cría de animales, la trashumancia (la transferencia entre los pastos de invierno y los de verano) puede complicarse y suponer pérdidas; y puede que retenga al compañero de Rhea lejos de la cabaña durante semanas seguidas. La vida está siempre amenazada, pero no sienta bien regodearse en esos pensamientos.
Cuando Rhea vuelva a mirar a su alrededor, puede que se detenga en el espacio mismo, en la arquitectura, en la cabaña. Este tipo de morada, que ofrece espacio únicamente para una familia nuclear bastante pequeña y sus posesiones, no solo es una alternativa pragmática a la vida en una casa comunal, en una estructura tipo tienda de campaña o en una cueva (un modo de vida muy extendido allí donde la roca volcánica, que se trabaja con facilidad, hace posible ese tipo de morada, o más bien esa negación de su forma arquitectónica). Las muchas descripciones de las que hablaré a continuación apuntan a que la cabaña también tiene un potente sentido emocional para Rhea, representando tanto el refugio más sólido de su incierta vida como, al mismo tiempo, un milagro tecnológico que ha convertido el ensamblaje sistemático de componentes frágiles en un conjunto estable, aunque aún precario.
¿A quién debería Rhea agradecerle todo esto? Es posible que no entendiera la pregunta. Ella ha visto cómo se ha construido la cabaña, cómo se ha reparado una y otra vez; sabe qué tareas deben hacer en el campo, ella y el resto, es consciente de las dificultades que implica tejer, hacer cerámica y cocinar, transformar lo incomible e inservible en comestible y útil. Pero también podría decirnos que hay vecinos que piensan que el éxito no depende únicamente de sus propios esfuerzos, que hay otros seres, que tienen nombres pero que no pueden ser vistos, cuya ayuda o, al menos, cuya buena voluntad, es importante o incluso vital. Muchos de estos vecinos incluso se toman la molestia de separar una parte de su cosecha, de la misma forma que hacen con las semillas, para estos ayudantes y auxiliares invisibles, y llevan esos regalos a lugares especiales donde aunque no se pueda aún ver a esos «otros» (o eso dicen la mayoría de quienes se ocupan de esas cosas) al menos pueden ser contactados y apelados: en las cuevas o en los manantiales hediondos en los márgenes del asentamiento. Las palabras de Rhea no nos dicen demasiado acerca de lo que ella piensa de todo esto; pero podemos imaginar que, si los tiempos llegaran a ser verdaderamente duros, es posible que decidiera preguntar a quienes tienen más experiencia por los nombres y por las acciones que debe efectuar.
La religión en la primera Edad del Hierro: reflexiones metodológicas
La historia de Rhea nos da acceso a una época en la que las fuentes están muy escasamente distribuidas, esparcidas y, sobre todo, no están recopiladas en relatos escritos contemporáneos. Mi relato ha sido, por supuesto, una ficción. Es mi interpretación de las evidencias arqueológicas, mi intento de desarrollar un modelo para una religión que encarne la acción según las circunstancias, que sea optativa por naturaleza y, por encima de todo –y este es el factor principal que la hace tan aprehensible–, represente una forma particular e intensa de comunicación. La historia nos presenta el «asombro» de Rhea y, sin duda, las prácticas religiosas tienen la capacidad de suscitar asombro. Nuestra primera tarea, sin embargo, es descubrir estas prácticas religiosas.
La situación en la última parte de la Edad del Bronce, aproximadamente en los siglos XII y XI a.C. en el Mediterráneo occidental, difiere muy poco del escenario que podríamos reconstruir para la Grecia posmicénica: ambas son culturas sin imágenes de dioses, sin templos ni sacerdocio. En ausencia de la escritura y de los relatos contemporáneos procedentes de las culturas alfabetizadas de Oriente, cualquier reconstrucción depende por completo de las fuentes arqueológicas. Las pruebas que estas aportan son, no obstante, bastante limitadas. Podemos percibir una actividad religiosa intensificada o más institucionalizada en prácticas que difieren del comer habitual, en depósitos que difieren de la manera habitual de depositar los restos y en las señales de que había lugares a los que se les daba un uso que no encaja con los patrones del asentamiento cotidiano. Pero, ¿qué hay en esos rasgos que los haga religiosos? ¿Qué podemos defender que sea seriamente comparable con algo de lo que hoy, bajo el ropaje de la religión, constituye un elemento tan importante y dramático de nuestra experiencia vital, ya sea en las Américas, en la India o en Europa? La visión clásica apenas reconoce nada de esto como incuestionablemente «religioso», excepto los depósitos, que podrían interpretarse como «sacrificios». Y dichos depósitos, tanto debido a los límites de la tecnología arqueológica como debido al hecho de que buena parte de lo que nos podría ayudar es perecedero, se limitan a una estrecha serie de ofrendas[2]. Es complicado identificar las ofrendas animales como «religiosas», a no ser que los huesos se hayan encontrado en un contexto que ya haya sido interpretado como tal según la forma de sus restos arquitectónicos[3]. Es igualmente difícil reconocer las ofrendas enterradas o los depósitos votivos si su localización no se ha identificado previamente como un lugar ritual. Los depósitos en cuevas y manantiales, a lo largo de cursos de agua o en masas de agua estancada, dominan por lo tanto las pruebas arqueológicas hasta la primera Edad de Hierro, hasta el siglo X (y muy entrado el IX) a.C.
Lo que encontramos en estos contextos son los mismos objetos que hemos visto en la historia de Rhea. Predominan los artículos de la vida cotidiana, algunos de ellos en forma miniaturizada. Solo ocasionalmente encontramos acumulaciones de objetos de prestigio, como las armas. Esta circunstancia frustra los intentos (y ha habido muchos) de identificar a los interlocutores divinos mediante las cualidades específicas de los objetos o de los lugares: las ruecas no señalan a los dioses del tejer, ni tampoco las cerámicas a los dioses de la alfarería. No se trata de que las pruebas sean inadecuadas, sino de que la pregunta que se ha planteado es falsa. El discurso arqueológico nos ha enseñado a ver los objetos de manera diferente, especialmente en el contexto de la historia de la religión[4]. Los leemos como instrumentos de un ritual, pero también como objetos que suscitan experiencias, como la del asombro, por encontrarse con una forma no familiar; o como desafíos para la acción, como en el caso de una jarra que «quiere» que se le llene con un líquido. Las personas se encariñan con los objetos, les asocian recuerdos y sentimientos; su producción y mantenimiento exigen esfuerzos, hay procesos de intercambio implicados, incluso tal vez requisitos para la movilidad; las biografías de los humanos y de los objetos se enredan. Bajo la perspectiva de la religión, podemos ver cómo se adscriben distintas actividades, potencias y personalidades a los objetos. Si bajo circunstancias normales percibimos los objetos como especiales únicamente en virtud de sus formas o materiales extraordinarios, es decir como un reflejo de los excepcionales medios financieros y tal vez de los contactos culturales de su donante, debemos no obstante suponer que la individuación[5], o la subjetivación de lo individual, ocurre siempre en contextos específicos, según el grado de sensibilidad adquirido por un determinado individuo a la hora de relacionarse con los objetos[6]. De esta manera, también seremos capaces de reconstruir la antigua religión en tanto «religión vivida»[7].
2. LA TRANSICIÓN DE LA EDAD DEL BRONCE A LA EDAD DEL HIERRO EN LA REGIÓN MEDITERRÁNEA
El espacio
Italia, Sicilia y Malta, junto con Túnez, forman una cadena central que atraviesa el Mediterráneo y que, en algunas épocas, fue más un puente que una línea divisoria[8]. Ese puente se extiende muy al norte: el arco de los Alpes se podía atravesar de múltiples maneras, canalizando, más que impidiendo, el intercambio cultural y económico. Esta cadena no es única, por supuesto: el Adriático es una estrecha masa de agua y poco podía hacer para impedir los contactos, a menudo permanentes, en el segundo y tercer milenios a.C.[9], mientras que, al mismo tiempo, la costa oriental de Italia era inhóspita para la navegación y ofrecía pocos puertos[10]. Al principio del segundo milenio a.C., las principales rutas marítimas que partían