Rafael Echeverría

Por la senda del pensar ontológico


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forma de vida y de volver al espíritu de los filósofos clásicos. Pensar el lenguaje representa una posibilidad para reflexionar sobre la vida de la misma manera como la reflexión sobre la vida suele conducirnos a pensar sobre el lenguaje. Así como no nos es posible separar el lenguaje de la acción, tampoco nos es posible una separación radical entre lenguaje y vida. Nuestra propia propuesta, la ontología del lenguaje, no es sino un esfuerzo por mostrar y desarrollar esta relación. Ella arranca de la pregunta ontológica, o de la pregunta sobre el fenómeno humano que nos legaran Heidegger y Nietzsche, respectivamente, y busca responderla de la mano del lenguaje, siguiendo las huellas de Wittgenstein y Austin.

      Es interesante comprobar lo que ha acontecido. Desde la filosofía continental, más inclinada a dejarse llevar por el influjo de la metafísica, se ha producido una primera rebelión. Esta se manifiesta en las figuras de Feuerbach, Nietzsche, Heidegger y el desarrollo de la filosofía existencial. Desde allí no sólo se han puesto en cuestión los supuestos de la metafísica, sino que se ha iniciado una reflexión filosófica profunda sobre el fenómeno humano, volcando nuevamente la balanza hacia una ontología antropológica. La reflexión sobre el ser humano conduce a los filósofos continentales a reconocer la importancia que posee el lenguaje en la existencia humana.

      Desde la ribera opuesta de la filosofía continental se fortalece, en cambio, el vínculo entre el quehacer filosófico y el desarrollo de las ciencias. Desde allí, se realiza una importante reflexión filosófica, primero, sobre los lenguajes formalizados, a partir de la cual se acomete una crítica implacable a la manera de razonar de la filosofía metafísica. Con ello parecieran acentuarse las distancias entre estas dos corrientes filosóficas, la continental y la analítica. Siguiendo su propio recorrido, la filosofía analítica reivindica la importancia del lenguaje ordinario y termina por impulsar una reflexión filosófica original y novedosa sobre el lenguaje en general.

      A partir de ese momento, estas dos corrientes, que hasta entonces parecían haber registrado cursos divergentes, giran hacia el mismo lado, el lenguaje, abriendo la posibilidad de una convergencia. Eso es lo que estamos presenciando. Aquel intento fallido de síntesis que buscara Kant, pareciera esta vez estarse produciendo. Kant lo intenta en el terreno de la conciencia, en el campo del conocimiento. Es en el terreno del lenguaje, sin embargo, que hoy pareciera producirse. No es extraño que algunas de las intuiciones de Kant parecieran resonar nuevamente, aunque en clave diferente.

      La ontología del lenguaje se inscribe en un amplio movimiento que procura concretar un asalto final a la metafísica. No se trata de eliminarla, pues en el plano de las ideas ello no acontece, ni debiera acontecer. Las ideas nos muestran una inercia inmensa en mantener su movimiento en el tiempo, una tendencia sorprendente a perdurar, a sobrevivir. El germen de la metafísica, por lo tanto, estará siempre con nosotros. Ello no es necesariamente negativo. Nadie puede negar que en algún momento en el futuro ella pudiera servirnos para salir de algún otro callejón sin salida.

      Sin embargo, pensamos que la cimiente metafísica ha llegado a adquirir proporciones desmedidas, pues nos impone una visión de los seres humanos, del mundo y de la vida que limita muy severamente nuestras posibilidades y que termina por generarnos sufrimiento innecesario. Lo que es todavía más serio, se trata de una visión de las cosas que amenaza con comprometer seriamente nuestra convivencia.

      Esta confrontación, de la que nos sentimos partícipes, requiere darse de una manera ineludible al nivel del intercambio de las ideas. Es preciso demostrar las limitaciones del pensamiento metafísico, sus incoherencias, la debilidad de sus supuestos y procedimientos. Este es un debate que no es posible ni conveniente evitar. Toda idea requiere siempre ser combatida al nivel propio de las ideas. Este ha sido uno de los rasgos destacados que heredamos de la historia de Occidente, aunque esta no siempre haya sido fiel a aquello que hoy nos lega. El debate de ideas es ineludible. Se trata de un debate cuya duración no podemos predecir. Las ideas, como los dragones, tienen una inmensa capacidad para generar mil cabezas. Cuando uno cree que ha logrado cortar y deshacerse de una cabeza, aparecen frecuentemente dos o tres más.

      Pienso, sin embargo, que la batalla principal no será aquella que se dará en el dominio de las ideas. Pienso que la batalla de las ideas, a estas alturas, está en una medida importante resuelta. Aunque en el plano de las ideas nada puede darse por seguro, pareciera que a ese nivel se trata de una batalla ya ganada. Basta con observar las diferencias de vigor que hoy exhiben el pensamiento metafísico, por un lado, y la alianza antropológica y naturalista, por el otro. El primero pareciera encontrarse en plena retirada y su capacidad de renovación y de interpelación se ha minimizado. El segundo, en cambio, conquista cada día nuevos terrenos y nuevos adeptos.

      La gran fuerza de la metafísica es la inercia que en el presente todavía ejerce su glorioso pasado. Pero hay un lugar donde ella se ha pertrechado y todavía sigue siendo hegemónica: en la estructura de nuestro sentido común. Hace muchos años que vengo sosteniendo que la gran batalla que está todavía por librarse es aquella que se dará al nivel de nuestro sentido común. Algunos repiten esto sin comprender cabalmente lo que significa. Y no lo entienden por cuanto no siempre perciben aquello que distorsiona tan profundamente la manera como concebimos las cosas. No perciben con claridad el sustrato metafísico de nuestro sentido común actual.

      Es allí, en nuestro sentido común, donde la metafísica se ha replegado y donde ella sigue siendo ampliamente hegemónica. Se trata de un sentido común que nos hace pensar que somos de una forma determinada, forma que estamos obligados a aceptar. Para nosotros ello tiene otro nombre: resignación. Se trata de un enfoque que nos hace creer que nuestras interpretaciones logran dar cuenta de cómo son las cosas; que nos impide encontrar formas de convivencia armónicas cuando se acentúan nuestras diferencias. Se trata de un sentido común que en definitiva limita nuestra capacidad de escucha mutua y restringe nuestra capacidad de aprendizaje y de transformación. En todas estas manifestaciones se expresa el reino del Ser de Parménides.

      Se trata de un sentido común que nos resta poder, que nos quita un poder que disponemos pero no siempre somos capaces de reconocer. Se trata, por lo tanto, de un sentido común que nos impone una forma de vida restrictiva. Luchar contra la metafísica implica, como nos anunciara Feuerbach, una gran reforma de la filosofía. Pero esta reforma no sólo se traduce en revisar sus supuestos y generar nuevas conclusiones filosóficas. Lo que realmente hace falta es reformar el carácter mismo del quehacer filosófico. Todo ello implica un retorno al tipo de quehacer filosófico que practicaran los antiguos griegos.

      Este nuevo quehacer tiene dos ejes importantes: la calle y la vida. La filosofía que hoy hace falta requiere apoderarse de la calle, tiene que volver a la plaza, a los espacios públicos de congregación de los ciudadanos. La filosofía debe dejar de ser un reducto de unos pocos iniciados que hablan un lenguaje que los demás son incapaces de entender y mucho menos de seguir. La filosofía requiere recuperar la calle que perdió hace mucho tiempo. Ella nació en la calle y debe volver a ella. Tiene que estar en las marchas, en las manifestaciones, tiene que ser parte de los grandes carnavales.

      La filosofía tiene que reconciliarse con la música, con la danza, como asimismo con los poetas, con los profetas. Tiene que volver a apoderarse de ella el gran espíritu de Dionisos, tal como nos lo señalara Nietzsche, filósofo que, en el momento de perder la razón, se desnuda y baila. Este es su último testimonio filosófico. Pero, para ganar la calle, la filosofía requiere reconciliarse con la vida y volver también a ella.

      Lo hemos dicho: los antiguos siempre concibieron a la filosofía como una forma de vida. Es sorprendente descubrir cuánto nos hemos distanciado de esa forma de concebir el quehacer filosófico. Y mientras la distancia entre la vida y la filosofía se acrecienta, en la medida que el sustrato metafísico de nuestro sentido común entra en crisis, ello no puede sino expresarse en una profunda crisis de sentido en muchos hombres y mujeres.

      Desde hace mucho tiempo que la filosofía se recluyó en una torre de marfil que pareciera estar en el Olimpo. Allí ha sido alimento de dioses y semidioses, «bocatto di Cardenale». Su fuego ha iluminado y calentado a muy pocos. Zeus recuperó para sí su relámpago. Hoy es preciso robarla de esa torre de marfil y traerla a la tierra para que de ella puedan alimentarse no sólo