Para Woolgar (1991), al proponerse superar las limitaciones que descubría en el programa fuerte, no cabe hablar de «aspectos sociales» de la ciencia, porque ello implica suponer que existe una parte, un núcleo, que no se ve corrompido por factores de este tipo: «la propia ciencia –nos dice– es constitutivamente social». Lo que se considera novedoso y significativo, incluso lo que adquiere estatus de verdad, depende del contexto en el que se hacen las afirmaciones, que no constituye, por tanto, un mero apéndice de los descubrimientos. La ciencia es de carácter social por encontrar significado dentro de una comunidad lingüística y por la importancia que adquieren las negociaciones.5
Para el sociólogo belga Gérard Fourez (1994), las instancias constructivistas de la ciencia ya aparecen en la propia demarcación de los objetos de estudio. Los fenómenos económicos, sociológicos o psicológicos, la tierra, la salud, la información, lo vivo y tantos otros nudos que definen a determinadas disciplinas no proceden de objetos empíricos, externos, sino de proyectos que, por alguna razón, despiertan interés en determinados colectivos. Este autor también manifiesta que la interacción de disciplinas no entraña una dosificación de sus aportaciones en función de criterios racionales, sino que encierra una práctica política, es decir, una negociación entre diversos puntos de vista.
A partir de la observación de la actividad de los componentes de su especialidad, el economista Donald N. McCloskey consideraba que la finalidad básica de la ciencia es satisfacer a los conversadores mediante un estilo apropiado que sólo incidentalmente guarda relación con la verdad.6 El uso de recursos literarios –metáforas, analogías, apelaciones a la autoridad, estadísticas– constituye, para este ensayista, una fórmula definitoria, no meramente instrumental, del quehacer científico. Paradójicamente, el empleo de tópicos especiales, específicos de una disciplina, es contemplado por los componentes de la misma como una forma de evitar la retórica y la mera opinión, cuando en último término es eso lo que «solamente» manejan. En definitiva, lo que diferencia a la ciencia de la no ciencia es, simplemente, el uso de esos recursos persuasivos adquiridos mediante hábitos intelectuales, que varían según especialidades y que, por tanto, los profanos no entienden, ignoran o interpretan mal, dándoles más o menos importancia de la que tienen. Como el escritor que dirige su obra a un lector imaginario, el científico también «crea» su propio público ideal. Y, de la misma manera que los lectores reales de literatura pueden no identificarse con los papeles, máscaras y escenarios propuestos por un escritor, el trabajo del científico puede caer en el vacío. Sin embargo, en este punto, donde podría haber valorado la importancia de la comunión ideológica y de otros factores sociales en la receptividad de un trabajo, McCloskey (1990: 175) no libera al emisor del mensaje de toda responsabilidad: los malos intelectuales serán aquéllos que actúan como malos conversadores, es decir, aquéllos que se mueven en un ámbito de monólogos, mediocridad de tono, monotonía y, sobre todo, irrelevancia. Pese a su rechazo del objetivismo y su marcado relativismo, su presentación de la «retórica» como estrategia netamente profesional, sin connotaciones ideológicas, y su descenso al utillaje teórico y estadístico de los economistas pueden contribuir a explicar el gran interés despertado por este autor entre tales especialistas y su posición en la historiografía cliométrica (Baccini y Gianneti, 1997: 35-39).
En un plano distinto, cuando Gunnar Myrdal (1967: 208-221), refiriéndose especialmente a la economía y a la política económica, resaltaba el «juego perpetuo del escondite» que tiene lugar tras los conceptos, venía a detectar la forma sutil como el lenguaje científico enmascara una dinámica real de tensiones. Aunque estos conceptos se presenten como definiciones absolutas de aspectos determinados, no dejan de ser instrumentos para observar y analizar la realidad, y aunque permitan operar de forma lógicamente correcta, ocultan conflictos de intereses, contienen principios implícitos de armonía y abocan, por ello, a una continuada confusión. Myrdal se refiere, por ejemplo, a expresiones propias de la política monetaria, como «inflación», «tasa natural de interés» o «equilibrio en el mercado de capitales», que forman parte de controversias formalistas donde se obstaculiza la emergencia de los intereses implicados en los problemas.7 En conjunto, un orden social y unos factores institucionales –incluyendo, por ejemplo, la libre competencia o el comunismo– no constituyen meros sistemas lógicos y coherentes entre los que elegir, perfectamente definidos, dados de antemano y susceptibles de un mero análisis abstracto, sino que son resultado de un desarrollo histórico donde han pugnado intereses con distintos grados de poder. Mediante estas ideas, Myrdal venía a plantear, pues, unas conclusiones radicales, puesto que el discurso científico que observa, por su carácter ideológico, no meramente retórico, no vendría a revelar la verdad, sino precisamente, tras su apariencia de neutralidad, a ocultarla y desfigurarla.
En otra vertiente de reflexión, algunos teóricos han apuntado también factores de neto carácter psicológico para negar prioridad en la actividad científica a la búsqueda de la verdad. El científico sigue la tendencia de todo ser humano a identificarse con normas y verdades aceptadas, como forma de huir del aislamiento y de la extrañeza. Ir contra corriente supone una marginación no deseada, por lo que es preferible comulgar con pautas establecidas antes que realizar aportaciones originales, aunque sean más realistas, que puedan despertar reticencias. La impresión de ser los únicos en percibir un fenómeno promueve la sensación de irrealidad e, incluso, tal vez, el autorreproche y el rechazo de lo percibido. La necesidad de identificación y la huida del confinamiento intelectual pueden conducir al especialista a una mera aceptación de las teorías en boga y, así, sin advertirlo, a un autoengaño y a un alejamiento de la personal realidad. J. Ziman, un autor alejado del relativismo del «programa fuerte», veía en esta neta actitud psicológica una fuente de falacias y creencias erróneas de las que sólo se puede salir mediante acontecimientos persuasivos muy fuertes. El entrenamiento formal y unos impulsos humanos naturales conducirían, incluso, a renunciar a las convicciones propias.8
Al subrayar la tendencia a descubrir defectos sólo en el trabajo ajeno y no en el propio, Steve Woolgar (1991) venía a resaltar una estrategia de dirección aparentemente contraria, pero compatible con esas renuncias apuntadas por Ziman en casos de manifiesta «soledad». Woolgar critica ampliamente la idea, que identifica como esencialista, de que los objetos existen al margen de la percepción que se tenga de ellos. De este modo, descubre la aparición en los diversos capítulos de las ciencias naturales y sociales de los «desastres metodológicos», es decir, de problemas de adecuación entre los objetos vislumbrados como independientes y las representaciones que se hacen de los mismos. En estas tesituras, los investigadores adoptan estrategias distintas: consideran que no todas las conexiones entre objeto-representación resultan igual de nítidas y fiables, conciben tales desajustes como dificultades técnicas susceptibles de superación, minimizan su verdadera trascendencia social o atribuyen tales dificultades al trabajo ajeno y no al propio. Este último aspecto, que incluiría el tratamiento dado por los sociólogos relativistas a los científicos que analizan, se manifestaba de forma sutil en el discurso argumentativo al restar falibilidad al trabajo personal y maximizar la de los demás (Woolgar, 1991: 53): «Generalmente, todo autor (investigador) procede como si actuara a un nivel de representación más seguro que el de los sujetos (objetos) que estudia».
2. En la construcción del conocimiento científico actúan necesariamente teorías y percepciones previas
En su observación de la realidad, natural o social, los científicos se ven influidos por concepciones teóricas preexistentes, sean más simples o más complejas. Planteada de forma tan escueta, esta idea ha sido suscrita no sólo por autores relativistas, sino también por muchos otros, incluyendo a algunos bastante contrarios a los postulados de tal signo. La dotación de unos presupuestos teóricos pesa entre los analistas como una condición indiscutible del desarrollo científico. No puede ser de otro modo, dado que es necesario concretar objetivos, identificar problemas y seleccionar determinados datos, construirlos