Javier Urra

Tomar el control


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que las noticias altamente emocionales se esparcen mil veces más que los datos racionales y, cuando la sociedad entra en pánico, el individuo se pone en modo de sobrevivencia. La pandemia del miedo también es real; se apreció en las «compras de pánico» (gente aterrorizada).

      Precisaríamos de líderes serenos, racionales, con auténtica inteligencia emocional (lo que requiere de una acertada combinación de genética, crianza, cultura y propositividad). Pero los expertos lo son en campos muy acotados, y las decisiones políticas integran múltiples campos y disímiles dimensiones.

      Nos encontramos con un mundo basado en la seguridad, que se ve azotado por la vulnerabilidad, donde a veces no podemos controlar el miedo activado a partir de sistemas ancestrales anidados en nuestra amígdala cerebral; pero sí podemos actuar correctamente.

      Hemos de tomar conciencia; detenernos en el autoconocimiento; apreciar nuestros pensamientos y cómo se entrelazan con los sentimientos; escuchar las intuiciones que tenemos; valorar la capacidad de aceptación; regularnos ante lo que nos acontece; detectar nuestra motivación interna; hacer aflorar el optimismo, la gratitud, la percepción de plenitud; analizar nuestros valores y lo esencial que nos conecta con la vida; desarrollar la inteligencia interpersonal.

      Lo importante es no dejar de cuestionarse, de preguntarse, de interesarse constantemente; y más en momentos de crisis que han de impulsar nuevas estrategias, imaginación e inventiva. Y es que hay que vivir, no sobrevivir; mantener la proximidad afectiva aun en la distancia, sabiendo que las videollamadas no sustituirán nunca el contacto presencial (pues la tecnología en las relaciones entre personas es importante, pero la humanización es irremplazable).

      Palabras como «comunicación» y «encuentro» no deben ser sepultadas por la imagen. Freud decía que la ciencia moderna no ha producido aún un medicamento tranquilizador tan eficaz como unas pocas palabras bondadosas.

      Llegados a este punto de la introducción, hemos de reflejar que sentir tristeza y ansiedad es normal y adaptativo; y que sufrimiento no es igual a patología, que no se debe patologizar.

      Compartimos una historia evolutiva de densa cooperación; la antropología nos demuestra que hemos sabido sortear las dificultades, y lo hemos hecho juntos. Como siempre, imaginaremos nuevas posibilidades y crearemos nuevos instrumentos. Lo cual no es óbice para afirmar que la pandemia de la COVID-19 está poniendo de manifiesto la necesidad de aumentar urgentemente la inversión en servicios de salud mental si el mundo no desea verse abocado a un aumento drástico de las enfermedades psíquicas.

      Es acertado recordar la tendencia —muy humana— a imponer una interpretación única en situaciones ambiguas, lo que conlleva enormes peligros al abordar la COVID-19. Además, el impacto de las pandemias se amplifica por la yuxtaposición de dos posicionamientos contradictorios ante un riesgo que es grave pero extraño: el pánico y el efecto de «a mí no me ocurrirá» (que obviamente acelera la propagación de la enfermedad).

      Los clínicos de la salud mental hemos de abordar daños y pérdidas, entre las que se encuentra la creencia de que podemos proteger a los niños y a los ancianos, un hipertrofiado sentido de control y previsibilidad.

      Especial atención requieren los pacientes con trastornos psicopatológicos, debidos también a las altas tasas de sobrepeso, el tabaquismo, las comorbilidades médicas y el autocuidado deficiente.

      Habrá de definirse hasta qué punto las coagulopatías relacionadas con la COVID-19, la hipoxia, la neuroinflamación o la infección viral directa del cerebro pueden contribuir a la morbilidad psicopatológica.

      Ante nosotros tenemos un reto, el equilibrio entre desafío y respuesta.

      Muchos de los sanitarios no buscan ayuda para sí mismos, y hemos de asegurarnos de que lo hagan; estar interiormente aislados desafía su salud mental y les imposibilita a la hora de lidiar con la impotencia y la frustración de quien llora junto a y por quien no conoce.

      Detengámonos para comprometernos firmemente. La lucha contra el virus debe contemplar aspectos esenciales como la dignidad y la piedad por quien muere (que no lo haga solo, sin consuelo, sin compañía).

      Es esencial reforzar el ideal de la fraternidad universal. Hemos de atisbar un cambio de cosmovisión.

      Precisamos de una sociedad civil fuerte, no todo debe depender del Estado providencia.

      Además, la razón no debe confundirse con el deseo, ni ser ciudadano con ser consumidor.

      La verdad debe sobrevivir ante el tsunami de la cultura líquida, de la opinión inculta, de la ideología impuesta, de la defensa de un Yo individualista, egoísta.

      Viktor Frankl señala que el ser humano posee, más allá de lo biológico y lo psicológico, una dimensión propia, la espiritual.

      La espiritualidad, que no debe ser autorreferencial, debe ser trascendental y ofrecer sus valores hacia los otros, dando un sentido existencial. Manifiesta que hay algo mucho más importante que el Yo: la presencia del otro. Es desde ese alguien para quien se vive que la existencia encuentra su sentido (lo encuentra, no lo crea).

      Hemos de generar, fortalecer y mantener la confianza; aumentar la resiliencia y la autoeficacia; brindar apoyo especial a los trabajadores de la salud y al personal de atención; priorizar a las personas con mayor riesgo de sufrir consecuencias negativas; fomentar nuevas normas saludables; y equilibrar los derechos individuales con el bien social.

      Aportemos una comunicación clara y coherente, anticipemos y, en lo posible, gestionemos la desinformación.

      Incorporemos estrategias de afrontamiento centradas en la emoción y el problema. Brindemos apoyo social, opciones de tratamiento integrales y servicios de reducción de daños para abordar el uso de sustancias relacionado con el estrés.

      Se ha comprobado que el uso ampliado de telesalud para brindar tratamiento para afecciones de salud mental ayuda a reducir las secuelas de la COVID-19.

      Por otro lado, para promover la salud, resulta contraproducente estar emitiendo constantemente por los medios de comunicación lo que hace mal la población, pues reduce los comportamientos positivos entre las personas que ya se involucran en ellos.

      Con respecto a los profesionales, no hay que hipertrofiar los problemas; el ser humano tiene muchos sistemas defensivos, incluso ante hambrunas, guerras y pandemias.

      Alertamos del riesgo de publicar como datos contrastados, veraces, ciertos, fiables, creíbles, los que nacen de las interesantes pero subjetivas encuestas.

      Nadie niega los disturbios psicoemocionales, la generalizada vulnerabilidad psicosocial, pero no es menos cierto que la reacción ha resultado expandida al ser afectada también la sociedad rica del mundo. Hay exceso de información, mucho ruido. Esta es una sociedad en que se utilizan con poco rigor términos muy serios, como «estoy deprimido». Algunos colegas alertan con cierta sorna de que quizás hay realmente más estrés pretraumático que estrés postraumático.

      Padecer el confinamiento no conlleva estrés postraumático; otra cosa es el caso de los enfermos que han estado con respiradores.

      No lo comparto plenamente, pero hay quien prevé la posibilidad de un tsunami de trastornos psicopatológicos provocados por la pandemia si se agravan las continuadas olas de COVID-19 o los confinamientos.

      En lo que sí coincidiremos es en que hay que seguir apoyando la aplicación de medidas de ámbito comunitario para fortalecer la cohesión social y mitigar los sentimientos de soledad de las personas más vulnerables, como los ancianos.

      Desde la psicología, disciplina entre la biología y la cultura, cuyo objeto es la persona, con sus interrelaciones, reacciones, elaboraciones, interrogantes, conductas, sentimientos, pensamientos, espiritualidad… no esperamos una pandemia psicológica después del coronavirus. Eso sí, es buen momento para interrogarse sobre la concepción de lo que somos, para plantearnos nuestro devenir, para educar y educarse en el cuidado, para avanzar en el camino hacia la madurez personal, alcanzando el compromiso con la responsabilidad generosa por el tú.