José Laguna Matute

Cuidadanía


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La sospecha, cada vez más extendida, de que nuestras decisiones como ciudadanos tienen escasa incidencia en la configuración de un mundo global regido por los dictados de una economía trasnacional, dibujan ciudadanías con niveles de participación individual bajo mínimos. Votar periódicamente para cambios de legislaturas gubernamentales o pagar resignadamente impuestos son los únicos ejercicios conscientemente políticos para una inmensa mayoría de ciudadanos pasivos. Por si esto no fuera suficiente, la profesionalización de la actividad política acaba degenerando en exiguas democracias representativas entendidas como subrogación de responsabilidades cívicas.

      Protección

      Ser ciudadanos –hombres y mujeres– de una ciudad, nación o Estado no solo nos arraiga en una comunidad de valores compartidos e identidades colectivas, también nos inscribe en una comunidad que, en su configuración ideal, protege nuestros derechos individuales, provee de los medios necesarios para nuestro desarrollo personal y se ocupa de atender las necesidades básicas de sus miembros más vulnerables.

      Podría haberme referido solo a la vinculación entre pertenencia y derechos para identificar las responsabilidades que la ciudadanía como institución contrae con cada uno de sus miembros: ser ciudadano de un determinado Estado –al menos en los democráticos– implica gozar de mecanismos jurídicos de amparo; pero utilizo pretendidamente el concepto más amplio de «protección» para caracterizar aquellas interacciones sociales que, aun poseyendo una dimensión jurídica incuestionable, generan responsabilidades mutuas más allá de marcos legales. Es el caso de la educación y la sanidad, por poner dos ejemplos cercanos: la educación universal y la sanidad pública, que muchas sociedades exhiben como sus derechos de ciudadanía más preciados, pueden interpretarse también como pactos de cuidados, que, sin menoscabo de sus reclamos legales, generan vínculos de ciudadanía no menos exigentes que la reivindicación de derechos.

      Establecidos los mínimos conceptuales de la ciudadanía, de aquí en adelante toda referencia a ella habrá de considerar la expresión de un modelo sociopolítico de convivencia, la definición de un ámbito de pertenencia, la enumeración de instrumentos de participación social y, por último, la explicitación de instancias de protección. Comunidad sociopolítica, pertenencia, participación y protección constituyen el núcleo duro de la definición de ciudadanía; todo acercamiento educativo, filosófico o político que en su argumentario obvie estos elementos puede estar hablando de asuntos relacionados con la sociedad, pero no necesariamente de ciudadanía.

      Ciudadanía(s)

      El distinto peso otorgado, la jerarquización y las diferentes articulaciones que pueden establecerse entre la pertenencia, la participación y la protección determinan ciudadanías diferentes. No es lo mismo una ciudadanía de orden liberal, centrada en la defensa de derechos individuales y en la que la pertenencia y la participación se reducen a su mínima expresión; una ciudanía de signo comunitarista, configurada en torno a una concepción social de bien común anterior al individuo y en la que las identidades colectivas son muy relevantes, o una ciudadana cívico-republicana, que articula los contrapesos de poder de comunidades históricamente constituidas y en la que los derechos informan y limitan constitucionalismos regulados. No se trata de distintos acentos de una misma ciudadanía, sino de ciudadanías diferentes. El informe Eurydice, de la Comisión Europea, por ejemplo, recoge tres tipologías distintas de ciudadanía: ciudadanía liberal (democrática y neoliberal), ciudadanía comunitaria (liberal-comunitaria, cívico-republicana, comunitario-conservadora) y ciudadanía cosmopolita o posnacional (Comisión Europea, EACEA, Eurydice, 2017). Como ya he denunciado en otro lugar (Laguna, 2020b), me parece un tremendo error la asunción acrítica de una supuesta ciudadanía de «marca blanca» por parte de las instituciones educativas, dando por supuesto que la ciudadanía global que se enseña en sus aulas define un modelo unívoco y pacífico de convivencia social. Nada más lejos de la realidad. Los enfrentamientos entre los manifestantes norteamericanos que, en el contexto de pandemia de la COVID-19, defendían las medidas de autoconfinamiento en vistas del bien común y las de aquellos que reivindicaban su derecho individual a transitar libremente por donde quisieran ignorando las recomendaciones sanitarias de un Estado tachado de paternalista, visibiliza perfectamente modelos de ciudadanía contrapuestos y no solo puntos de vistas diferentes de una ciudadanía homogénea.

      No basta con reivindicar la necesidad de una ciudad genérica; en el actual contexto mundial resulta vital definir los contornos precisos de la ciudadanía que se defiende y se promueve. En este sentido, la propuesta de la cuidadanía establece marcos propios de pertenencia, participación y protección.

      Ciudadanía global y derechos humanos

      Aunque definen realidades diferentes, ciudadanía y derechos humanos comparten un desarrollo conceptual y normativo entrelazado. El tránsito de unos derechos jurídicos vinculados a ámbitos de pertenencia estatales hacia un derecho natural reflejado en un supuesto orden del mundo y, posteriormente, inscrito en la naturaleza individual de cada ser humano, corre parejo a la progresiva ampliación de una ciudadanía territorial que, hoy en día, busca definirse desde la pertenencia global a una humanidad común.

      A partir de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 hay que reformular la noción de ciudadanía (también la de democracia, Estado, Constitución, bien común, etc.). Los derechos fundamentales –dirá Gregorio Peces-Barba– suponen hoy el núcleo de la legitimidad en las sociedades democráticas, el contenido material de las Constituciones y la referencia axiológica que determina la idea de justicia y bien común. «Son quizá la realidad ético-jurídica más próxima a los ciudadanos, bandera de los procesos emancipatorios y de las pretensiones justificadas de libertad y de igualdad de los individuos y los grupos» (Peces-Barba Martínez, 1999, p. 15). Para Nira Yuval-Davis, los derechos humanos son una expresión particular de las múltiples capas que componen la ciudadanía (Yuval-Davis, 1990).

      A pesar de las apariencias, la relación entre ciudadanía y derechos humanos está lejos de ser una convivencia pacífica. Los derechos humanos no son la culminación exitosa de una ciudadanía cosmopolita; la ciudadanía que se presenta hoy como global se muestra ineficaz para proteger los derechos de seres humanos apátridas. Nada nuevo por otra parte; ya Hannah Arendt, en el siglo pasado, había llamado la atención sobre la impotencia de las instituciones supraestatales para defender la vida de aquellos sujetos que eran expulsados a los márgenes de cualquier reconocimiento estatal. Según ella, el genocidio nazi se justificó por la condición de apátrida atribuida a judíos y gitanos. Su condición de ciudadanos de ninguna parte o, expresado en términos de derechos humanos, su ser «solo» humanos, fue lo que los dejó sin ninguna protección real frente a las atrocidades del Holocausto. Para Arendt, la ciudadanía, entendida como el «derecho a tener derechos», se vincula inexorablemente al reconocimiento de una ciudadanía territorial; solo el marco legal de un Estado-nación puede defender a sus miembros; apelar a un universalismo humanista no protege de abusos totalitaristas y violentos (Arendt, 1987). Aunque la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de la Asamblea francesa de 1789, los utilice como términos equivalentes e intercambiables, la realidad es que solo los derechos de una ciudadanía vinculada a un Estado concreto auxilian a unos genéricos derechos del hombre. Llevado al extremo, podíamos llegar a concluir que la apelación a una ciudadanía global es un oxímoron; que, en último término, toda ciudadanía es siempre local y que, por tanto, deberíamos evitar la atribución de pertenencias universales a dicho concepto. Así lo advertía a principios del siglo XIX el filósofo y político contrarrevolucionario saboyano Joseph de Maistre: «La Constitución de 1795, como las precedentes, está hecha para el hombre. Ahora bien, el hombre no existe en el mundo. Yo he visto, durante mi vida, franceses, italianos, rusos..., y hasta sé, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: en cuanto al hombre, declaro que no me lo he encontrado en mi vida; si existe, lo desconozco» (De Maistre, 1955, p. 142).

      Hoy sigue habiendo millones de apátridas (más de 65 millones de personas deambulan por el mundo a causa de conflictos bélicos, catástrofes climáticas y pobreza extrema), personas que no encuentran el abrigo de ninguna ciudadanía cosmopolita que les reconozca y les proteja. En la misma senda de un cosmopolitismo crítico, el jurista italiano