y ondas, donde han construido juntos su hogar, donde florecieron tantas penas y alegrías. Paul le masajeó sus piernas hinchadas y amoratadas. Vio la sangre desparramarse por las sábanas. Paul le sostuvo la cabeza y la frente mientras vomitaba, en cuclillas. La oyó gritar. Le enjugó el sudor de su rostro cubierto de angiomas mientras empujaba. Extrajo de ella a sus hijos.
Siempre se negó a admitir que los niños fueran un obstáculo a su éxito, a su libertad. Como un ancla que arrastra hasta el fondo, que empuja la cara del ahogado hacia el fango. Saberlo la sumió al principio en una profunda tristeza. Lo consideraba injusto, en extremo frustrante. Se había dado cuenta de que ya no podría vivir sin ese sentimiento de saberse incompleta, de hacer las cosas mal, de sacrificar una parte de su vida en beneficio de otros. Para ella, se había vuelto un drama, pues se negaba a renunciar al sueño de aquella maternidad ideal. Se obstinaba en creer que todo era posible, que cumpliría todos sus objetivos, que no se sentiría amargada ni agotada. Que no jugaría a ser una Madre Coraje ni una mártir.
Casi a diario, Myriam recibe mensajes de su amiga Emma, que cuelga en las redes sociales retratos de color sepia de sus dos retoños rubios. Unos niños perfectos jugando en el parque y que van a un colegio que desarrollará las dotes que ella adivina que poseen. Les ha puesto unos nombres impronunciables, extraídos de la mitología nórdica. Le encanta explicar su significado. Emma también está guapa en las fotos que ha colgado. El marido no aparece nunca, eternamente dedicado a sacar fotografías de una familia ideal de la que forma parte solo como espectador. Aunque hace lo imposible para salir en el encuadre, con su barba, sus jerséis de lana natural y esos pantalones ceñidos e incómodos que se pone para ir al trabajo.
Myriam jamás se atrevería a contarle a Emma ese pensamiento fugaz, esa idea que más que cruel es vergonzante, y que le viene a la mente cuando observa a Louise con sus hijos. Solo seremos felices, se dice, cuando ya no nos necesitemos unos a otros. Cuando cada cual viva su propia vida, una vida que nos pertenezca, en la que nadie interfiera. Cuando seamos libres.
Myriam va a la puerta de entrada y mira por la mirilla. Cada cinco minutos, dice: «Están tardando». Y eso pone nerviosa a Mila. Sentada en el borde del sofá, con ese horroroso vestido de tafetán, la niña está a punto de llorar.
«—¿Crees que no van a venir?
—Claro que vendrán —responde Louise—. Dales tiempo a que lleguen.»
Los preparativos para el cumpleaños de Mila han adquirido unas proporciones que sobrepasan a Myriam. Louise lleva dos semanas hablando de ello. Cuando Myriam llega del despacho, al final de la tarde, agotada, le enseña las guirnaldas que ha confeccionado ella misma. Le describe con una voz histérica el vestido de tafetán que ha visto en una boutique y que —está segurísima— le va a encantar a Mila. Myriam se ha contenido varias veces para no desairarla. Está harta de esas ridículas preocupaciones. ¡Mila es tan pequeña! No ve interés alguno en alterarse de ese modo. Pero Louise se la queda mirando, con esos ojos pequeñitos abiertos de par en par. Intenta poner de su lado a Mila, que está exultante de felicidad. Lo más importante es el placer de esta princesa, la magia del próximo cumpleaños. Myriam se guarda para ella sus sarcasmos. Se siente culpable y promete que hará todo lo posible para asistir a la fiesta.
Louise ha decidido organizarla un miércoles por la tarde, pues los niños no tienen clase y así se asegura de que estén en París y asistan todos. Al salir para el despacho por la mañana, Myriam ha prometido que estaría de vuelta después de comer.
Cuando llegó del trabajo, al principio de la tarde, por poco suelta un grito. Ya no reconocía su casa. El salón estaba literalmente transformado, chorreando de purpurina, globos, guirnaldas de papel. Para colmo, el sofá había sido retirado, para que los niños pudieran jugar a gusto. Incluso la mesa de roble, que pesaba tanto y que nunca se había movido de donde estaba, había sido trasladada al otro lado del cuarto.
«—¿Quién ha cambiado de sitio los muebles? ¿Le ha ayudado Paul?
—No —responde Louise—. Lo he hecho yo sola.»
Myriam, incrédula, tiene ganas de echarse a reír. Es una broma, piensa, viendo sus brazos menudos, delgados como palillos. Luego recuerda que ya se había asombrado de la fuerza tan sorprendente de Louise. En una o dos ocasiones, le impresionó el modo con qué levantaba unos paquetes pesados y voluminosos, a la vez que llevaba en brazos a Adam. Tras ese físico frágil, delgado, oculta una fuerza de gigante.
Louise se ha pasado la mañana hinchando globos a los que da forma de animales, y los ha colgado por todas partes, desde la entrada hasta en los tiradores de los cajones de la cocina. Ella misma ha hecho la tarta de cumpleaños, una enorme charlotte con frutos rojos, toda decorada.
Myriam lamenta haberse pedido la tarde libre. Habría estado tan bien en la tranquilidad de su despacho. El cumpleaños de su hija le genera angustia. Teme asistir al espectáculo de unos niños que se aburren y se impacientan. No le apetece mediar entre los que se pelean, ni consolar a aquellos cuyos padres se retrasan en recogerlos. Unos recuerdos amargos de su propia infancia acuden a su memoria. Se ve a sí misma sentada sobre una tupida alfombra de lana blanca, aislada del grupo de niñas que juegan a las cocinitas. Había dejado derretir un trozo de chocolate entre los hilos de lana e intentó disimular un estropicio que empeoró las cosas. La madre de la amiga que cumplía años la regañó delante de todos.
Se esconde en su dormitorio, cierra la puerta y finge que está absorta en la lectura de sus correos electrónicos. Sabe que puede contar, como siempre, con la niñera. El timbre no deja de sonar. El salón está a rebosar de gritos infantiles. Louise ha puesto música, Myriam sale discretamente de su cuarto y observa a los niños aglutinados a su alrededor. La rodean, cautivados por completo. Ha preparado canciones y trucos de magia. Se disfraza ante los ojos estupefactos de los niños, y estos, que no son fáciles de engañar, saben que Louise es uno de ellos. Allí está ella, arrebatadora, alegre, bromista. Canta canciones, imita los ruidos de los animales. Incluso se sube a la espalda a Mila y a un amiguito ante los chavales que lloran de la risa y le suplican que los deje participar a ellos también en el rodeo.
Myriam admira en Louise la capacidad de jugar. Jugar de verdad, animada por esa omnipotencia que solo poseen los niños. Una tarde, al llegar del despacho, la encuentra tumbada en el suelo con la cara pintarrajeada. En las mejillas y en la frente, unos trazos negros y gruesos a modo de máscara guerrera. Se ha hecho un tocado de plumas con papel crespón. En mitad del salón ha montado una improvisada tienda de indios con una sábana, una escoba y una silla. De pie, con la puerta entreabierta, Myriam se siente violenta. La observa retorciéndose en el suelo, soltando unos gritos salvajes, y la escena le molesta. Se diría que está borracha. Es lo primero que se le ocurre. Al verla, Louise se incorpora, con las mejillas enrojecidas y un andar titubeante. «¡Qué hormigueo, se me han dormido las piernas!», dice como excusándose. Adam se aferra a sus pantorrillas y Louise ríe, con una risa que pertenece todavía al país imaginario en el que han fijado su juego.
Quizá, se dice Myriam para tranquilizarse, también es una niña. Se toma muy en serio los juegos que organiza con Mila. Por ejemplo, el de policías y ladrones, y Louise se deja encerrar tras unos barrotes imaginarios. Otras veces, ella representa el orden y persigue a Mila. En cada ocasión, inventa una geografía determinada que Mila debe memorizar. Crea disfraces, elabora un escenario lleno de acción. Prepara el decorado con minucioso cuidado. La niña acaba cansándose. «¡Venga, otra vez!», suplica Louise.
Myriam no lo sabe, pero lo que más le gusta a Louise es jugar al escondite. Salvo que en este juego no hay que contar, no hay reglas, lo importante es el efecto sorpresa. Sin avisar, Louise desaparece. Se acurruca en un rincón y deja que los niños la busquen. Escoge lugares desde donde puede verlos sin ser vista. Se desliza debajo de la cama o detrás de una puerta y permanece inmóvil. Contiene la respiración.
Entonces Mila comprende que ha empezado el juego. Grita, como una loca, y da palmadas. Adam va tras ella, y se ríe tanto que le cuesta mantenerse de pie, se cae varias veces para atrás. La llaman pero no contesta. «Louise, ¿dónde estás? ¡Cuidado, Louise, que llegamos, te vamos a encontrar!»
Se queda callada. No sale de su escondrijo, ni siquiera cuando gritan, lloran,