te haga pequeño o intolerante, como afirman los militantes no creyentes; aunque también tenemos nuestra cuota de fanáticos y extremistas, pero no somos los únicos en esto. El auge de ciertas formas de ateísmo militante en este siglo está lejos de ser tranquilizador. No, la imposibilidad no radica en la misma fe cristiana, sino en el proyecto de la cristiandad: en el intento de unir la fe a una forma de cultura y a un modelo de sociedad. Hay algo noble en el intento; de hecho, se inspira en la misma lógica de la Encarnación que, tal y como mencioné antes, se esfuerza por entrelazarse cada vez más con la vida humana. Pero, como proyecto que ha de realizarse en la historia, está definitivamente condenado al fracaso e, incluso, amenaza con convertirse en todo lo contrario.
Esto es así porque la constitución de una sociedad humana en la historia implica inevitablemente coerción (al menos como sociedad política, pero también de otros modos), presión hacia la conformidad y algún tipo de confiscación de ideales superiores en pro de intereses estrechos, entre otras imperfecciones. Nunca puede darse una total fusión entre la fe y una sociedad particular, y el intento de lograrla es peligroso para la fe. Algo de esto se reconoció desde el comienzo del cristianismo al diferenciar Iglesia y Estado. Desde entonces, las diversas construcciones de la cristiandad se veían con desagrado, como los intentos posteriores a Constantino de acercar el cristianismo a otras formas predominantes de religión, donde lo sagrado estaba ligado y era apoyado por el orden político. Del proyecto de la cristiandad se puede decir mucho más que lo que esta sentencia desfavorable permite. Sin embargo, este proyecto corre el peligro de convertirse en una paródica negación de sí mismo.
Afirmar que la plenitud de la cultura de derechos no se podría haber logrado bajo el cristianismo no significa señalar una especial debilidad de la fe cristiana. De hecho, el intento de poner alguna filosofía secular en el lugar de la fe —como el jacobinismo o el marxismo— apenas ha conducido a mejores resultados (en algunos casos, ha llevado a resultados espectacularmente peores). Esta cultura de derechos pudo prosperar allí donde la envoltura de la cristiandad se rompió y ninguna filosofía singular ocupó su lugar, al tiempo que la esfera pública se convirtió en el lugar de competición de las visiones fundamentales.
Tampoco me parece que la moderna cultura de derechos esté perfectamente bien tal y como está. Al contrario, presenta muchos problemas. Volveré sobre esta idea más adelante. Pero, pese a todos sus inconvenientes, ha producido algo bastante notable: el intento de invocar al poder político en contra de un criterio de requisitos humanos fundamentales aplicados universalmente. Como ha declarado el actual papa [Juan Pablo II], es imposible que la conciencia cristiana no se agite ante esto.
Este ejemplo ilustra la tesis que estoy intentando argumentar. En algún momento, a lo largo de los últimos siglos, la fe cristiana fue atacada y, finalmente, destronada desde dentro del cristianismo. En algunos casos fue gradualmente destronada, sin ser frontalmente atacada (como en gran parte de los países protestantes); pero este desplazamiento también significó marginación, pues hizo de la fe algo irrelevante para grandes segmentos de la vida moderna. En otros casos, la confrontación fue amarga, incluso violenta, y al destronamiento lo siguió un largo y vigoroso ataque (por ejemplo, en Francia y en España, es decir, en gran parte de los países católicos). En cualquiera de estos casos, el proceso no resulta particularmente reconfortante para la fe cristiana. A pesar de ello, tenemos que aceptar que este proceso fue el que hizo posible lo que ahora reconocemos como un gran avance de la penetración práctica del Evangelio en la vida humana.
¿Adónde nos lleva todo esto? Bueno, es una experiencia humillante, pero también liberadora. El lado humillante nos lo recuerdan nuestros colegas seculares más agresivos: «es una suerte que el programa ya no está siendo ejecutado por los cristianos o regresaríamos a los tiempos de la Inquisición». El lado liberador llega cuando reconocemos la verdad que hay en esta afirmación (aun siendo una formulación exagerada) y cuando extraemos las conclusiones adecuadas. Solo alcanzamos este tipo de libertad, en gran parte fruto del Evangelio, cuando nadie (es decir, cuando ninguna perspectiva particular) ejecuta el programa. Debemos agradecer a Voltaire, entre otros, habernos mostrado (no necesariamente a sabiendas) esta realidad y habernos dado la oportunidad de vivir el Evangelio de un modo más puro, libres de ese continuo y sangrante forcejeo de conciencia que fue el pecado y la plaga de todos aquellos siglos «cristianos». El Evangelio estaba destinado a destacarse sin armas. Ahora, hemos podido acercarnos a este ideal —con un poco de ayuda por parte de nuestros enemigos—.
¿Reconocer nuestra deuda significa que tenemos que permanecer en silencio? No, en absoluto. Esta libertad, que es apreciada por muchas personas por distintas razones, también tiene su significado cristiano. Por ejemplo, es la libertad de llegar a Dios por uno mismo o, dicho de otro modo, impulsado solo por el Espíritu Santo, cuya voz apenas audible se escuchará mejor cuando los altavoces de la autoridad armada estén en silencio.
Esto es así; pero es posible que los cristianos se muestren reticentes a articular este significado para que no se les acuse de que, de nuevo, están intentando imponer un significado (autoritario). En tal caso, pueden estar haciendo un flaco favor a esta libertad, porque no son los únicos en hacerlo, aunque suelen ser más propensos a discernir que sus compatriotas seculares.
El hecho de que la libertad se haya administrado mejor en una situación en la que ninguna visión está al cargo —es decir, una situación lograda por la relativa debilidad del cristianismo y por la ausencia de cualquier otra perspectiva trascendental fuerte3— parece acreditar la idea de que la vida humana está mejor sin una visión trascendental. En este caso, el desarrollo de la libertad moderna se identifica con el auge de un humanismo exclusivo —esto es, un humanismo basado exclusivamente en una noción del florecimiento humano que no reconoce objetivos válidos más allá de él—. La fuerte sensación, que continuamente surge, de que hay algo más, de que la vida humana apunta más allá de sí misma, se tilda de ilusión y se la considera peligrosa. La convivencia pacífica de las personas en libertad llega a entenderse como consecuencia del menguar de las visiones trascendentales.
Para un cristiano, esta perspectiva parece sofocante. ¿Realmente tenemos que pagar este precio —un tipo de lobotomía espiritual— para disfrutar de la libertad moderna? Nadie puede negar que la religión genera peligrosas pasiones, pero esta no es toda la historia. El humanismo exclusivo también conlleva grandes peligros que permanecen inexplorados en el pensamiento moderno.
2
A continuación, expondré algunos de estos peligros. Al hacerlo, ofreceré mi propia interpretación de la vida y de la sensibilidad modernas. Estas cuestiones permanecen abiertas al debate; pero, en este ámbito, necesitamos urgentemente nuevas perspectivas —como en su momento lo fueron las lecturas de Ricci sobre la modernidad—.
El primer peligro que amenaza al humanismo exclusivo, que borra lo trascendente, el más allá de la vida, es que provoca como reacción una negación inmanente de la vida. Permítanme explicarlo un poco mejor.
Estoy hablando de lo trascendente como un «más allá de la vida». Al hacerlo, intento articular algo que es esencial no solo para el cristianismo, sino también para otras muchas fes —por ejemplo, para el budismo—. En estas fes, aparece la misma idea de diferentes formas; una idea que puede comprenderse a través de la afirmación de que la vida no es toda la historia, no es todo lo que hay.
Podemos entender esta afirmación del siguiente modo: la vida sigue después de la muerte, hay una continuación, nuestras vidas no terminan totalmente con nuestras muertes. Aunque no quiero negar lo que se afirma con esta interpretación, aquí quisiera tomar esta idea en un sentido diferente (aunque indudablemente relacionado).
Lo que quiero decir es que el núcleo de las cosas no se agota en la vida, ni en la plenitud de la vida, ni incluso en la bondad de la vida. Reconocer lo trascendente no solo significa rechazar el egoísmo, la idea de que la plenitud de mi vida (y quizá la de aquellos a los que amo) debería ser mi única preocupación —estoy de acuerdo con John Stuart Mill en que una vida plena debe implicar esforzarse por el beneficio de la humanidad—, sino que también significa ver más allá.
Una