de los estrechos hasta las islas del Eolo, hasta Sicilia y, desde allí, hasta Cerdeña o Malta. Desde ese punto, el transporte era indirecto y las mercancías se llevaban mediante la navegación costera. El grado de facilidad de acceso a las regiones influía en el grado de su integración cultural dentro de la región mediterránea en su conjunto. Las grandes islas de Sicilia y Cerdeña[11] presentan un cuadro muy diferente del resto de la costa occidental italiana, de la que solamente algunos puntos son fácilmente navegables (el golfo de Nápoles y después, más al norte, la región central del Lazio y la Toscana).
Las rutas y destinos podían cambiar si lo permitían los vientos y las corrientes. La implicación de Malta y las islas eólicas en el flujo del tráfico a través del Mediterráneo claramente había declinado en la última parte de la Edad del Bronce, a finales del segundo milenio a.C., mientras que el acceso al norte del Adriático y también al estuario del Po era más sencillo[12]. Después de que los minoicos abandonaran el lugar cuando ese milenio llegaba a su fin, los mercaderes y artesanos chipriotas, fenicios y (especialmente a partir del siglo VIII) griegos las adoptaron y se extendieron hasta el sur de España y el valle del Guadalquivir (Tartessos)[13] y, por supuesto, hasta la costa tunecina (¡Cartago!) y su interior. Hacia finales del segundo milenio a.C. y en épocas posteriores, el tráfico, tanto cultural como material, a lo largo de esas rutas parecía descompensado, en general fluyendo más intensamente en una dirección este-oeste que desde el oeste hasta el este. La medida del intercambio cultural en cada localidad concreta dependía mucho del grado en el que las mercancías extranjeras fueran aceptadas por los grupos locales y del nivel de iniciativa mostrado por estos grupos, especialmente por sus elites. Con la excepción de las relaciones dentro del ámbito de la Magna Grecia, el grado de conectividad entre el Levante y Grecia no tenía parangón[14].
Las rutas aquí esbozadas eran importantes atendiendo a las distancias más bien cortas que implicaban en el caso de Italia: una situación muy semejante a la de Grecia y la costa de Asia Menor. Estas rutas producían una multitud de acontecimientos dispares; especialmente trascendentales fueron los cambios que acarrearon en las pocas grandes esferas culturales y políticas. Dentro del ámbito italiano, además de Sicilia y Cerdeña, hay que destacar la llanura del Po y la región etrusca del centro de Italia; y, en la península Ibérica, el sector más al sur (lo que más tarde sería Bética). El sur de Francia estaba implicado solo de manera indirecta, mediante los contactos regionales a lo largo de la línea costera, pero sí jugó un papel muy importante en los intercambios con las regiones más lejanas de la Europa del noroeste. En torno al año 1200 a.C.[15] se puede detectar una fase de extrema fragmentación regional, donde no hubo grandes formaciones políticas ni monumentos correspondientes. Las culturas megalíticas, con sus enormes círculos y estructuras de piedra, habían desaparecido, al igual que los grupos sociales asociados con ellas. Esto se puede demostrar en el caso de Malta, en el sur, y de las islas británicas en el norte[16]. La persistencia de un santuario megalítico (ilustración 1) como Tas-Silġ en Malta es algo excepcional. Al mismo tiempo, la dedicatoria que luce, una importación ligeramente más antigua procedente de Mesopotamia, una dorada luna creciente con una inscripción cuneiforme, muestra que no puede subestimarse fácilmente la influencia extrarregional en las localidades concretas.
1. Mnajdra (Malta). Complejo de templo neolítico de finales del cuarto milenio a.C. akg-images/Rainer Hackenberg.
Modelos de desarrollo y resultados
Debido a las estructuras sociales regionales y a los niveles de interacción, todos ellos factores muy variables, la transición de la Edad de Bronce a la Edad del Hierro fue también muy variable, tanto en términos de cronología como de intensidad. Quiero centrarme especialmente en dos procesos –la diferenciación social y la urbanización– que han dejado sus huellas en los registros arqueológicos. Una amplia gama de factores determinaba si un enclave particular adquiría el carácter de una ciudad. Puede que los aumentos de población en la región mediterránea hayan sustentado este proceso, y esta expansión demográfica puede a su vez haber sido favorecida por el final de un periodo muy seco en torno al cambio de milenio[17]. En cada periodo, los grandes cambios climáticos tienen unas consecuencias de largo alcance; y las consecuencias enormemente diversas del calentamiento global que hoy observamos bastan para agudizar nuestra conciencia de los problemas que suscita tomar las capas de sedimento de un lago aquí o los anillos de crecimiento de un bosque allá como base para hacer afirmaciones acerca de otras localidades en una zona físicamente tan variada como es la región mediterránea.
Las diferencias, no obstante, no se producen únicamente por la interpretación de los datos climáticos. Junto con las evidencias locales, las tradiciones investigadoras en los campos de estudio concretos también juegan un papel importante en la reconstrucción de los desarrollos sociales y culturales. En el caso de Grecia, la formación de las jerarquías sociales y la fundación de las ciudades se estudian contra el telón de fondo de las épicas de Homero y del concepto de la polis autónoma, que nos es familiar por los textos antiguos sobre teoría política. En Italia, por otro lado, se adscribe un papel central al modelo romano de formación de las ciudades y a la monarquía, que implicaba a una aristocracia organizada en torno a grandes familias y una oposición permanente entre los patricios (gentes) y los plebeyos (clientes, clase media)[18]. Estos tropos de la investigación académica han tenido un impacto que afecta a los detalles de la interpretación arqueológica.
De la misma manera, las prácticas religiosas, y en especial las prácticas funerarias, se leen normalmente como un reflejo o expresión de la diferenciación social. Alternativamente, se pueden entender como respuestas a los dictados de las concepciones y las creencias religiosas, siempre teniendo en cuenta la posición social que ese actor en particular hubiera alcanzado. Habitualmente la religión no se percibe como una dimensión autónoma o, en algunas circunstancias, ni siquiera como un motor de la diferenciación social. Las historias modernas se concentran, como regla general, en los desafíos tecnológicos y en las relaciones de propiedad, junto con las relaciones de dependencia a largo plazo que estas pueden engendrar[19].
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que los cambios de organización social en este periodo eran más rápidos que los avances tecnológicos y que, a menudo, no duraban mucho. Hasta el punto que las pruebas arqueológicas nos permiten juzgar, los ritos y la manipulación del espacio y del tiempo (más difícil aún de percibir) relacionados con la religión deben haber estado entre los medios más eficaces para comunicar un mensaje duradero y para garantizar la persistencia de una disposición social. Lo que era crucial no era que un príncipe recibiera una tumba principesca, sino que la persona que construía la tumba «principesca» fuera visto como el hijo de un príncipe por sus contemporáneos (y por nosotros). Esta perspectiva nos ofrece una idea de «religión vivida». Es significativo que dichas tumbas precedieran a las casas palaciegas en varias generaciones[20].
Aunque este primer capítulo se ocupa principalmente de Italia y, en especial, de los desarrollos en la región central de Italia, a modo de comparación voy a prestar brevemente atención a los desarrollos del mundo griego. El ejemplo de las «tumbas principescas» nos ha hecho conjeturar una vez más que, en estos contextos, la comunicación religiosa proporcionaba al actor nuevas competencias y opciones que podían después encontrar una expresión en su posición social y quizás también en su poder. En el caso de Grecia, se puede confirmar mediante el hecho de que se fabricaran objetos de