Joan del Alcàzar Garrido

De compañero a contrarrevolucionario


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pura, es Historia. Y eso porque lo que no ocurrió, las creencias, las intenciones, el imaginario del hombre son tan Historia como la Historia. Es desde una posición coincidente, que el brasileño Jorge Nóvoa afirma que «o trabalho cinematográfico se confunde, numa certa medida, com o trabalho do historiador, mesmo quando o leit motiv do diretor de cinema não é exclusivamente histórico-científico»[21]. Desde una posición distinta a las de Ferro o Nóvoa, Isabel Burdiel y Justo Serna ponen de relieve la trascendencia que para el historiador debe tener aquello que, pese a no haber ocurrido, fue imaginado y concebido[22]. La distancia, no obstante, con las posiciones anteriores es nítida. Burdiel y Serna no dicen que lo que no ocurrió (no H1) sea Historia (H2), sino que ese «no H1» debe ser tenido en cuenta por el historiador. Ya veremos después por qué y para qué. Veamos ahora el asunto de la distancia entre realidad y ficción.

      A partir de ahí, creemos que el cine no está en absoluto legitimado para invadir el espacio propio, irrenunciable, de la disciplina histórica, y ello por la pura y simple identificación de este producto cultural como discurso de ficción, frente a la Historia, cuyas pretensiones, postulados y objetivos epistemológicos se orientan a dar cuenta de la realidad de los hechos acontecidos, con todos los matices que a dicha afirmación quieran introducirse. La tarea investigadora que desarrolla el historiador, frente al oficio del guionista y del director cinematográfico, se encuentra presidida por dos reglas de funcionamiento básicas. La primera, la necesidad de contrastar, de comprobar, de verificar escrupulosamente los términos de su discurso, como principio deontológico básico. En segundo lugar, el hecho de que el análisis y producción historiográfica apelan a una realidad que por definición se encuentra fuera del propio texto, frente a la obra fílmica, cuya lógica total hay que buscarla en su interior. Y es que, por muy elevado que sea su nivel de referencialidad, la conversión de los materiales históricos, sociales y aún biográficos en materia narrativa —entendida esta expresión en sentido amplio, comprensiva del cine—, los somete a un proceso de innegable irrealización.

      Así pues, sin aceptar aquella concepción que hemos discutido, defendemos la utilización, y la validez de filmes de ficción y de documentales (y de la literatura, y de los testimonios orales y de los restos materiales), como herramientas de investigación y como instrumento didáctico de la Historia. El problema radica, no obstante, en qué esperamos, qué pretendemos, con su utilización.

      En esta línea, creemos que la articulación de las relaciones entre cine, por un lado, e Historia por otro debe plantearse sobre la base de la idea de una complementariedad no invasiva de los contornos que contribuyen a definir cada una de estas producciones culturales. Desde esta perspectiva, pensamos que los historiadores deberíamos concebir y por tanto aprovechar el cine como parte de nuestra reflexión histórica, entendiéndolo como una forma de conocimiento y de práctica social productora de identidades y de representaciones en conflicto que a su vez contiene su propia lógica, en la que el guión cinematográfico posee innumerables licencias que le están vedadas al historiador. Utilizar el cine en Historia no quiere decir convertirlo en Historia. Se trata de algo tan sencillo y al tiempo tan complicado para el historiador como asumir el cine simplemente como lo que es —ficción—, sin violentarlo mediante su atracción a nuestros dominios; sólo así aportarán riqueza a nuestro análisis.

      Así pues, recapitulando, diremos que no nos dejamos engullir por el relativismo extremo que ha ganado adeptos en los últimos años. Realidad y ficción son dos cosas distintas, dos planos diferenciados que no deben confundir al historiador ni al espectador de cine. Y no deben confundirlo porque el profesional de la historia realiza con su trabajo una práctica interpretativa que asume la adhesión y la crítica a los procedimientos de verificación y documentación establecidos por el quehacer que caracteriza y define a la gente de nuestro oficio. Por contra, el cineasta crea, hace ficción, aún cuando el referente espacio-temporal de su obra pueda ser evidentemente histórico.

      A partir de aquí, quizá convenga retomar la consigna de Annales, y volver a recordar que los historiadores debemos «mezclarnos con la vida», y la vida, qué duda cabe, también está en el cine.