jornal medio de 10 pesetas diarias, gran parte de lo cual se debía desviar para sobrevivir, dados los altos índices del coste de la vida. Una multa de 100, 200 o 300 pesetas podía suponer la retribución mensual o de medio mes de un jornalero. O bien implicar la totalidad o una gran parte del escaso patrimonio.88 Además, la finalidad represiva de una multa no se circunscribía únicamente a su amortización, sino a su «potencialidad», es decir, a la angustia a la hora de satisfacerla, incluso cuando no se hiciera efectiva, o solo parcialmente. También en las medidas precautorias que podían tomar los jueces instructores sobre sus bienes. Era un castigo además colectivo. Un procesamiento por responsabilidades políticas implicaba la marginación económica del encartado y de sus familiares –fundamentalmente, cónyuge e hijos si los había–. El embargo cautelar, el pago de la multa, en definitiva, las consecuencias, afectaban de manera colectiva a todo el núcleo familiar.89
En otros tantos casos, la precariedad económica imposibilitaba el pago de una posible sanción, por nimia y testimonial que fuese. Sin embargo, la incapacidad para hacer frente a una multa no desvirtuó su función punitiva, ni el papel de la Ley de Responsabilidades Políticas como mecanismo de coerción, marginación, control y anulación. Más allá de lo puramente económico, o asociado a ello, la apertura de un expediente tuvo otros efectos en el ámbito social y en el plano más emocional. Encasillamiento, marginación, intimidación, humillación, miedo, resignación. La mencionada ley cumplió ampliamente su finalidad represiva como mecanismo de castigo, erigiéndose como una potente herramienta de control y amedrentamiento.
Al temor constante a una multa que no se podía pagar, o a la resignación al saberse completamente insolventes, se unían las consecuencias que en la vida diaria podían tener las diligencias practicadas por los jueces.90 Por otro lado, los encausamientos no concluyeron con la absolución, sino con sobreseimientos provisionales, con las implicaciones que esto conllevaba. Como señala Garcia i Fontanet, se trata de
elements repressius i coactius incruents, no tan espectaculars com les penes de presó o les condemnes a mort, però tenien una càrrega de profunditat que perduraria amb els anys. […] La Llei va tenir la virtut d’unir repressió política, coacció econòmica i pressió social.91
Asimismo, como se ha referido en el apartado anterior, el encausamiento tenía lugar en un contexto muy concreto. El grueso de las actuaciones en materia de responsabilidades políticas se extendió desde finales de 1939 hasta el momento de los sobreseimientos masivos, bien entrada la década de los cuarenta. Son los años del hambre y las penurias más extremas. Además, no se daba de forma aislada. Era paralelo –y complementario– a otras modalidades de castigo, potenciándose su capacidad coercitiva. Muchos, posiblemente la mayoría, de los responsables políticos y sus familias enfrentaban al mismo tiempo la depuración en el ámbito laboral, el encarcelamiento y/o la situación de libertad condicional. Se sumaba, era otro procedimiento más. Y la ineficacia del procedimiento en términos de rapidez alargó durante años la angustia y la situación de vulnerabilidad e incertidumbre.
Por todo ello, se ha destacado la búsqueda de un escarmiento colectivo y la caracterización de la Ley de Responsabilidades Políticas como un resorte de punición y de control: «un eficaç instrument a l’hora d’aplicar un escarment social, neutralitzador de futures veus dissidents i generador, alhora, de passivitats submises».92 Todo un aparato judicial cuyas consecuencias exceden las repercusiones cuantificables para adentrarse en el resbaladizo terreno de lo subjetivo, lo psicológico, el mundo de las emociones, las sensaciones y los sentimientos. Son esos «efectos no contables» generados por la violencia de posguerra que no pueden ser baremados, pero no por ello deben ser minusvalorados. En definitiva, los sentimientos que conlleva la punición y que, además, no afectaron únicamente al encausado, democratizándose ese temor.93
Finalmente, la Ley de Responsabilidades Políticas era continuadora de la búsqueda de legitimación del golpe de estado y la dictadura. Así, excede su carácter de instrumento jurídico de castigo para ser también un instrumento político de legitimación. Se requería armar todo un discurso que justificara la sublevación –y por tanto su origen legítimo– y revistiera de legalidad y juridicidad la feroz violencia desplegada. Es en este sentido en el que Manuel Álvaro, que es quien más ha incidido en esta vertiente, señala que la dictadura franquista tiene en la ley de 9 de febrero de 1939 «una de sus concreciones doctrinales más acabadas».94 Punir bajo un manto de legalidad y oponerlo a una violencia revolucionaria cruel e incontrolada o justificarlo por los atropellos cometidos no era una práctica novedosa, ni tampoco exclusiva de la Ley de Responsabilidades Políticas. La diferencia estriba en el refinamiento alcanzado. A lo largo de su articulado, aunque especialmente y de manera más explícita en su preámbulo y parte sustantiva, se recogen los mitos de la dictadura sobre el pasado reciente. También una dicotomía entre buenos y malos que delimita al enemigo como causante de los males.
De entrada, el origen de la responsabilidad se sitúa en octubre de 1934 y no en el golpe de estado de julio de 1936. Tras esta retroactividad se encierra la lectura franquista del golpe de estado y la Guerra Civil. Esto es, las claves de los mitos construidos, la reinterpretación del pasado más reciente y la tergiversación de los roles desempeñados como base ideológica legitimadora del golpe y la dictadura –y la represión–. Obviamente, ello requiere la demonización del pasado republicano y, por el contrario, transformar una sublevación contra un gobierno legal y legítimo en un necesario e ineludible «Movimiento Nacional».
El manido vocabulario empleado incide en esa construcción interesada del pasado contraponiendo términos que designan y describen claramente una dicotomía de buenos y malos. Por un lado, está el Gobierno, la Patria, el Movimiento Nacional, la civilización. Por otro, la «subversión roja», las «personas culpables». Además, frente a la benevolencia, misericordia y «humana moderación» de unos se encuentran los grandes agravios inferidos por los otros.
En cuanto a las causas de responsabilidad, se debe tener en cuenta que la legitimación del golpe de estado pasaba por no reconocer la legalidad del Estado republicano. En consecuencia, se debía estigmatizar y castigar a sus protagonistas. ¿Cómo hacerlo a posteriori sin condenar con retroactividad? Es por ello que se trata de actitudes y comportamientos políticos que en el momento de producirse estaban revestidos de la más absoluta legalidad y formaban parte de la vida política. Como señala Manuel Álvaro, las causas de responsabilidad están delimitando la «anti-España» que debía ser castigada al establecerse una relación causal entre los antecedentes –los comportamientos políticos legítimos– y las consecuencias –los supuestos males padecidos por la Patria–. El vínculo que los une no se sostiene sobre razones jurídicas. Es en realidad un nexo puramente ideológico.95
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