Rafael Echeverría

Por la senda del pensar ontológico


Скачать книгу

la propia simbología de la mitología helénica en torno a Zeus, para hablarnos del papel del logos, del rol central que le corresponde al lenguaje en asignarle sentido y orden a las cosas.

      A partir de estas dos filiaciones, entenderemos con la distinción de «claro» aquel lugar a partir del cual se constituye un particular observador genérico. ¿En qué sentido hablamos de genérico? Toda observación remite a un determinado observador y a la posición que este ocupa. Esa posición puede ser definida en términos de múltiples coordenadas. Las observaciones que realiza un individuo particular guardan relación, por ejemplo, con la época histórica en la que le corresponde vivir, con su nacionalidad, con su género, con su religión, con su profesión, con sus roles familiares, con sus inclinaciones políticas, etcétera. La lista pareciera ser interminable. Cada uno de esos factores especifica un sesgo particular de observación.

      Veamos algunos ejemplos. Si tomamos el criterio de la profesión, podemos señalar que la mirada del mundo que despliega un contador, suele ser diferente de aquella que percibimos en un político, y ambas suelen ser diferentes de la que caracteriza a un artista. Cada una da cuenta de un tipo de observador diferente. De la misma forma, tomando el criterio de la nacionalidad, podemos decir que la mirada de un chileno suele ser diferente de la de un brasileño, de la de un norteamericano, de la de un hindú, etc. Y cada uno de éstos últimos son diferentes entre sí. Nuevamente hablaremos de tipos de observadores distintos.

      Todos participamos de múltiples criterios de diferenciación con los demás, así como también de rasgos que poseemos en común. Aunque se diferencien un contador hindú de un artista brasileño, ambos comparten el hecho de que son hombres y que viven en una misma época. Cabe, por lo tanto, crear matrices múltiples en las que estos distintos criterios se entrecruzan, generan diferencias y afinidades. Pero hasta ahora le hemos conferido una misma importancia a cada una de los factores, trátese de la profesión, la nacionalidad, la religión o el género.

      La distinción del «claro» surge de la pregunta sobre la posibilidad de postular una determinada matriz de diferenciación que tenga un peso mayor que las demás y que, de alguna manera, sea capaz de englobarlas y definirl sus parámetros. Este problema lo enfrenté por primera vez en el primer capítulo de mi libro El búho de Minerva28, en torno a la noción de paradigma29. Planteaba entonces que los diversos paradigmas con los que uno se encuentra, remiten a lo que en ese momento llamaba «paradigmas de base», dentro de los cuales ellos operan. Esto implicaba poder establecer una relación de jerarquía entre paradigmas que permitía reconocer que algunos de nivel más específico, remitían a otros que asumen un papel genérico frente a ellos, conformado «paradigmas de paradigmas». Habiendo abandonado la noción de paradigma, que hoy nos parece bastante más restrictiva, y habiendo adoptado en cambio la noción de observador, la distinción de «el claro» busca hacerse cargo de aquella misma inquietud originaria.

      Es interesante observar que esta reflexión se sitúa en un esfuerzo por desplazarse de un nivel caracterizado por la multiplicidad, a un nivel que busca establecer criterios de unidad a partir de los cuales nos sea posible organizar esa misma multiplicidad. Estamos, por lo tanto, en lo que es propio de la reflexión filosófica. El problema que nos planteamos, sin embargo, no es fácil pues nos obliga a escoger un determinado criterio de observación, conferirle el rango de nivel «genérico» y darle, por lo tanto, un papel prioritario frente a los demás. La pregunta que surge de inmediato es, ¿es posible hacerlo? Y, de ser posible, ¿cómo justificar tal selección?

      La argumentación que ofreceremos en favor de esta posibilidad implica una toma de partido y reviste además una inevitable circularidad30. Situados desde la opción ontológica antropológica, que sostiene que la unidad de la diversidad debemos buscarla en el ser humano (esta es nuestra toma inicial de partido), es necesario reconocer que quien realiza esa opción es el propio ser humano. Es un ser humano que al fijar esa opción (la opción antropológica) compromete con ese acto una determinada manera de concebirse a sí mismo.

      Digámoslo de otra forma. La opción por el camino antropológico remite al observador que realiza tal opción. Tal observador, al hacer esa opción, fija una determinada postura básica, afirma una determinada interpretación sobre el carácter del ser humano que él o ella es, a la vez que esa misma opción lo conduce a explorar el propio fenómeno humano de una forma particular. Lo mismo sucede con el observador que adopta otras opciones ontológicas. El observador ontológico físico o metafísico pareciera estar fijando en un primer momento una determinada interpretación sobre el mundo. Pero hay algo antes de eso. Aquel mundo que tal observador, al establecer su opción ontológica, define que debe ser conocido de una o de otra forma (física o metafísica), presupone una determinada concepción del ser humano que será el agente de tal conocimiento. Tales opciones, en consecuencia, se sustentan de igual manera que en el primer caso, en determinadas posturas básicas con respecto al fenómeno humano.

      ¿Cuál es entonces aquella matriz básica a la que podemos remitir todas las modalidades de observación? ¿Cuáles son las posiciones que llamamos «genéricas» que en ella podemos ocupar? Lo que señalamos es que la matriz primaria de diferenciación guarda relación con determinadas modalidades de concebir el ser humano. Sostenemos que la manera como los seres humanos se conciben a sí mismos condiciona la manera como observan el mundo y todo lo que en él acontece. Ella determina la forma como le damos sentido a todo lo que nos sucede y, por lo tanto, ella determina definiendo el carácter del sentido de la propia vida31.

      Todo lo que pensamos se sustenta necesariamente en determinados presupuestos (elementos interpretativos) sobre el carácter de la propia actividad de pensamiento. Si digo, por ejemplo, que «x es de tal o cual manera», al decirlo estoy suponiendo que me es posible señalar lo que estoy sosteniendo, que tengo la capacidad para hacerlo; estoy suponiendo en consecuencia una determinada interpretación sobre lo que significa ser humano. Ello implica, por lo tanto, que todo pensamiento remita en último término a una determinada interpretación del fenómeno humano y, por lo tanto, da respuesta a lo que Heidegger, específicamente, denomina la pregunta ontológica32. Todo lo que hacemos revela, aunque lo haga en forma «implícita», una determinada concepción del fenómeno humano, una determinada respuesta ontológica33.

      Démosle ahora otra vuelta a lo que acabamos de decir. Hay algo mucho más importante involucrado en esto34. Lo que está en juego, en definitiva, no es sólo una determinada «concepción». Ello queda en evidencia cuando nos vemos obligados a reconocer que puede tratarse de una concepción «implícita». Lo que está realmente en juego es una forma particular de estar-en-el-mundo, una forma determinada de estar-en-lavida y, en último término, una forma particular de ser. En tal sentido, todo lo que hacemos (y no sólo todo lo que pensamos) siempre revela, no sólo el tipo de ser que interpretamos que somos. Esta interpretación, a su vez, determina una determinada manera de estar-en-el-mundo y, en consecuencia, una determinada forma de ser35.

      Lo que acabamos de decir tiene importantes consecuencias, pues nos obliga a revisar algunos planteamientos anteriores. Previamente hablábamos de la encrucijada ontológica como el primer punto de bifurcación que encuentra la reflexión filosófica. Este punto definía la dirección que el filósofo (como asimismo todo ser humano que se involucra en el quehacer filosófico) debe seguir para buscar la unidad. Señalábamos que esos caminos en un principio se mostraban siendo tres: el camino de la naturaleza, el camino de la metafísica y el camino antropológico. Reconocíamos también que, con el desarrollo histórico se ha producido una confluencia entre el primero (el camino de la naturaleza) y el último (el camino antropológico).

      Lo que estamos señalando ahora es que cada uno de esos tres caminos (o cada uno de los dos caminos posteriores, si aceptamos la convergencia de las opciones físicas y antropológicas) presupone una determinada postura sobre el ser humano. Quien asume incluso el camino metafísico, al hacerlo sustenta una forma particular de concebirse a sí mismo, de concebir al ser humano. En otras palabras, al proclamar la validez del camino metafísico, quedan simultáneamente de manifiesto determinados presupuestos sobre el fenómeno humano. Tales presupuestos, en consecuencia,