José Laguna Matute

Cuidadanía


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el significado de la ciudadanía y que permiten diferenciarla de otros discursos sobre sociedad, ética o política que no son estrictamente ciudadanos.

      Acercamientos poco rigurosos al concepto de ciudadanía acaban convirtiéndola en un cajón de sastre donde caben todos aquellos contenidos que relacionamos espontáneamente con valores sociales, y, así, no es raro encontrar bajo su paraguas semántico llamadas a la fraternidad universal, invitaciones a la solidaridad, valoración de tradiciones culturales, defensa de los derechos humanos, sensibilización medioambiental, educación para la democracia, etc. Es indudable que todos estos contenidos están relacionados con valores y prácticas prosociales, pero, si no queremos acabar hablando de todo y de nada, conviene establecer con rigor a qué nos referimos cuando hablamos de ciudadanía, cuáles son los contenidos mínimos que toda aproximación a ella debería considerar. Si la cuidadanía se presenta como una alternativa a la ciudadanía, resulta capital detectar los núcleos esenciales que se pretenden resustantivizar.

      Los imprescindibles de la ciudadanía

      Basta con asomarse al Diccionario de la RAE para concluir que la ciudadanía se define siempre como pertenencia a un lugar (material y simbólico). Según el Diccionario, «ciudadano, na» es el natural o vecino de una ciudad o el miembro activo de un Estado. Incluso en su acepción ética más genérica como «hombre bueno», la ciudadanía mantiene su arraigo territorial-comunitario: «hombre que pertenecía al estado llano».

      Desde las ciudades-Estado grecorromanas hasta los Estados-nación actuales, la ciudadanía siempre se vincula a la participación en una polis. Hablar, por tanto, de ciudadanía exige referirse ineludiblemente a un marco de reconocimiento y pertenencia social. Aventurando una definición personal capaz de recoger sus elementos esenciales, propongo describir la ciudadanía como una «construcción simbólica y material de vínculos sociopolíticos de pertenencia, participación y protección».

      Aunque a lo largo del libro iré profundizando en cada uno de estos principios constitutivos, expongo ahora a modo de titulares algunos de los contenidos esenciales que se engloban en cada uno de ellos.

      Construcción simbólica y material

      La ciudadanía, como la democracia o los derechos, es un constructo social al modo como hace años lo describieran Berger y Luckmann en su imprescindible La construcción social de la realidad (1995). La ciudadanía es una convención cultural que alimenta un imaginario social compartido y que, mediante procesos de institucionalización y reificación, acaba sedimentando en organizaciones comunitarias. Nación, patria, etnia, idiosincrasia, tradición, cultura, etc. conforman un campo semántico de identidades simbólicas colectivas que muestran su cara visible en instituciones tales como ejércitos, Parlamentos, fronteras nacionales, escuelas o registros civiles.

      Construir ciudadanía –y también cuidadanía– supone, en última instancia, construir un «nosotros»; un sujeto colectivo en el que inscribir nuestras identidades particulares. La metonimia, que toma la parte por el todo, y la metáfora, que conecta significantes heterogéneos, son dos mecanismos lingüísticos que, según Santiago Alba Rico, permiten «cocinar» los elementos que integran eso que damos en llamar nación o país:

      No somos naturalmente españoles o franceses o chinos. España, Francia y China existen como relatos metonímicos que se apropian metafóricamente los cuerpos de sus ciudadanos. No formamos parte de esos relatos sino en virtud de una decisión arbitraria exterior que nos pone en relación con ellos y mediante nuestra adhesión –casi resinosa– a la lengua en que respondemos a la pregunta «qué eres»: soy español (Alba, 2017, p. 315).

      Vínculos sociopolíticos

      La ciudadanía define un ámbito de convivencia. No describe la mera agregación de individuos localizados en un territorio, sino que da cuenta de las relaciones comunitarias que los vinculan desde un horizonte consensuado de bien común.

      Son muchos los contextos relacionales por los que discurre nuestra vida: familiares, escolares, profesionales, deportivos, culturales, religiosos, etc., y aunque todos ellos remiten en última instancia a una pertenencia comunitaria amplia, la pertenencia que reconoce la ciudadanía es necesariamente política, va más allá de los vínculos intrafamiliares o de las relaciones de vecindad. Una cosa es el reconocimiento que se da en el ámbito doméstico-comunitario (domus) y otra el del público-político de la polis. Ser ciudadano implica ser reconocido en un nivel de socialización secundaria en el que se establecen alianzas suprafamiliares que persiguen fines políticos compartidos. Solo en un contexto político podemos hablar de bien común, marcos normativos de convivencia, derechos y deberes; esto es, de ciudadanía. Aunque la filósofa Adela Cortina abogue por un concepto amplio de ciudadanía social (T. H. Marshall) que abarque ciudadanía civil, económica, intercultural y cosmopolita, no duda en afirmar su naturaleza política original:

      La ciudadanía es primariamente una relación política entre un individuo y una comunidad política, en virtud de la cual el individuo es sujeto de pleno derecho de esa comunidad y le debe lealtad permanente. El estatus de ciudadano es, en consecuencia, el reconocimiento oficial de la integración del individuo en la comunidad política, comunidad que, desde los orígenes de la Modernidad, cobra la forma de Estado nacional de derecho (Cortina, 2009a, p. 35).

      En nuestro reto por construir una ciudadanía desde la vulnerabilidad y los cuidados resultará vital mantener estos dentro del contexto político, toda vez que la tradición histórica ha venido acotándolos a las fronteras domésticas de las relaciones intrafamiliares. Tendremos ocasión de ocuparnos detenidamente en esta asignación interesada de espacios políticos y domésticos.

      Pertenencia

      A estas alturas resulta reiterativo insistir en la centralidad de la pertenencia en la determinación de la ciudadanía. Solo anticipamos que es precisamente en este ámbito de reconocimiento de nuevas identidades colectivas donde una ciudadanía global, multicultural y ecodependiente encontrará sus mayores tensiones y fragilidades. Alabar las bondades de una ciudadanía global eludiendo los enormes conflictos que se generan entre contextos de pertenencia local y mundial, u ocultar las dificultades de adscripción a la polis de sujetos no humanos como el sujeto-planeta, acaba degenerando en ciudadanías retóricas que no responden a las necesidades reales de identidades ciudadanas emergentes.

      No hay ciudadanía sin pertenencia, y el reto actual es establecer de forma convincente el fundamento universal que nos acomuna en una polis universal realmente existente. La propuesta de la cuidadanía no rehúye la pregunta por las señas de identidad que conforman los nuevos ámbitos de pertenencia y relación social; la condición vulnerable de todo ser vivo se propone como principio universalizador, y las interacciones de cuidados que posibilitan la vida como fundamento de un nuevo contrato social como «pacto de cuidados».

      Participación

      Más arriba me refería al ámbito sociopolítico como el contexto de pertenencia que determina el estatus de ciudadanía. Pero la pertenencia social por sí misma no asegura el reconocimiento como ciudadano, se necesita además la participación activa en la vida de la polis. Los esclavos, las mujeres y los menores de edad formaban parte de la sociedad griega clásica, pero no se consideraban ciudadanos, porque estaban excluidos de los ámbitos de participación política. Para un griego libre, la dedicación a la cosa pública era un privilegio y un honor; de hecho, la capacidad para consagrarse a las tareas de la comunidad era lo que diferenciaba a un ciudadano de los hombres inútiles, tal como advertía Tucídides por boca de Pericles:

      [En nuestra ciudad] nos preocupamos a la vez de los asuntos privados y de los públicos, y gentes de diferentes oficios conocen suficientemente la cosa pública; pues somos los únicos que consideramos, no hombre pacífico, sino inútil, al que nada participa en ella, y además, o nos formamos un juicio propio, o al menos estudiamos con exactitud los negocios públicos, no considerando la discusión como un estorbo para la acción, sino como paso previo indispensable a cualquier acción sensata (Tucídides, 1952).