escuela infantil inician el proceso, la socialización política prosigue por cauces no muy distintos, centrados tanto en los métodos y los comportamientos como en los mensajes, al entrar en la universidad o proseguir la formación como investigador. Pero lo que distingue esta última fase –aunque también la enseñanza anterior habría propiciado el camino– es, verdaderamente, la incorporación de métodos, conceptos, esquemas interpretativos y todos los demás elementos del bagaje que conforma la introducción en una especialidad. Por todo ello, son varios los autores que han equiparado la iniciación en una tradición científica al adoctrinamiento dogmático que supone la entrada en una religión. Como en estos otros procesos, se abordaría una deslegitimación similar de otras formas de percepción, una normalización rígida de los cauces del pensamiento, un recurso también común a mitos y claves de identificación y un empleo de recompensas y castigos que aseguran la fidelidad del producto. Algunos conceptos empleados para designar las áreas de estudio, como «materia» o «disciplina», evocan especialmente esa idea de que constituyen cuerpos cerrados de fundamentos que se insuflan por los ya acreditados sobre los que aún no lo están.
Como instrumento fundamental en el adoctrinamiento que supone la iniciación en una disciplina aparece el manual. A diferencia del carácter excesivamente elucubrador que pueden presentar los trabajos especializados y también a distancia de la presentación simple y atractiva de los textos de divulgación, los manuales deben reproducir los conceptos, métodos básicos y verdades fundamentales de una tradición científica. Esto no significa que resulte nítido qué debe incluirse y qué desterrarse en ellos, aunque, en esencia, no deben faltar los términos de uso más común, las teorías más aceptadas, los temas de identificación del colectivo, las referencias históricas más legitimadoras e incluso las direcciones más prometedoras de investigación. En último término, el manual, lejos de aparecer como un producto lógico y transparente, es el resultado, como ya recordaba L. Fleck (1986: 166 y ss.), de concesiones mutuas e instigaciones obstinadas. Pero, como ocurre con la convicción exigida al profesor en el aula, estos textos deben adoptar un tono apodíptico, ignorar las incertidumbres, las discordias más enconadas y las contradicciones más flagrantes. Los cambios profundos experimentados en la dirección del pensamiento desaparecen prácticamente para presentarse el paradigma como conjunto de verdades reveladas de forma acumulativa. En algunos casos, también tienen cabida las polémicas más difundidas, aunque estilizadas y orientadas de acuerdo con los criterios imperantes en cada momento. Pero, por lo general, como señalaba B. Barnes (1987: 67), se presenta una sola interpretación, se minimizan los problemas asociados a la misma y se idealiza su desarrollo histórico, de forma que aparece como única interpretación aceptable. Como manifiesta J. Ziman (1981: 137138), a fin de cuentas, el estudiante no puede dedicar tiempo, como tampoco el experto, a comprobar los «viejos mapas» de su especialidad siguiendo los caminos de construcción de sus antecesores, sino que debe aceptar como obvios y ciertos los asertos de profesores y libros. Por otra parte, no es factible elaborar un currículum que englobe el conjunto total de trabajos teóricos, experimentos y respuestas a todas las críticas y dudas potenciales.
El momento crucial que asegura el logro previsto en el proceso formativo es la evaluación, dado que en ella se dirime el grado en que el neófito se ha provisto de los utensilios y esquemas de pensamiento de la comunidad científica. Con los exámenes y demás ejercicios de valoración como forma institucionalizada de distribuir honores o castigos, según el perfeccionamiento alcanzado en la comunión con los planteamientos básicos, la evaluación y la reevaluación constituirán procesos permanentes en la trayectoria del investigador. Los premios y gratificaciones, las publicaciones, las ayudas concedidas, el aseguramiento de una trayectoria profesional... prolongan el proceso que la evaluación de las asignaturas, mediante la exigencia de respuestas programadas y métodos normalizados, se encarga de iniciar.
Aparte de las ideas expuestas desde el dominio de la sociología, desde determinadas líneas de reflexión didáctica y desde otras tradiciones se ha insistido especialmente en el papel socializador de la enseñanza, entendido como subordinación a intereses concretos o como difusión de valores ideológicos globales que vendrían a inhibir el sentido crítico. Cuando ya en 1902 un autor como John A. Hobson (1981: 209-210) destacaba la sumisión de la enseñanza universitaria a la jerarquía social y al dinero y descifraba tal virtualidad especialmente en la «economía clásica», lo hacía valorando aspectos como el nombramiento previo de profesores, la selección y jerarquización de asignaturas y el uso de determinados libros de texto e instrumentos didácticos. El economista británico resaltaba estos vínculos en un periodo donde resultaba manifiesta la dependencia del sistema de enseñanza de fondos privados: «la mano que puede brindar ayuda y protección –nos decía– es también la que pone grilletes a la libertad intelectual». De ahí que concluyera reclamando la necesidad de financiación pública de la enseñanza superior. Décadas más tarde, al observar precisamente ese periodo en que vivió Hobson, John K. Galbraith (1985b: 409426) también destacaba el poder coactivo de los empresarios privados sobre la enseñanza: «El poder pecuniario se expresa de un modo poco sutil; ofrece compensación pecuniaria por la conformidad y amenaza con perjuicio pecuniario en caso de discrepancia». Pero este otro autor subrayaba también el impulso reformista que animó a algunos profesores universitarios, como en el apoyo a leyes antimonopolistas o en la protección a los sindicatos, y descubría, en cambio, una identificación mayor entre el estamento pedagógico-científico y el sector empresarial en una etapa posterior, cuando pasó a resultar sustancial la financiación estatal. Con el ascenso de la «tecnoestructura» a la función empresarial, nos dice Galbraith, se estrecha la colaboración entre ambos sectores, desaparecen las connotaciones revolucionarias de una parte de la ciencia social y se difunden formas de enseñanza, especialmente en economía, que reducen la percepción del poder alcanzado por la gran empresa.
A partir de una observación más directa de los métodos educativos, otros analistas han resaltado en distintos momentos una subordinación manifiesta de la educación a un sistema social marcado por la jerarquía y la desigualdad. En un libro publicado por primera vez en Nueva York en 1969, N. Postman y Ch. Weingartner (1981: 48) equiparaban los procedimientos de la enseñanza a los de la producción en serie. Como en estos sistemas, dominaría una rígida planificación de los tiempos, una escrupulosa división entre profesores y alumnos y un mayor detenimiento en los resultados que en el proceso, pero también una «recompensa elevada a la conformidad y sospecha de cuanto suene a originalidad (o a cualquier otro comportamiento divergente)». F. Cocho, en una obra de 1980 confeccionada a partir de sus conferencias en la facultad de Físicas de la Complutense, atribuía también a las universidades unos procedimientos «tayloristas» para formar especialistas acríticos de modo autoritario, dogmático y a menudo elitista. En 1979, el norteamericano M. W. Apple (1986) seguía las difundidas ideas de Gramsci al descubrir en el sistema educativo un medio de saturación de la conciencia, tanto mediante los mensajes como mediante las prácticas rutinarias, para lograr un control social sin recurrir a mecanismos de dominación. En los valores transmitidos, este autor se refiere a la ética del rendimiento, la sociedad como sistema de cooperación, las visiones negativas y «disfuncionales» del conflicto, los medios legítimos de obtener recursos en una sociedad desigual y el modo de relación con las estructuras de autoridad. Pero también observa entre esa especie de mixtificaciones, precisamente, la idea de una comunidad científica en búsqueda de la verdad, mediante la verificación empírica, sin detectar las influencias políticas y personales externas y las pugnas entre «escuelas de pensamiento». Más reciente resulta un trabajo de un profesor de Didáctica de la Universidad de La Coruña, J. Torres Santomé (2001), que denuncia una progresiva orientación clasista de la enseñanza española bajo el mismo proceso de «mercantilización» e «hiperindividualismo» que impregna otros ámbitos de la realidad social. El propio objetivo de «excelencia» educativa, tan extendido, no apuntaría tanto a estrategias y condiciones que permitan generar cambios sociales como a la obtención de productos estandarizados, dentro de la misma tónica fordista y postfordista del sistema productivo.
Las asignaturas de historia, por poder concernir a todos los aspectos de la sociedad en el pasado, ocupan una posición preeminente en la difusión directa de valores. Aunque el gran potencial de esta disciplina para reflexionar sobre el medio social la puede convertir en un instrumento