Qué bueno que te llamé.
Me telefoneaba demasiado, pero no discutí. Repasamos su idea de llevarse comida en un Tupper y consumirla cuando los demás pasajeros terminaran de comer. Debía evitar el momento de impudicia en que todos se bajaban el cubrebocas y mezclaban sus alientos. Aunque sabía que mi madre no podría resistir a una comida caliente en el avión, hice como que le creí y le deseé suerte en su arriesgada empresa.
Me enteré más tarde que su elaborada estrategia para cruzar las fronteras no sirvió. Había tanto caos, tantas reglas cambiantes que ni siquiera las autoridades lograban comprenderlas. En Canadá le exigieron un papel del que no había oído hablar. Se escabulló en cuanto los agentes que detenían a los pasajeros se veían casi arrollados por la masa que escapaba de un avión donde no cabía ni un alfiler. En Francia ignoraron su costosa prueba pcr y le hicieron in situ una prueba rápida de Covid-19 antes de dejarla pasar en calidad de ciudadana libre pues aún no empezaban los confinamientos obligatorios en hoteles. Desde Francia, mi madre contaba con tomar un tren para Bélgica como una francesa cualquiera. Tiró por el escusado sus boletos de avión hechos pedacitos, pero se encontró con la desagradable sorpresa de que el software de registro del tren ya tenía sus datos gracias a Google y arrojaba su itinerario desde México pasando por Canadá. Afortunadamente, a los belgas, ese día y a esa hora, no les importó. Lo que más le dolió fue el rechazo de sus conocidos en Europa, quienes condenaron unánimemente su llegada y se negaron a verla, tachándola de irresponsable. Estaban furiosos de que trajera cepas mexicanas del virus al viejo continente. “¡Está renaciendo el fascismo!”, me escribió al Whatsapp con el corazón herido por el rechazo. Tenía miedo de que la señalaran en sus redes sociales y que llegara el chisme hasta la universidad donde laboraba.
Había rasgos de totalitarismo en todas partes. Quienes obedecían al pie de la letra las indicaciones del gobierno se creían moralmente superiores y llamaban a la policía si veían que alguien saltaba las rejas de un parque cerrado por pandemia o si escuchaban alguna música de fiesta en las cercanías.
Verme con Sandra me alivió del estrés de las últimas semanas del año. Junto a su cuerpo grande de más de un metro ochenta me sentía protegida. Nos dijimos hola sin tocarnos y nos adentramos en el bosque frío. No se quitó el cubrebocas de estampado de jirafas ni yo me quité el mío porque resguardaba mi calor. Después de un rato de avanzar entre los árboles, maravilladas con la libertad de movernos al aire libre, Sandra propuso que saliéramos del camino. Trepamos una gran piedra recubierta de líquenes para fumarnos un toque. La novedad fue que sacó dos churros de su cajita de metal, uno para mí y uno para ella. Me aclaró que se había lavado las manos antes de forjarlos. Le hice notar que debió traer dos encendedores. No se dejó vencer por este error de planeación y colocó una botellita de gel antibacterial entre las dos, para sanitizarnos después de compartir el fuego.
Fumamos sentadas en nuestra piedra y luego nos pusimos a platicar. Nuestro aliento se condensaba a unos centímetros de nuestra cara; me sorprendía su materialidad blanca cargada de virus y bacterias. Hablamos de la salud de nuestros padres y de nuestros amigos, la situación en los hospitales, los negocios en quiebra como el de Sandra y el de miles de ciudadanos más, la violencia a la alza, los tiempos de vacas flacas.
Al filo de la conversación fue saliendo a la luz que Sandra había visto a muchas más personas de las que pretendía al teléfono. Para cada contacto humano, se sentía obligada a dar explicaciones. Había recibido a clientes en su cafetería con la cortina metálica cerrada.
—Es que si no, quiebro —argumentó.
—Ya no pierdas tiempo en justificarte, neta. Hacemos lo que podemos.
Yo ya le había confesado mi más reciente viaje con otras dos parejas. Rentamos una cabaña relativamente aislada, pero todo el tiempo cometíamos errores sanitarios. En una ida por víveres, por ejemplo, me adentré sin pensarlo en un bazar turístico abarrotado. Entre empujones me probé aretes y negocié precios, pagué, recibí cambio, pisé a alguien. Me acordé demasiado tarde de que estaba rompiendo las reglas del viaje y me sentí tan irresponsable que no se lo conté a ninguno de los que me esperaban en la cabaña. Supongo que ellos tampoco me relataban las imprudencias que cometían sin querer.
Reencendí mi toque y se lo pasé a Sandra sin recordar que no debía hacerlo. Ella tampoco recordó que no debía tomarlo y puso sus labios donde habían estado los míos y aspiró.
—No hacemos lo suficiente —dijo expulsando el humo con calma— Mira en Japón y Corea, ahí la gente obedece y no hay tantos muertos.
—GÜey, ¡en Japón la gente no se tocaba desde antes de la pandemia! No quieres vivir ahí.
Guardamos silencio, respirando hondo, mirando el vaho que seguía formando nuestro aliento caliente al mezclarse con el aire frío del bosque.
Cuando caminábamos de regreso hacia los coches, le pregunté si le contaría a su novio que nos habíamos visto.
—No sé. Está muy nervioso con su trabajo en la farmacéutica. Y con la muerte de su primo que no consiguió respirador.
—¡Pero no hemos hecho nada malo! —argumenté. Ambas salimos de nuestra casa por una puerta que da directo a la calle, nos metimos a un coche privado y ahora estamos al aire libre.
Ante los tribunales de la opinión pública ahora me la pasaba mentando mi vehículo “privado” que me conducía sin contactos de un lugar a otro. Antes de la pandemia, prefería ni mencionarlo. Pero aún así, no servía de gran cosa presumir mi coche, pues una persona que se ha quedado herméticamente encerrada en su casa jamás perdonará un encierro más laxo que el suyo. Ni quienes tuvieron que salir a trabajar perdonarán a quienes salieron por razones menos apremiantes. En general, era mejor no contar nada.
—Ya sé —concedió Sandra—. Pero no se puede razonar con Gerardo. Se enoja si las privilegiadas como nosotras salimos de casa.
—Pues entonces no se lo digas.
—¿Y tú le dirás a Arturo? —me preguntó a su vez.
—Creo que no, porque tenemos cena de Navidad con su madre. Debemos cuidarnos más que de costumbre.
—¿Cena Covid-19?
—Ajá. Pero es secreto, ¿eh?
Cerca de la salida, pasamos frente a los cobertizos donde servían las famosas quesadillas del Ajusco. Daban servicio a pesar del semáforo. Nos miramos: la mariguana nos había dado sed y reconocí, por fin, el brillito delincuente de siempre en los ojos de Sandra.
—¿Una chelita? —me arriesgué a preguntar.
—Pues ya qué—aceptó.
Escogimos una mesa esquinada. Cuando pedimos nuestras micheladas nos informaron que a causa de la ley seca únicamente podían servir “manzanita”, o sea: la cerveza sola en vaso.
—Ok. Dos manzanitas, por favor —dije en cuanto comprendí el subterfugio.
Mientras esperábamos nuestras cervezas disfrazadas de refresco de manzana le conté a Sandra que el changarro había cambiado de dueño recientemente porque habían asesinado al propietario anterior en la puerta de su casa. Vivía en una de las colonias que bordean la carretera que sube al Ajusco.
—¿Cuánto miedo le pueden tener al virus los que arriesgan la vida todos los días sólo por salir a la calle? —preguntó Sandra filosóficamente.
Chocamos nuestros vasos. Por la cantidad y calidad de la espuma era imposible que estas bebidas engañaran a nadie, y menos a algún policía. Su disfraz se parecía al nuestro, mujeres ordinarias que a veces hacían trampa, como todos, pero actuaban de ciudadanas responsables.
Es importante decir, queridos lectores, que les he mentido a lo largo de este texto. No mucho, pero sí lo suficiente como para deslindar responsabilidades. Mi madre, que mencioné aquí, no es mi madre. Yvette trabaja en una peluquería. Tampoco tengo una amiga Sandra: su modelo en la vida real mide un metro cincuenta. Ni siquiera fumo mariguana porque desde hace años me da paranoia.