarlo. La niñera prepara unos platos que a Paul le saben a gloria. Los niños los devoran sin rechistar y sin que sea necesario ordenarles que se acaben lo que tienen delante. Myriam y Paul han recuperado la costumbre de invitar a sus amigos, que disfrutan con la blanquette de ternera, el pot-au-feu, el jarrete a la salvia y las verduras crujientes que Louise cocina con tanto amor. Felicitan a Myriam, la cubren de cumplidos, pero ella siempre les confiesa: «Nuestra niñera lo ha hecho todo».

      Cuando la niña está en el colegio, Louise sujeta a Adam a su cuerpo con un fular grande. Le gusta sentir sus muslos rellenitos sobre su vientre, la baba que se desliza por su cuello mientras