Zenia Yébenes Escardó

Indicios visionarios para una prehistoria de la alucinación


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aplica a la decisión de suspender el juicio. El término fue utilizado, en este sentido, por los escépticos en la Antigüedad, al encontrarse ante dos proposiciones igualmente defendibles pero opuestas o contradictorias entre sí. Con otro sentido lo utiliza Husserl en su método fenomenológico, al referirse a la puesta entre paréntesis de la realidad del mundo que conduce a la apropiación de la realidad del yo, de la propia conciencia. En el ámbito de la fenomenología de la religión la epojé se utiliza como suspensión del juicio del investigador. No es tarea del fenomenólogo considerar los fundamentos sobre los que las creencias religiosas se apoyan y preguntar si los juicios religiosos tienen validez objetiva o no.

      5A lo largo de estas páginas alterno mayúsculas y minúsculas para términos como presencia, alteridad, Dios o diablo. Me interesa con eso subrayar la inestabilidad que frente a ellos siente quien investiga.

      6Para una revisión de la mística como adjetivo antes de los siglos xvi-xvii es útil consultar Louis Bouyer, “Mysticism, An Essay on the History of the Word”, en Richard Woods (ed.) (1980: 45-58).

      7La distinción agustiniana entre visiones corpóreas, imaginarias e intelectuales, a la que haré referencia después, fue un modo (debatido) para distinguir entre visión y aparición. Se consideraba que estas últimas eran corpóreas e imaginarias y la visión estrictamente hablando era sólo intelectual. Sin embargo, hay autores que presentan las tres y a las tres se las considera reales y verdaderas, aunque ciertamente se privilegian las imaginarias y, especialmente, las intelectuales. También se ha señalado que en las visiones predomina el elemento sorpresivo de la irrupción, y en las apariciones, el mensaje doctrinal. Todas estas formas de distinción son altamente discutibles. Las apariciones pueden tener ese contenido disruptivo, aunque luego aparezcan mensajes doctrinales. Y las visiones, pensemos por ejemplo en las del Sagrado Corazón a Margarita de Alacoque (Morgan, 2008), un mensaje doctrinal. Todas estas distinciones sirven precariamente de modo heurístico, pero hay que atender cada caso. En estas páginas no me ceñiré estrictamente a ellas y hablaré de visiones y apariciones como sinónimo. Cuando sea el caso especificaré si son corpóreas, imaginarias o intelectuales.

      8La bibliografía al respecto es copiosa. Véase, por ejemplo, Gabriella Zarri (1991), Mino Bergamo (1998), Anne Jacobson Schutte (2001), Stephen Haliczer (2002), Walter Stephens (2002), Sarah Ferber (2004), Andrew Keitt (2005), Moshe Sluhovsky (2007), Sophie Houdard (2008), Armando Maggi (2006), Jeffrey Watt (2009), Susan Schreiner (2011), Michel de Certeau (2012), Clare Copeland y Jan Machielsen (2013) y Campagne (2016).

      9Entre los alienistas que a partir del siglo xix recurren a los místicos de los siglos xvi y xvii para referirse a las alucinaciones podemos citar a los siguientes: Baillarger (1890: 269-493), Bonniot (1879) y Brierre de Boismont (1862). En el siglo xx es particularmente significativo Quercy (1930). Para un panorama general de la alucinación como psicopatología religiosa, véase Gumpper (2013: 182-186).

      DIFERENCIA Y REPETICIÓN:

      INVESTIGAR “LA MÍSTICA”

      En todo caso, no habría porvenir sin repetición.

       Jacques Derrida, Mal de archivo

      La realidad histórica, comencemos por decir, se cuenta al escribirla. Estamos condenados a la reescritura. Los acontecimientos ciertamente existen, pero no hacen jamás una historia. Una historia toma forma a través de las puestas en relación, de los lazos tejidos entre hechos que todo separa. Si nos contentamos con una enumeración de lo que pasó, será a lo más un recuento de informaciones. La multiplicidad de nuestras reescrituras constituye lo que llamamos una traditio, es decir, una transmisión o una entrega, en sentido amplio. Jacques Derrida, a su vez, insiste en que la tradición existe por la capacidad humana de repetir. Repetir signos lingüísticos, imágenes visuales o prácticas corporales es lo que hace posible que hablemos de tradición. Ahora bien, según Derrida la repetición implica siempre la semejanza y la diferencia. La semejanza porque una práctica debe ser lo suficientemente similar a otras prácticas para ser reconocible como la misma práctica, y la diferencia porque la práctica, para ser repetida, ha de ocurrir en un momento y un lugar diferente que el de otras instancias de su emergencia. Dicho de otra manera: la semejanza hace que reconozcamos a la tradición como tal y que podamos transmitirla, y la diferencia hace que la tradición siga viva, puesto que es capaz de operar en distintos tiempos y lugares. La diferencia interna a la repetición permite que ésta sea transmitida y requiere de su transformación, sea la transformación reconocida o no. El neologismo de Derrida, différance, entraña al mismo tiempo semejanza y diferencia, presencia y ausencia, fidelidad e infidelidad o, mejor, dicho, fidelidad como infidelidad, puesto que la única manera de vivificar una tradición es a partir de sus diferencias consigo misma (Derrida, 2008: 347-372; Hollywood, 2016: 1-64).

      Sólo si creemos que podemos conocer el origen absoluto de la significación, un término que uso aquí en su sentido más amplio posible para incluir al lenguaje, a las prácticas y a las imágenes, se puede decir que traicionamos una tradición y nuestras responsabilidades hacia ella simplemente a través del acto de repetición. Derrida (2008: 247-311) argumenta, de manera muy consistente, que nunca podemos conocer ningún origen puro e incontaminado, algo en lo que buena parte de la tradición cristiana estaría de acuerdo. Esta tradición insiste en que no se puede conocer plenamente a Dios, lo que para ellos es el origen con mayúsculas. Para algunos cristianos, no podemos alcanzar este conocimiento mientras estemos vivos; para otros, nunca lo alcanzamos. Dios no tiene límites y por lo tanto escapa a nuestros intentos de aprehenderlo (Hollywood, 2016: 14). Estas reflexiones me parecen sugerentes por tres motivos. Los tres tienen que ver con la forma en que se ha investigado “la mística”.

      El primero es el de la relación que guarda la mística de los siglos xvi y xvii con la tradición cristiana. Cuando deja de ser un adjetivo y se transforma en un sustantivo, la mística deviene en un campo autónomo. Esta determinación acarrea la constitución de una tradición propia. A partir del lugar que se les da, los místicos, sus apologetas o sus críticos constituyen una tradición “mística” bajo la cual se leen y legitiman retrospectivamente. Esto no quiere decir que esta tradición “mística” se base en nada; quiere decir que se basa en aislar una selección del pasado para producir, bajo el sustantivo de “mística”, una unidad que, en principio, no estaba separada como un campo autónomo:

      Así, una vez definida en los siglos xvii-xviii la biología sirve de base para una selección del pasado, donde se destaca todo lo que enuncia problemas análogos a aquellos de los que ella trata. En obras antiguas se distingue (por un corte que mucho habría sorprendido a sus autores) lo que es “científico” y puede entrar en la historia de la biología y lo que es teológico, cosmológico, etc. Una ciencia moderna se da así una tradición propia que ella recorta, según su presente, en el espesor del pasado. De la misma manera, desde el siglo xvii la mística recientemente “aislada” se ve dotada de toda una genealogía: una localización de las similitudes presentadas por autores antiguos autoriza la reunión de obras diversas bajo el mismo nombre [Certeau, 2007: 351].

      En un artículo extraordinario, aunque poco conocido, Mino Bergamo ha demostrado que el uso de la palabra indiferente, por parte de Ignacio de Loyola, y el de indifférence, por Francisco de Sales, implican en realidad estructuras conceptuales opuestas, de manera que hay “una discontinuidad disfrazada de una permanencia léxica” (Bergamo, 1989: 13). De esta manera, Bergamo descubre que, aunque los místicos franceses del siglo xvii utilizan elementos religiosos tradicionales, nunca lo hacen sin transformarlos, “sin imponer en dichos elementos una reelaboración que a veces los enriquece y a veces invierte su significado” (Bergamo, 1989: 10). Y concluye, de forma muy derrideana, que podemos repetir lo mismo diciendo a la vez otra cosa, que “la repetición en el que más que en ninguna parte se articula la diferencia” (Bergamo, 1989: 19). Esto es particularmente relevante a la hora de referirnos al segundo motivo por el