lejos de una historia heroica o trágica, ideológica o militante, alentada por urgencias del presente, pero corrió parejo –y se alimentó– de la explosión de la reivindicación cívica que en los últimos años logró avanzar en el camino –necesario e inacabado–de reconocer y dignificar a los perseguidos de la guerra y del franquismo.
Aquel programa de investigación, que Ana contribuyó decisivamente a diseñar y desarrollar, trataba en primer lugar de avanzar en el conocimiento más allá de 1936, un limes historiográfico que parecía difícil de vadear. Creímos encontrar la forma de hacerlo. Historiar el tiempo de la guerra y las décadas de los cuarenta y los cincuenta se volvía imprescindible para comprobar qué había acontecido con una sociedad civil plural y políticamente compleja, construida antes de esa fecha en el mundo rural gallego y que había sido profusa y profundamente estudiada (con trabajos, entre otros, de M. Cabo, A. Domínguez, A. Bernárdez) en el marco de un programa previo de investigación que completó el conocimiento del vigoroso primer tercio del siglo XX. Qué recursos, cultura social, hábitos, comportamientos, mecanismos de participación y organización del mundo rural construido en aquel proceso histórico sobrevivieron después de 1936 era una pregunta sin respuesta todavía a finales del siglo pasado (a sesenta años de la Guerra Civil). Mejor dicho, era una pregunta innecesaria porque todos conocían la respuesta y sufrían las consecuencias, porque la memoria del tiempo del franquismo era poderosa y doliente.
El libro que el lector está abriendo contribuye a caracterizar históricamente el franquismo en Galicia y el Estado español, de forma más acabada y menos mixtificada. Explica cómo, a diferencia de otros regímenes de matriz fascista de los años treinta, no procuró y no fue capaz de construir una auténtica comunidad nacional. Sus orígenes en el golpe de Estado y la Guerra Civil que desencadenó lo diferencian de otros regímenes nacidos en el periodo de entreguerras, porque su legitimidad –de haberla– no derivó de un proceso político sino de la victoria militar en una guerra civil. No procuró tanto integrar y construir como subsistir, sobre todo después de la derrota en 1945 de los regímenes de su color y de su tiempo. Y cuando lo procuró, no lo logró y además lo supo. La represión estuvo siempre acompañada de resistencias y la acción de reacción. Una represión dotada de un amplio repertorio de instrumentos, incluida la construcción y el manejo de una memoria basada en la guerra y la victoria que acompañó eficazmente a los instrumentos policiales y judiciales convencionales. Sus políticas agrarias, energéticas o industriales, marcadas por el intervencionismo y la autarquía y aplicadas desde el principio con lógicas tecnocráticas, compartían raíz fascista. Y la reacción a su aplicación generó mecanismos de resistencia que aquí son analizados, adentrándose en la caja negra del pasado social, con madurez historiográfica y generacional.
Mencioné algunas de las preguntas que se hace la autora pero, en este ya largo prólogo, intenté eludir las respuestas. Los lectores las encontrarán en estas páginas, podrán comprobar de dónde procede la información y cómo fue lograda, así como evaluar el tratamiento que de ella se hace, y juzgar las interpretaciones a que da lugar. Aprovechen su lectura.
LOURENZO FERNÁNDEZ PRIETO
Departamento de Historia Contemporánea e de América
Santiago de Compostela, 16 de octubre del 2011
LA RESISTENCIA: DE ORGANIZACIÓN POLÍTICA A MOVIMIENTO CIVIL
MÁS ALLÁ DE LA ACCIÓN COLECTIVA: LA RESISTENCIA COTIDIANA
Analizar las formas de resistencia civil en la sociedad rural gallega durante el régimen franquista tiene la virtualidad de reclamar para la Historia un ámbito que ha permanecido en la esfera de la memoria colectiva y, de ese modo, opera como rompedor de un tópico asumido apriorísticamente.1 Se trata de una imagen que igualaba a los campesinos gallegos con sujetos sumisos ante las disposiciones impuestas por el franquismo. Esta visión, avalada por las premisas de la teoría de los movimientos sociales, parte de la constatación de que en los años que duró la dictadura, o cuando menos hasta la etapa final de esta, no se llevaron a cabo ciertas formas de acción colectiva y de movilización abierta que en otras épocas históricas sí tuvieron lugar en el campo gallego. Esta ausencia, sin embargo, no supone inexistencia de conflictividad, salvo si se parte del error de menospreciar los modos de contestación que se articularon a partir del aprovechamiento de recursos legales existentes y las acciones inequívocamente demostrativas de descontento que encuentran canales de expresión en las estrategias de la vida cotidiana.
El análisis histórico de los escenarios donde se generaban estas respuestas a las disposiciones políticas, en que la política se toca con la realidad y con las prácticas sociales, devuelve una imagen definida por la existencia de una conflictividad que rompía de forma habitual con la ansiada y pregonada «paz social» franquista. Trataremos de explicar estos conflictos, los procesos que los delimitan y las motivaciones de sus protagonistas, analizando ese espacio que existe bajo la movilización social rotunda, abierta y articulada. No se trata, como ya hemos señalado, de desmerecer la acción colectiva, sino simplemente de permitir la «inserción de lo periférico, de lo inarticulado» (Casanova, 2000: 249). En tal categoría se incluyen aquellos fenómenos conflictivos formulados a través de experiencias propias de la cotidianeidad a los que Rafael Cruz ha denominado formas de «resistencia elíptica» (Cruz, 1998: 144). Son actos que de manera aislada pueden no revestir interés histórico, pero esto cambia cuando es posible detectar un patrón de comportamiento.
En las últimas décadas el estudio de la «resistencia» ha sufrido un tumultuoso proceso de reinterpretación que ha afectado tanto a las categorías de análisis como a las conclusiones a las que la historiografía había llegado. Hasta no hace mucho, «resistencia» era una categoría precisa para las Ciencias Sociales. Tal categoría era concebida como uno de los dos componentes del dualismo dominación/resistencia, en que «dominación» remitía a una forma de poder relativamente fijada e institucionalizada y «resistencia» era, en esencia, la oposición organizada a dicho poder. El antagonismo existente en ese binomio se ha redefinido a partir del cuestionamiento que ambos términos de la disyuntiva, en su calidad de categorías conceptuales, han experimentado desde múltiples frentes, especialmente desde la Antropología Social y la Sociología.2
La evolución parte por tanto de una lectura crítica de la teoría de los movimientos sociales. Esta relectura ha tenido una participación decisiva en la caracterización del conflicto y en la formalización de la interpretación histórica más extendida de protesta. Dicha teoría opera con una definición muy restrictiva de acción colectiva (entendida como fenómeno concreto de movilización, una «sucesión de eventos de protesta» [Kriesi, 1992: 221]), y solo tiene en cuenta aquel conflicto que se manifiesta de manera colectiva y organizada y, a ser posible, con una vanguardia consciente, lo que acostumbra a desestimar las acciones protagonizadas por el campesinado. Las formas de protesta de estos sujetos entendidos como «prepolíticos» (maneras más individualizadas de conflicto, acciones que resultan menos vistosas, con escasa repercusión y, aparentemente, menos amenazantes para el poder impuesto) no suscitaron la fascinación de los analistas de los movimientos sociales. Estos dirigen sus esfuerzos teóricos y analíticos a estudiar los movimientos carismáticos para entenderlos como la única fuerza para el cambio social. Fijan su atención en actividades públicas desarrolladas a través de ciertas formas organizadas como sindicatos o partidos políticos, apelando a lo visible y a lo cuantificable (huelgas, número de participantes, etc.). Una propuesta que ha encontrado su correlato historiográfico en el afamado «primitivismo» definido por Eric Hobsbawm (1974 y 1976b), con el que este autor se refiriere a las sociedades no completamente industrializadas que no encuentran un lenguaje específico en el que expresar sus aspiraciones.
La Historia ha sido receptora de estos cambios y ha desarrollado simultáneamente una línea de renovación propia a partir del impulso que supuso el trabajo pionero de E. P. Thompson (1995). La concepción thompsoniana –seguida y desarrollada posteriormente por James C. Scott– amplía el punto de vista hacia aquellos hechos, otrora insignificantes,