la vida, sino como un lugar para afirmar algo que ocurre más allá de la vida, algo sobre lo que la misma vida se traza originalmente—. La última afirmación parece centrarnos de nuevo en la vida. Incluso desde el humanismo exclusivo es fácil comprender cómo y por qué podríamos aceptar el sufrimiento y la muerte para dar vida a otros. Desde cierto punto de vista, también es parte de la plenitud de la vida. Reconocer lo trascendente implica algo más. Lo que está más allá de la vida no solo importa porque sustenta la vida; de otro modo, no sería «más allá de la vida». (Para los cristianos, Dios desea el florecimiento humano4, pero «hágase tu voluntad» no se reduce a «dejad que los seres humanos florezcan»).
Esta forma de expresarlo es contraria a la comprensión de la civilización occidental contemporánea. Pero hay otras formas de articular esta idea. Una de ellas, que se remonta al mismo principio del cristianismo, implica la redefinición del término vida, que incorporaría lo que yo llamo «más allá de la vida»; por ejemplo, las evocaciones en el Nuevo Testamento a una «vida eterna» y una «vida en abundancia» (Juan 10, 10)5.
Incluso podríamos articular esta idea de un tercer modo: reconocer lo trascendente implica sentirse llamado a un cambio de identidad. El budismo nos da una razón obvia para hablar así. El cambio es bastante radical: desde el yo al «no-yo» (anatta). Pero la fe cristiana también puede entenderse en estos términos: llama a un radical descentramiento del yo en relación con Dios («hágase tu voluntad»). Siguiendo el lenguaje empleado por Henri Bremond en su magnífico estudio de las espiritualidades francesas del siglo XVII6, podemos hablar aquí de «teocentrismo». Esta forma de expresarlo pone de manifiesto un punto similar al primer modo, en el que la mayoría de las concepciones de una vida plena asumen una identidad estable: el yo para el que se puede definir el florecimiento.
De este modo, reconocer lo trascendente significa apuntar más allá de la vida o abrir tu propio yo a un cambio de identidad. Pero, al hacer esto, ¿dónde estamos en relación con el florecimiento humano? Hay mucha división, confusión e incertidumbre sobre este punto. De hecho, en su práctica habitual, las religiones históricas han combinado la preocupación por el florecimiento con la preocupación por la trascendencia. Incluso era común que los supremos descubrimientos de aquellos que iban más allá de la vida sirviesen para enriquecer la plenitud de la vida de aquellos que permanecían a este lado de la barrera. Así, las oraciones en las tumbas de los mártires traían una vida larga, salud y una multitud de cosas buenas para los fieles cristianos. Algo similar ocurre en las tumbas de ciertos santos en tierras musulmanas; y, en el budismo theravada, por ejemplo, la dedicación de los monjes revierte, a través de bendiciones, amuletos y cosas similares, en los propósitos ordinarios de florecimiento de los laicos.
En oposición, en todas las religiones han existido reformadores que, recurrentemente, han considerado esta relación simbiótica y complementaria entre la renuncia y el florecimiento como una parodia. Los reformadores insisten en devolver a la religión su pureza y consideran los objetivos de la renuncia como válidos por sí mismos, iguales para todos y desvinculados de la búsqueda del florecimiento. Algunos incluso llegan a denigrar por completo esta última búsqueda afirmando que no es importante o que es un obstáculo para la santidad.
Sin embargo, esta postura extrema se aparta de un impulso central en algunas religiones. Tomaré el cristianismo y el budismo como ejemplos. Renunciar —apuntar más allá de la vida— no solo te lleva más lejos, sino que también te trae de vuelta al florecimiento. En términos cristianos, la renuncia te descentra en relación con Dios; pero la voluntad de Dios es que los seres humanos florezcan y, de este modo, regresamos a una afirmación del florecimiento, bíblicamente llamado agape [amor incondicional]. En términos budistas, la iluminación no solo te aleja del mundo, sino que también abre las compuertas de metta (la bondad amorosa) y karuna (la compasión)7. Este es el concepto theravada del Paccekabuda [Buda solitario], preocupado solo por su propia salvación, pero clasificado por debajo del Buda superior que actúa para la salvación de todos los seres.
Así, además de la postura que acepta la complementaria simbiosis entre la renuncia y el florecimiento, y más allá de la postura de la pureza, existe una tercera, que se podría llamar la postura del agape/karuna.
Ya se ha dicho suficiente para mostrar el conflicto entre la cultura moderna y lo trascendente. De hecho, en la afirmación de la vida está implícita una poderosa corriente constitutiva de la espiritualidad occidental moderna. Es quizá evidente en la preocupación contemporánea por preservar la vida, traer prosperidad y reducir el sufrimiento en todo el mundo; preocupación que, desde mi punto de vista, no tiene precedentes en la historia.
Todo esto surge históricamente de lo que en otra parte he llamado «la afirmación de la vida corriente»8. Lo que intentaba formular con esta expresión es la revolución cultural de la primera época moderna, que destronó las actividades supuestamente superiores de contemplación y vida ciudadana, y que puso el centro de gravedad en la vida cotidiana de la producción y la familia. Según esta perspectiva espiritual, nuestra primera preocupación debe ser incrementar la vida, aliviar el sufrimiento y fomentar la prosperidad. La preocupación por la «vida buena» olía a orgullo, a ensimismamiento. Además, era inherentemente desigualitaria, dado que las actividades presuntamente «superiores» solo podían ser llevadas a cabo por una élite minoritaria, mientras que dirigir correctamente la vida cotidiana era posible para todo el mundo. Para este temperamento moral es obvio que nuestra principal preocupación debe ser la injusticia, la benevolencia y nuestro trato con los otros, y que este trato debe darse en un plano de igualdad.
Esta afirmación, que constituye uno de los principales componentes de nuestra perspectiva ética moderna, se inspiró originalmente en un modo de piedad cristiana. Exaltó el agape práctico y se dirigió, de forma polémica, contra el orgullo, el elitismo y el ensimismamiento de aquellos que creían en las actividades o espiritualidades «superiores».
Pensemos en el ataque de los reformadores a las vocaciones supuestamente superiores de la vida monástica. Estas vocaciones estaban destinadas a señalar los caminos de una dedicación superior; pero, de hecho, se desviaron hacia el orgullo y el autoengaño. Para los cristianos, la verdadera vida santa estaba dentro de la vida corriente, en vivir en el trabajo y en la casa de una manera cristiana y honrada.
Hubo una crítica terrenal —se podría decir terrena— de lo supuestamente superior que se trasladó y utilizó como crítica secular contra el cristianismo y, en definitiva, contra la religión en general. La misma postura retórica que los reformadores habían adoptado contra los monjes y las monjas fue utilizada por los seculares y los no creyentes contra la fe cristiana. Supuestamente esta fe desprecia lo real, lo sensual, el bien humano terrenal, en pro de algún fin superior puramente imaginario, cuya búsqueda solo puede conducir a la frustración del bien terrenal y al sufrimiento, a la mortificación, a la represión, etc. Las motivaciones de aquellos que defendían este camino superior se volvían sospechosas. El orgullo, el elitismo y el deseo de dominar desempeñaron un importante papel en esta historia, junto con el miedo y la timidez (también presentes en la temprana historia de los reformadores, pero de forma menos destacada).
En esta crítica, la religión se identificó con la segunda postura, la purista, o bien con una combinación de esta postura con la primera, la «simbiótica» (normalmente tildada de superstición). La tercera postura, la del agape/karuna se volvió invisible, debido a que la crítica secular asumió una variante transformada de ella.
Pero no debemos exagerar. Esta forma de ver la religión está lejos de ser universal en nuestra sociedad. Se podría pensar que es particularmente cierta en Estados Unidos, con sus altos índices de creencia y práctica religiosas. A pesar de todo, mi afirmación es que este modo de entender las cosas ha penetrado