relevancia a ambos[40]. La miniaturización, es decir la producción de objetos específicamente para su depósito, crea esa relevancia en el momento mismo de la producción, anticipando su uso posterior.
Más cerca de Roma, pero también en el Lazio, está Gabii, donde una colección de cabañas señala un asentamiento que se remonta como muy tarde al siglo IX a.C. Este yacimiento es también un ejemplo de un fenómeno generalizado que vio cómo los lugares de culto se mudaban desde los bordes exteriores de una zona agrícola a lugares más cercanos a los asentamientos domésticos. A partir de finales del siglo VIII, una localización aquí adquirió un significado especial en tanto lugar en el que se depositaban regularmente objetos[41]. No se erigiría ningún templo en ese lugar, sin embargo, hasta la primera mitad del siglo VI. Una vez más, los habitantes de Gabii empleaban las miniaturas para comunicarse con sus contrapartidas (espirituales); incluso se han encontrado hogazas de pan en miniatura[42]. El pequeño tamaño puede indicar que nunca se pretendió que los objetos se usaran antes de ser depositados en la fosa; o, por lo menos, que los actores renunciaban a cualquier idea de seguir teniéndolos a la vista, lo que era claramente el caso en Laghetto del Monsignore. Las pruebas arqueológicas no son siempre claras a este respecto. En muchos casos, sin duda, los objetos se exhibían, primero al aire libre y más tarde en estructuras de templo, para después apartarse y enterrarse muy separados entre sí. Las miniaturizaciones, en cualquier caso, se encuentran a partir del Neolítico en adelante, y su empleo era generalizado en la Edad del Bronce tardía y en la Edad de Hierro Temprana.
¿Qué aspectos de la vida en la primera Edad de Hierro condujeron a emplear objetos específicamente domésticos como medio de comunicación entre los actores humanos y sus contrapartidas no del todo tangibles, una comunicación que a menudo tenía lugar en espacios naturales no habituales, como las cuevas o, en la Edad de Bronce, en «agua contaminada» procedente de contextos volcánicos[43], y después, cada vez más, en lugares especiales cercanos a los asentamientos? Estos objetos, como ya se ha mencionado, probablemente encarnaban asociaciones con la manufactura y con los riesgos de fallos materiales en el proceso de manufactura, en el horneado o el tejido, y eran así objetos proclives a la destrucción, a la rotura o a la pérdida. ¿Cómo contribuían estos factores al uso de dichos objetos como medios de comunicación con seres que no eran del todo accesibles por los medios habituales? ¿Qué violación de la experiencia cotidiana, qué «transcendencias» en grados variables[44] se abordaban aquí, se rememoraban y, al mismo tiempo, se hacían accesibles, no solamente a los dioses, sino también a la arqueología? ¿O serían intentos directos de intervenir en dichos acontecimientos? ¿Hasta qué punto había una conexión entre estos ritos y las transcendencias extremas que se podían encontrar dentro de los límites de una vida humana concreta, por ejemplo, la hambruna, el accidente, la enfermedad o la mortalidad infantil? Estas cuestiones no admiten respuestas para este periodo. Tienen que pasar siglos para que sea discernible un cambio fundamental en la forma de comunicación. La generalización intensiva de los cultos de sanación, que se manifiesta en el depósito de réplicas de partes corporales[45] surge únicamente en la última parte del siglo V a.C., cuando se puede leer como la expresión de una nueva relación con el cuerpo y de un nuevo concepto del yo[46].
La extensión de la actividad comunicativa a destinatarios y actores que no son indiscutiblemente plausibles en los términos cotidianos, pero a los que, no obstante, se les solicita, mediante una forma de comunicación que señala un elevado grado de relevancia, es característica de la religión de este periodo y de esta zona geográfica. La relevancia se señala por el despliegue de objetos con los que los actores religiosos están íntimamente asociados, ya sea mediante su empleo dentro del hogar y la contribución a la perpetuación de la familia[47], ya sea por la dificultad y alto grado de riesgo que implica su manufactura. Hay que mencionar aquí los pocos casos de sacrificio animal en Italia durante la Edad de Bronce media y tardía, que no acompañaban a los entierros; estos incluían típicamente a perros con una íntima relación con el hogar, o a animales cuya caza implicaba un riesgo o, al menos, un grado de esfuerzo poco habitual[48].
Pero la comunicación religiosa no se limita a la conversación confidencial entre los iniciadores humanos y sus contrapartidas más problemáticamente tangibles. La expansión de las opciones activas creada por la atribución de iniciativas y de influencias sobre situaciones concretas a actores no humanos, cuya implicación no tiene por qué ser enteramente, o ni siquiera en absoluto, aceptada por todos los actores humanos, da lugar a una forma de acción religiosa que también modifica las relaciones entre humanos, ya sea aumentando el poder y la capacidad creativa del actor, porque está respaldado por estos actores no humanos y se considera su instrumento, o ya sea consignándolo a la pasividad. Somos conscientes de un quietismo así en la historia religiosa más reciente[49], pero no ha dejado huellas arqueológicas discernibles. Así, aunque no podemos excluir la posibilidad de que ese fenómeno existiera también en la Antigüedad, no podemos demostrar que así fuera.
En ambos casos, la acción religiosa puede ser también una acción estratégica. Los actores religiosos interpretan un papel doble en esta situación, definiendo una identidad religiosa y, al mismo tiempo, entablando una doble batalla: por el prestigio social y por el máximo grado de atención por parte de sus contrapartidas divinas. Ambas batallas pueden asumir una forma completamente paradójica: una renuncia explícita por parte del actor de su poder personal al deshacerse de cosas que desea, o un consumo conspicuo, que implica un gasto considerable de recursos materiales.
La ecuación de la distinción ritual y la diferenciación social es uno de los conceptos claves que subyacen a la interpretación de las primeras prácticas rituales, especialmente de las que podemos distinguir durante la transición entre la Edad de Bronce y la Edad de Hierro, que son, de hecho, considerados periodos de diferenciación étnica y social[50]. El cuadro social que subyace es uno en el que la propiedad, los contactos externos y sociales, y las prácticas estéticas y religiosas van de la mano del poder, el estatus y el prestigio, conduciendo a una jerarquía unificada. Esta hipótesis fundamental es problemática. La perspectiva alternativa es la de una heterarquía, en la que las posiciones de los individuos pueden variar sobre las diferentes escalas, de forma que el tener preferencia en cualquier circunstancia particular sería algo sujeto a una negociación. Esto abre nuevas perspectivas, y, en mi opinión, fructíferas, sobre las evidencias que tenemos procedentes de la Antigüedad[51]. No obstante, me gustaría hacer hincapié en que el grado en el que los actos rituales de comunicación religiosa eran visibles, a largo plazo o incluso a corto plazo, era a menudo escaso. Por regla general, sabemos poco acerca del público. La ausencia de una correlación geográfica entre los lugares de actividad religiosa y los asentamientos específicos en la primera Edad del Hierro y en la época inmediatamente anterior, no nos permite suponer actividades comunitarias que confirmen la realidad de la actividad testimonial. Deberíamos, por lo tanto, tener cautela a la hora de afirmar las actividades colectivas. Estas son solamente discernibles en ocasiones, como, por ejemplo, en algunos casos de sacrificio animal relacionados con funerales colectivos[52]. Esto tiene sus implicaciones. Las «tradiciones» se desarrollan con dificultad si no suele haber mucha gente presente. Así, mientras que, por una parte, la práctica del depósito nos muestra que las personas usaban este método para entablar comunicación con sus contrapartidas invisibles, por otro lado, debido a la escasez de pruebas, nuestra capacidad de interpretar