pura, es Historia. Y eso porque lo que no ocurrió, las creencias, las intenciones, el imaginario del hombre son tan Historia como la Historia. Es desde una posición coincidente, que el brasileño Jorge Nóvoa afirma que «o trabalho cinematográfico se confunde, numa certa medida, com o trabalho do historiador, mesmo quando o leit motiv do diretor de cinema não é exclusivamente histórico-científico»[21]. Desde una posición distinta a las de Ferro o Nóvoa, Isabel Burdiel y Justo Serna ponen de relieve la trascendencia que para el historiador debe tener aquello que, pese a no haber ocurrido, fue imaginado y concebido[22]. La distancia, no obstante, con las posiciones anteriores es nítida. Burdiel y Serna no dicen que lo que no ocurrió (no H1) sea Historia (H2), sino que ese «no H1» debe ser tenido en cuenta por el historiador. Ya veremos después por qué y para qué. Veamos ahora el asunto de la distancia entre realidad y ficción.
Entendemos que este tipo de planteamientos nos pone en contacto con el debate sobre el llamado «giro lingüístico» o con el «reto semiótico» en Historia. Isabel Burdiel y María Cruz Romeo han escrito en torno a esta discusión que se ha producido una especie de aceptación de las tesis de Bajtin en torno a que la forma y el contenido del discurso son una y la misma cosa siempre que entendamos el discurso y el lenguaje como fenómenos sociales15. ¿Y no es eso lo que propone Ferro? ¿Que aquello, recordémoslo, que no ocurrió, las creencias, las intenciones, el imaginario es tan Historia como la Historia? Parece darse aquí una coincidencia plena con la conocida posición de Hayden White, para quien «crear un discurso imaginario sobre acontecimientos reales puede ser no menos “verdadero” por el hecho de ser imaginario»[23].
Admitimos, pues, que como historiadores no podemos desconocer en el desarrollo de nuestro cometido, la enorme potencialidad y fuerza activa que posee el lenguaje, y creemos que la consecuencia lógica de dicho reconocimiento debiera llevarnos en el ejercicio de nuestra labor no sólo a dar cuenta de lo ocurrido, sino que nuestro análisis debiera ser útil para explicar cómo se han construido socialmente las identidades y significados que nos sirven para articular la realidad y explicar el mundo. Sin embargo, esta postura no debe ser un obstáculo para defender con idéntica firmeza la distinción que debe llevarse a cabo entre los diversos usos del lenguaje, y en concreto entre Historia y ficción, cuyos artífices manejan materiales diferentes. Quizá, como dicen Burdiel y Romeo, ha habido una importación de conceptos y planteamientos teóricos, mal comprendidos y demasiado simples, que han dado margen a considerar, de forma abusiva, que padecemos una crisis epistemológica de la Historia, haciendo desaparecer la barrera entre esta y la ficción[24].
A partir de ahí, creemos que el cine no está en absoluto legitimado para invadir el espacio propio, irrenunciable, de la disciplina histórica, y ello por la pura y simple identificación de este producto cultural como discurso de ficción, frente a la Historia, cuyas pretensiones, postulados y objetivos epistemológicos se orientan a dar cuenta de la realidad de los hechos acontecidos, con todos los matices que a dicha afirmación quieran introducirse. La tarea investigadora que desarrolla el historiador, frente al oficio del guionista y del director cinematográfico, se encuentra presidida por dos reglas de funcionamiento básicas. La primera, la necesidad de contrastar, de comprobar, de verificar escrupulosamente los términos de su discurso, como principio deontológico básico. En segundo lugar, el hecho de que el análisis y producción historiográfica apelan a una realidad que por definición se encuentra fuera del propio texto, frente a la obra fílmica, cuya lógica total hay que buscarla en su interior. Y es que, por muy elevado que sea su nivel de referencialidad, la conversión de los materiales históricos, sociales y aún biográficos en materia narrativa —entendida esta expresión en sentido amplio, comprensiva del cine—, los somete a un proceso de innegable irrealización.
Es por ello que, desde la posición de aquellos que queremos trabajar la disciplina histórica, el cine constituye una fuente documental —entendiendo por fuente lo que desde Annales hemos entendido— a la que ni podemos ni debemos renunciar. Creemos que nuestro objetivo se centra en la interpretación histórica, para lo cual trabajamos un conjunto de textos culturales que no son la realidad sino el material para su reconstrucción[25]. Podemos decir, pues, que el cine es una fuente —cuanto menos, como escribiera Febvre—, en la medida que es «testimonio de una historia viva y humana, saturada de pensamiento y de acción en potencia»[26].
Así pues, sin aceptar aquella concepción que hemos discutido, defendemos la utilización, y la validez de filmes de ficción y de documentales (y de la literatura, y de los testimonios orales y de los restos materiales), como herramientas de investigación y como instrumento didáctico de la Historia. El problema radica, no obstante, en qué esperamos, qué pretendemos, con su utilización.
En esta línea, creemos que la articulación de las relaciones entre cine, por un lado, e Historia por otro debe plantearse sobre la base de la idea de una complementariedad no invasiva de los contornos que contribuyen a definir cada una de estas producciones culturales. Desde esta perspectiva, pensamos que los historiadores deberíamos concebir y por tanto aprovechar el cine como parte de nuestra reflexión histórica, entendiéndolo como una forma de conocimiento y de práctica social productora de identidades y de representaciones en conflicto que a su vez contiene su propia lógica, en la que el guión cinematográfico posee innumerables licencias que le están vedadas al historiador. Utilizar el cine en Historia no quiere decir convertirlo en Historia. Se trata de algo tan sencillo y al tiempo tan complicado para el historiador como asumir el cine simplemente como lo que es —ficción—, sin violentarlo mediante su atracción a nuestros dominios; sólo así aportarán riqueza a nuestro análisis.
Coincidimos, en este punto, con Pilar Amador, cuando con referencia al cine señala que «la información que nos aporta la lectura de un texto fílmico concreto exige [...] el conocimiento de los códigos apropiados que permitan al investigador relacionar la información que se obtenga con objetos o sucesos pasados»[27]. Las imágenes ofrecen, lógicamente, lecturas diferentes de acuerdo con el referente cultural desde el que se contemplan.
Así pues, recapitulando, diremos que no nos dejamos engullir por el relativismo extremo que ha ganado adeptos en los últimos años. Realidad y ficción son dos cosas distintas, dos planos diferenciados que no deben confundir al historiador ni al espectador de cine. Y no deben confundirlo porque el profesional de la historia realiza con su trabajo una práctica interpretativa que asume la adhesión y la crítica a los procedimientos de verificación y documentación establecidos por el quehacer que caracteriza y define a la gente de nuestro oficio. Por contra, el cineasta crea, hace ficción, aún cuando el referente espacio-temporal de su obra pueda ser evidentemente histórico.
A partir de aquí, quizá convenga retomar la consigna de Annales, y volver a recordar que los historiadores debemos «mezclarnos con la vida», y la vida, qué duda cabe, también está en el cine.
Pero nuestra propuesta es algo más que un simple volver al pasado de los grandes maestros de la Historia. Evidentemente, hay un problema de lenguaje que los historiadores, advertidos por filósofos y filólogos, hemos abordado quizá un poco tarde. La utilización del lenguaje como materia prima básica marca un territorio compartido de encuentro entre, cuanto menos, los literatos o los historiadores. Ambos usamos el lenguaje para expresar más de lo que las palabras solas significan[28], una cualidad interpretativa que, nosotros, historiadores, no vamos a negar. Además, como nos han advertido Burdiel y Romeo, se ha flexibilizado la dicotomía entre experiencias materiales y experiencias simbólicas o culturales, una creencia que compartimos desde la convicción de que la parcela de trabajo del historiador es tan amplia que exige una multiplicidad de puntos de observación, multiplicidad que no hará sino mejorar la capacidad de comprensión profunda y global