y 1988). Pero, como manifiesta A. Diéguez (1998: 136-137), a él se superpuso un segundo Kuhn nada trasgresor que trataba de aproximarse a Popper y alejarse del relativismo corrosivo de Feyerabend. En su biografía sobre el conocido teórico de la ciencia, C. G. Pardo (2001: 11) evocaba cómo, tras fracasar en su lucha aclaratoria, que incluía una sustitución de la palabra «paradigma» por «matriz disciplinar», él mismo dejó de emplear estos términos.
Por otro lado, la obra del médico Ludwik Fleck, aunque sin la difusión de la de Kuhn, anticipa muchos de sus fundamentos. De hecho, fue su consideración por el teórico de las «revoluciones científicas» lo que hizo despertar interés en él. Antes de que Kuhn acuñara los populares conceptos de «paradigma» e «inconmensurabilidad», el médico polaco de origen judío se había referido a los «estilos de pensamiento» y a la imposibilidad de compararlos entre sí. Como señalaban L. Schäfer y T. Schnelle, los introductores de la edición alemana de 1980 de su libro La génesis y el desarrollo de un hecho científico, si tal visión no mereció inicialmente atención fue por las condiciones históricas en que apareció, en 1935, ya con los nazis en el poder, y por el escaso interés despertado en Estados Unidos.2
Entre los autores posteriores más conocidos por desarrollar visiones relativistas que consideran inevitable la divergencia, cuestionan la visión del progreso y niegan las posibilidades de perfecta comunicación, se encuentra Paul K. Feyerabend, cuyos planteamientos entrarían en discordia no sólo con los de Popper, sino también con los de Kuhn. Ante todo, este filósofo de origen también austriaco se mostraría opuesto al cientifismo entendido en el sentido que T. Sorell (1993: 39) planteaba: como creencia –tan arraigada socialmente en el siglo XX, pero con claras raíces filosóficas desde el siglo XVII– en la posición suprema, en los beneficios prácticos, en el rigor intelectual y en el objetivismo de la ciencia. Aunque conocido como teórico del «todo vale», nuestro polémico personaje trató de clarificar que su anarquismo no trascendía de esa esfera propiamente científica a otros ámbitos de la vida social. Con motivo de sus conferencias en la Universidad de Trento en 1992, Feyerabend (1999: 157) declararía que con su «todo vale» trataba de cuestionar la posibilidad de encontrar cosas nuevas sólo mediante trayectorias definidas y de rechazar que la lógica impusiera límites a la imaginación. Pero si se observan a fondo sus propuestas concretas, la trasgresión se presenta más rotunda. Básicamente, Feyerabend se opone al exclusivismo que en la sociedad ostenta el racionalismo en detrimento de otras formas de cultura heredadas, además de asimilar sus procedimientos reales a los seguidos por éstas. Es aquí, al desconfiar del abierto poder alcanzado por los científicos, donde su pensamiento conecta más claramente con Bakunin, que, sin rechazar el papel de la ciencia, había clamado en el siglo XIX contra esa omnipotencia por su aplastamiento de la vida espontánea, situando el arte como antídoto (Arvon, 1981: 120-123). Pero, si el conocido anarquista ruso trataba de neutralizar esa hegemonía de los eruditos mediante la difusión popular del conocimiento científico, el filósofo austriaco deposita su confianza principal en alternativas no científicas arraigadas desde la más remota Antigüedad y por todo el orbe. De esta manera, Feyerabend se sitúa verdaderamente en las antípodas de aquella larga tradición utópica que, impulsada en el siglo XVII por Bacon y en el siglo XIX por Saint-Simon y Comte, confiaba en sociedades regidas por científicos (Manuel y Manuel, 1984: 338; Valencia, 1995: 435-442). La ciencia, para él, carece del poder liberador implícito con que tantos –en primer lugar, los propios científicos interesados– la presentan. Lejos de conseguir la libertad de pensamiento y de acción y las bases de un conocimiento objetivo, la tradición racionalista habría venido a sustituir unas formas de autoridad por otras y a aportar nuevas formas de convicción subjetiva (Feyerabend, 1976: 114-115). Para él, debían figurar en el mismo plano que las ciencias occidentales otros dominios como las religiones primitivas, la medicina tradicional, la magia o la creación artística, aunque, en realidad, en su discurso general tendía a destacar las ventajas de las segundas, de las tradiciones no científicas, sobre las primeras. Procedimientos como la curandería, el herbolarismo o la astronomía de los místicos no sólo resultarían útiles en sí mismos, sino que habrían inspirado y mejorado los sistemas de la ciencia. Tanto los pueblos antiguos como las tribus primitivas habrían logrado avances más notables que los conseguidos al amparo de la razón científica. En su línea de relativizar el papel de la ciencia, Feyerabend culpa a los intelectuales de enriquecerse con fondos públicos e impedir que los propios afectados discutan sus problemas y soluciones.3
Sin embargo, pese a su rechazo del racionalismo y su defensa de un modelo democrático que dé cabida a otras opciones culturales, este filósofo se muestra fundamentalmente racionalista. Sus abstracciones y su línea discursiva no se apartan en general de cauces marcados por la razón, como ya revela el hecho de que su desconfianza en los científicos se ampare en su contemplación como profesionales movidos básicamente por sus intereses y no por el bienestar público. Incluso cuando presenta argumentos a favor de posturas irracionales no manifiesta una neta creencia en ellas, sino que trata de detectar valores humanitarios o factores que en realidad son de carácter racional. Esta actitud se percibe, por ejemplo, en sus paradójicos comentarios a propósito de la astrología: al defender tal actividad, Feyerabend (1982: 105-111) rechaza las formas vulgares, impresionistas y caricaturescas con que se ha extendido en la actualidad y valora favorablemente factores de influjo en los elementos y organismos de la Tierra, como los plasmas planetarios, la atmósfera solar y los ritmos lunares. Incluso para la conexión establecida en el pasado entre el paso de un cometa y el desarrollo de una guerra, nuestro autor (Feyerabend, 1990: 90-91) evoca una hipotética base racional en que llegó a creerse: el cambio atmosférico generado por el cometa podía recalentar los cerebros y conducir a decisiones irresponsables. Es cierto que, en esas líneas, este pensador sí llega a alejarse de las pautas racionales en algunos momentos, como al vislumbrar posible el éxito de las danzas de la lluvia en función de la preparación previa, de la organización tribal y de la actitud mental (Feyerabend, 1990: 88-89). Aun así, estas elucubraciones no dejan de parecer verdaderos exabruptos, normalmente breves, dirigidos contra aquéllos que confían férreamente en la racionalidad. Su discurso no se enclava en ninguna de las tradiciones no científicas que defiende y sólo resulta inteligible dentro del pensamiento lógico occidental. Sus interlocutores son seres que, como él, no pueden prescindir de la razón y no elementos que practican vudú, que dicen elevarse en éxtasis o que conservan vestigios de ideas míticas, como los que aparecen en sus textos conformando un variopinto mundo de seres fantasiosos. Y al escribir, Feyerabend también se ve obligado a contener o comedir sus emociones.
Tras el desarrollo desde los años setenta del conocido como «programa fuerte» en la Universidad de Edimburgo, dentro de la sociología de la ciencia se ha desarrollado una cierta variedad de posturas relativistas tanto a partir de metodologías especulativas como de trabajos de campo. Como Feyerabend, estos autores destacan el carácter contingente del conocimiento científico y el seguimiento por cada colectivo de especialistas de los criterios marcados por unos pocos miembros con mayor autoridad, pero gran parte de ellos llega más lejos al analizar las interacciones entre ciencia y sociedad. Aunque el desconcertante filósofo no eludía el papel de determinadas instituciones sociales en el desarrollo científico, como al valorar el impulso de la medicina moderna por la industria farmacéutica en detrimento de otras líneas, venía a concebir una dicotomía fundamental entre ciencia y sociedad que desaparece entre los sociólogos del conocimiento científico, aunque tampoco todos ellos le prestan similar atención. Para estos analistas, además de guiarse por intereses profesionales, en su comportamiento y, lo que es más significativo, también en sus creencias y en su trabajo efectivo, los científicos se ven fuertemente condicionados por intereses sociales. En un debate arduo que se convierte en fiel reflejo de la «inconmensurabilidad de paradigmas», también han surgido detractores de estas posturas, contempladas a veces como verdaderos desplantes nihilistas al cuestionar la posibilidad de que la humanidad cuente con un acervo de verdades y conocimientos inmutables y seguros.
Nuestro interés, en este apartado, estriba en plantear algunas reflexiones, al hilo de las realizadas en la sociología de la ciencia y en otros campos teóricos,