Rafael Echeverría

Por la senda del pensar ontológico


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el mundo real y verdadero. Ambos mostraban un desprecio equivalente hacia aspectos inherentes de la existencia humana como lo eran las pasiones humanas (el mundo emocional) y el propio cuerpo humano. Ambos proclamaban que la verdad era una, como era uno el Dios que se adoraba. Ambos partían de un marcado desprecio por la vida concreta de los seres humanos; vida que, sostenían, debía someterse a los criterios de otra vida que nos esperaba en el más allá, en una meta-vida. Ambos trazan una clara línea de demarcación entre dos tipos muy diferentes de individuos. Para los metafísicos, entre los filósofos iniciados en la verdad y el resto de los seres humanos. Para los cristianos eclesiales, entre los sacerdotes y sus fieles, entre el pastor y su rebaño.

      La obra de Agustín había sido una de las primeras que había buscado integrar, ya desde fines del siglo IV, la metafísica de Platón con la doctrina cristiana. Platón había culminado su labor filosófica escribiendo La República, obra donde nos entrega una reflexión sobre cómo organizar y perfeccionar el ordenamiento de la ciudad. Para el espíritu griego, la polis, como hemos visto, representaba el referente fundamental de la existencia humana. Llegar a ser un ser humano ejemplar era equivalente para los griegos clásicos a devenir un ciudadano ejemplar. Establecer los criterios que aseguraran la mejor forma de organización de la vida ciudadana representaba, por lo tanto, un objetivo de la mayor importancia para Platón.

      Agustín vive en una época diferente, en la que la polis había entrado en crisis. Su orientación recogía, de la misma forma, la profunda influencia humanista que se desarrollara durante el helenismo. El mundo de las formas que Platón postulaba, oponiéndolo al mundo de las apariencias concretas, encontraba en Agustín una simetría con su visión cristiana que separaba de igual manera la vida histórica, concreta de los seres humanos, de la vida celestial más allá de la muerte.

      Agustín acepta que la polis histórica y el ideal de la república de Platón están en crisis y no son capaces de proveer el sentido de orientación que previamente proporcionaban. Sin embargo, en el otro mundo, sostiene Agustín, se levanta otra ciudad que sí provee las condiciones para hacer de referente en nuestras vidas: la ciudad de Dios, una polis metafísica, en el reino trascendente del más allá. Su visión representa el primer intento de importancia por fusionar la perspectiva metafísica con el cristianismo.

      El segundo gran intento es aquel que, en el siglo XIII, realiza Tomás de Aquino. Este se había formado precisamente en el convento benedictino de Monte Cassino, fundado en 529, año en el que Justiniano había decretado el cierre de la Academia en Atenas, en un esfuerzo por acabar con la influencia filosófica pagana de los griegos. Paradójicamente, será en ese mismo covento donde, siete siglos más tarde, renacerá con gran vigor el espíritu metafísico que el emperador había buscado entonces exterminar. La metafísica pagana lograba sin embargo sobrevivir, transmutándose en metafísica cristiana.

      La obra de Tomás de Aquino será muy diferente de la de Agustín. El espíritu humanista de este último, heredado del helenismo, ya no está presente de la misma manera en Tomás. Esto facilita una integración más profunda entre el espíritu metafísico y el cristianismo. Sin embargo, a diferencia de lo que aconteciera con Agustín, que buscara apoyo en Platón, Tomás se apoya en Aristóteles. Su propuesta se articula en la doctrina escolástica, la que se apoderará muy pronto del corazón teológico de la Iglesia. Con ello se sella una alianza entre la metafísica y el cristianismo que, sin estar ajena a importantes variaciones posteriores, se mantiene hasta nuestros días.

      Esta alianza no fue trivial. La Iglesia representaba entonces el centro intelectual del mundo occidental cristiano. Más allá de la Iglesia, no había en el Medioevo otras instituciones realmente significativas en las que se desarrollara pensamiento. Lo fundamental del pensamiento occidental, dentro del mundo cristiano, provenía de la Iglesia. Si bien estaban comenzando a nacer las primeras universidades europeas, ellas lo hacían fuertemente vinculadas a la propia Iglesia.

      En la Edad Media, por lo tanto, primero a través de Agustín y luego a través de Tomás, se integran el cristianismo y la perspectiva metafísica, constituyendo un eje hegemónico que dominará por siglos el espacio cultural del mundo occidental al punto de convertirse en el sustrato más profundo de nuestro sentido común. La mirada metafísica deja de ser privativa de los filósofos o teólogos. Todos, de una u otra forma, devinimos metafísicos. Los presupuestos de la metafísica se convirtieron en una suerte de «segunda naturaleza» de los hombres y mujeres del mundo occidental, aunque no seamos claramente conscientes de ello.

      Hegemonía no significa una completa exclusión de otras perspectivas alternativas. Y muchos otros enfoques, que encierran tensiones subterráneas con diversos supuestos de la perspectiva metafísica, sobrevivirán o se desarrollarán paralelamente. Por lo general, ellos se subordinarán a los dictados de la metafísica y no entrarán en confrontaciones abiertas y declaradas con ella.

      Cabe destacar que, de manera casi simultánea con lo que realizaba Tomás de Aquino, desde Inglaterra, en uno de los márgenes del mundo cristiano de entonces, dos monjes franciscanos iniciaban un camino diferente. Ellos tomaban distancia de la opción metafísica y se acercaban a la opción naturalista de los antiguos filósofos físicos. Nos referimos a Roger Bacon y, un poco más adelante, a Guillermo de Ockham. Ambos marcan el redespertar del pensamiento científico y la reivindicación de una postura empirista que buscará explicar los fenómenos a través de fenómenos. Este camino marcará por muchos siglos el espíritu reflexivo anglosajón, poco inclinado a las especulaciones metafísicas.

      El pensamiento escolástico que nace del intento de Tomás de Aquino de fusionar el cristianismo con la filosofía aristotélica ejercerá una fuerte influencia en la segunda mitad de la Edad Media. Su cuestionamiento más radical lo realizará René Descartes en el siglo XVII; Descartes se había formado en el colegio de La Flèche, dirigido por los jesuitas, orden que entonces hacía algunos esfuerzos por conciliar el cristianismo con el nuevo espíritu científico9.

      Descartes reacciona muy fuertemente contra la escolástica y con su forma de hacer filosofía. Fiel, tanto al espíritu de la lógica aristotélica como al espíritu dogmático de la Iglesia medieval, la escolástica plantea que las nuevas verdades sólo pueden surgir a partir de deducciones de verdades anteriores. La verdad de las conclusiones, según la lógica del silogismo aristotélico, se obtiene de la verdad de sus premisas y de manera especial de la verdad de su premisa mayor. El criterio de verdad se confunde con un criterio de autoridad. La última autoridad con respecto a la verdad en la Edad Media era la Iglesia. Se trata de un modelo de razonamiento que resultaba afín con la propia estructura jerárquica de la Iglesia y que colocaba sus verdades en el pedestal más alto del proceso de pensamiento.

      Hay dos aspectos que nos parece importante destacar en la contribución de la filosofía de Descartes. Lo que quizás importa en Descartes son los criterios que definen su método. El primero de estos aspectos es el cuestionamiento del criterio de verdad como elemento guía de la reflexión filosófica. Fiel al espíritu científico de la época, Descartes sostiene que la duda, la duda ejercida metódicamente, es el recurso más importante del razonamiento. Se trata de una proposición atrevida. La verdad era considerada solidaria de la fe y la duda resultaba anatema para el cristianismo eclesial. Descartes pone en cuestión esta ecuación al recoger y articular algo que ya estaba presente en su época y que constituirá uno de los elementos más importantes del nuevo espíritu de la modernidad: el escepticismo.

      El segundo aspecto importante de la propuesta de Descartes es su esfuerzo por distanciarse de la autoridad eclesial y por hacer de ese «buen sentido», del que todo ser humano es poseedor como el criterio de validación de su reflexión. Este anuncio se encuentra en las primeras líneas del Discurso del método (1637), en las que Descartes nos señala que «El buen sentido es la cosa que mejor repartida está en el mundo»10. La escolástica había separado muy radicalmente la reflexión filosófica del sentido que hacían los seres humanos ordinarios, al punto de hacerse muchas veces difícil establecer puntos de encuentro entre ambos. La reflexión de Descartes aporta un aire refrescante. Sin embargo, Descartes hace al «buen sentido» equivalente a la razón,