cualquier otra fuente primaria, ya sea archivística, hemerográfica o de cualquier otra índole[4].
Es conveniente que recordemos muy brevemente algunas de las dificultades inherentes al propio contenido y características esenciales de la disciplina histórica. La primera de ellas deriva de su propia acepción, poseedora de un doble significado[5]: la palabra «historia» designa no sólo los acontecimientos narrados, sino los acontecimientos mismos[6] —o, como dijera Vilar alertándonos de la confusión en la práctica de ambas realidades—, «el conocimiento de una materia y la materia de este conocimiento»[7]. De forma similar, Helge Kragh denominó H1 a los fenómenos o acontecimientos concretos que se produjeron en el pasado, para designar como H2 al análisis de la realidad histórica, esto es a la investigación histórica y sus resultados (el objeto de H2 es por tanto H1), advirtiéndonos de que nuestro conocimiento de lo ocurrido en el pasado se limita a la interpretación teórica que realizamos de este[8].
Recordemos también telegráficamente que a raíz de la influencia innegable que supuso la renovación epistemológica y metodológica de Annales, los profesionales de la Historia hemos dedicado enormes esfuerzos en las últimas décadas a incorporar lo que en un principio se denominó «nuevas fuentes»[9], como las orales, las materiales, la fotografía y, más recientemente, la literatura o el cine[10].
Los primeros años de la década de los sesenta marcaron los inicios de la utilización de las películas como fuente documental, lo que permitía acercarse al análisis de la sociedad desde una perspectiva nueva, una idea que sin embargo no fue bien acogida en los medios universitarios. Braudel y Renouvin, por ejemplo, desaconsejaron a Marc Ferro —pionero en la utilización del cine como fuente de la historia y como medio didáctico— avanzar por aquella vía. Hoy, como ya hemos dicho, el cine es prácticamente una referencia obligada de los historiadores.
En esta década inicial de siglo vivimos el triunfo de la imagen, pero ésta tiene también su cara negativa: la imagen está bajo sospecha; cuanto menos la de la manipulación. No obstante, la televisión, que en los años cincuenta concitaba el desprecio de las elites y de los dirigentes, como antes había ocurrido con el cine, se ha convertido en el principal vehículo de transmisión de ideas políticas y culturales (las imágenes penetran en el ámbito doméstico y ejercen una enorme influencia sobre las ideas, las opiniones y las costumbres). Hoy día, como dice Ferro, la televisión ha vampirizado al cine; pero, junto a él, constituye una pareja de siameses que no pueden vivir el uno sin el otro: «El cine no podría existir sin la ayuda de la televisión, y la televisión sin películas perdería el favor del público»[11].
Nuestras consideraciones en torno al cine son igualmente extensivas a los documentales elaborados generalmente por profesionales de la información y destinados de forma casi exclusiva a la televisión. Coincidimos en este sentido con David Vásquez[12] en la importancia que posee este material —el documento en soporte de vídeo (DSV), tanto cine de ficción como documentales— como eje que nos permite, adentrándonos en la memoria visual de nuestro siglo, un mejor conocimiento de nuestra historia contemporánea: en su calidad de producto cultural inmerso en un contexto histórico es sin duda un espejo en el que se reflejan las obsesiones, miedos y estados de ánimo de una sociedad.
En la aproximación a los DSV podemos diferenciar, no obstante, como mínimo, cuatro planos que constituyen otras tantas perspectivas de abordaje y análisis: a) el relativo a la historia del cine (su evolución, avances, técnicas, etc.); b) el de la historia de la utilización del cine (como transmisor de ideología, como fuente en el análisis de la sociedad en la que se han producido uno o varios filmes, etc.); c) el de la utilización del cine como fuente por el historiador; y, finalmente, d) el de la utilización del cine como material didáctico en la enseñanza de la historia. Nos interesan, fundamentalmente, los tres últimos.
Por cuanto hace a la historia de la utilización del cine, es ésta una cuestión que conecta directamente con el uso de la imagen con una intención ideológica, tendencia que ha sido prácticamente una constante histórica. Desde los primeros documentales sobre la Primera Guerra Mundial a las superproducciones del Hollywood de la época de McCarthy o a los productos recientes de las grandes multinacionales de la época actual, ha existido una clara intencionalidad de aleccionar, controlar y conducir a la opinión pública en un sentido coincidente con el discurso dominante. Obviamente el cine, o los DSV, han sido abundantemente utilizados como propaganda más o menos explícita, más o menos sutil. En esta línea, un caso de implicaciones estrictamente nacionales en clave latinoamericana puede ser el de la llamada «teoría de los dos demonios» de Mario Ranalleti[13], que estaría en la base de la inducción al olvido, un proceso que se ha visto favorecido en las pantallas, cuyas historias han cristalizado ese deseo de no remover el pasado reciente, con el objetivo de avanzar en el establecimiento de la concordia social. El grupo de dsv que cabría incluir dentro de las tesis de Ranalletti son aquellos en los que, según sus propias palabras, no se logra trascender el marco víctimas–victimarios, ya que el cine que se elabora en la Argentina a partir de 1983 y durante varios años focaliza mayoritariamente su atención en «represores y reprimidos, en torturadores y torturados, evitando un acercamiento a la génesis de los conflictos que se muestran»[14].
Llegamos así al tercero de los planos de nuestro análisis, el que atiende a la utilización del cine como fuente por el historiador, una cuestión en cuyo epicentro bulle el debate existente entre aquellos que son partidarios de concederle a aquel el estatus de fuente histórica y los que, desde posiciones antagónicas, se niegan a hacerlo. Al tiempo, la investigación suscita otras cuestiones adicionales de cierta importancia, como la que nos llevaría a diferenciar, con base en el tema abordado, un mínimo de tres categorías entre los DSV[15]:
1) El primer grupo lo constituirían aquellos DSV que no aportan gran cosa como producto desde la perspectiva del historiador, pero son útiles para el análisis de las sociedades en las que han sido producidos. Una película comercial que fue un éxito de crítica y de público, que obtuvo incluso un Óscar de Hollywood, La historia oficial, es un buen ejemplo de aquellos dsv que nos dicen más de la sociedad que la ha producido que, aún con su interés, del tema central del film (recordemos la crítica de Ranalletti): la represión durante la época del proceso en Argentina, la dictadura militar de 1976-1983. La cinta nos dice mucho sobre la angustia, el miedo, la mentira, el dolor y, también, una cierta esperanza que permeabiliza la sociedad argentina después de la todavía tierna recuperación democrática abierta por el gobierno de Raúl Alfonsín en 1983.
2) Encontramos, en segundo lugar, los DSV que abordan un hecho o proceso histórico desde una perspectiva y con un calado que ofrece interés para el historiador, pero no sirven de gran cosa para el análisis de la sociedad en la que han sido creados. En esta línea, el film francés État de siège (Estado de sitio), de C. Costa Gravas, estrenado en 1973, está basado en la historia real de Dan Mitrione, un agente de la CIA secuestrado durante la primera semana del mes de agosto de 1970, junto con el cónsul brasileño, en Montevideo. Es una película de ficción muy interesante para el historiador que, sin embargo, no nos sirve en absoluto para mejorar nuestros conocimientos sobre la sociedad francesa de la época.
3) Más provechosos son, en nuestra línea de análisis, los DSV comprendidos en una tercera categoría, aquellos que sirven para el análisis del hecho o del proceso histórico sobre el que versan y son al