colectivos o globalidades –por dar cabida a la máxima diversificación escalar posible– puede ser reinterpretado, más que metafóricamente, como encuentros entre patrimonios migrantes.
Seguramente nos interesan tanto los procesos como los resultados, la dimensión memorialística como la performativa de todo patrimonio. Ya que «patrimonializar» –no lo olvidemos– es llanamente «hacer nuestro», incrementar nuestros bienes colectivamente, pero también incorporar experiencias, habilidades y capacidad de memoria, abierta a posibles proyectos. Por eso sentimos la persistente necesidad de ampliar nuestro patrimonio cultural, bien sea personal o colectivamente. Y es aquí donde conviene matizar / reintroducir, nuevamente, una justa distinción, dado que debemos discriminar entre el enriquecimiento de la personalidad educativamente hablando –la paideia como formación y enriquecimiento personal y así tendríamos claramente que contar con las experiencias estéticas del sujeto– y el enriquecimiento patrimonial sociocolectivo, siendo, pues, inevitable apuntar, estrictamente hablando, las efectivas aportaciones catalogadas del patrimonio histórico-cultural.
Los individuos se enriquecen con sus respetivos perfeccionamientos educativos, arracimados en procesos, sustanciados en hábitos y capacidades de relación. Ése es nuestro patrimonio migrante personal, siempre in fieri. Por eso tal dimensión antropológica es clave para la estética (como experiencia y como disciplina, por supuesto). J. Ch. Friedrich Schiller (1759-1805) ya supo verlo perfecta y agudamente, como es sabido, dejándonos reflexiones fundamentales en tal sentido en sus Cartas para la Educación Estética del Hombre (1794), en las que lamentamos no poder recrearnos ahora, en su manera de relacionar hábilmente la estética con los respectivos dominios de la técnica (hoy hablaríamos de tecnología, claro está) y de la política. Toda una potente trilogía de interrelaciones básicas.
Pero también las sociedades, como entramado de personas, se enriquecen con los resultados diferenciados de los aportes patrimoniales. Y aquí «patrimonio» tiene ya un nuevo sentido, un carácter diferente, de constante construcción socio-histórica. Pues el patrimonio cultural aparece hoy en día como un fenómeno multidimensional con implicaciones tanto locales como globales.
Pero no olvidemos que nos podemos encontrar con dos matices, cada uno con sus bagajes históricos: Cabe hablar, por una parte, del patrimonio histórico-artístico y monumental, y así lo heredamos real y nocionalmente del XIX. Sin embargo, también a mediados del XX, acompañando nuestra propia historia existencial, a caballo entre los años cincuenta y sesenta, se hablará ya inequívocamente del patrimonio como conjunto de bienes culturales y naturales, materiales e inmateriales de nuestro entorno, hasta que eclosiona tal desarrollo conceptual, a partir de la década de los ochenta, al hilo de la profunda crisis de transformación que la propia modernidad sufre, a marchas aceleradas, convirtiéndose en una sociedad crecientemente globalizada. Tal es nuestra situación actual.
Ya nada es tan simple como antes, aunque sigamos hablando categóricamente de sujetos y de colectivos, de bienes y de tradiciones, de capacidades y memoria. De hecho, por un lado, en este contexto de plena globalización, el patrimonio se nos ha transformado a ojos vista, entre las manos, en un fenómeno claramente político, donde directamente interviene el Estado y también otra serie de numerosos agentes locales, nacionales y transnacionales. Es en tal conjunto donde se asume, ni más ni menos, la necesidad de salvaguardar, de proteger, de estudiar, de mostrar e incrementar los denominados bienes culturales y artísticos; pero asimismo hay que resaltar su dimensión social, es decir la creciente necesidad de sensibilización de la ciudadanía hacia esa misma conservación patrimonial, su conocimiento y divulgación, surgiendo un marcado asociacionismo, de nuevo cuño, volcado hacia la defensa, la concienciación y el incremento patrimoniales.
Todo un racimo de cuestiones surge, pues, en su entorno: ¿cómo olvidar la dimensión jurídica, con nuevas normas y leyes, que se solicitan y reclaman por doquier y a todos los niveles, locales, comarcales, autonómicas, nacionales e internacionales? ¿Cómo relegar la perspectiva del patrimonio como potencial recurso de explotación sociocultural, de carácter académico, turístico, creativo, objeto de consumición y factor también de desarrollo socioeconómico y cultural, en momentos de profunda y extremosa crisis, tan intensa como inesperada, por la desmedida intervención de los mercados, la falta de previsión y la alta dosis de irresponsabilidad política que hemos sufrido y seguimos padeciendo?
No obstante, digamos claramente que es la vertiente de su dimensión identitaria, de formación personal y colectiva, de expresión vital como conciencia de salvaguarda de unos orígenes y de unos ciclos de vida, la que nos estalla entre las manos en estas reflexiones sobre Patrimonios migrantes y expandidos.
Aunque aquí nos estamos centrando, ciertamente, en ese campo de las experiencias artísticas y estéticas (en esa correlación fenomenológica entre objetos artísticos y objetos estéticos como dominios patrimoniales específicos), no podemos dejar de acercarnos a la noción de patrimonio cultural entendido como bien público, es decir como un conjunto específico de bienes (culturales) que constituyen la riqueza cultural de una sociedad, al margen incluso de sus concretas titularidades. Ha sido éste uno de los logros del derecho moderno. Sin olvidar tampoco que detrás de esta expresión global de patrimonio cultural se cobijan además otras nociones, tales como las de patrimonio artístico, histórico, simbólico, paisajístico, etnológico, natural, ecológico o inmaterial.
He ahí la herencia valiosa recibida y que debemos mantener e incrementar de cara al futuro. Formando parte, también las personas, sus valores y experiencias, con carácter metafórico y traslaticio, de tal dilatado y común acervo patrimonial.
Nos encontramos, pues, con una determinada «construcción social», que apunta a la constitución de repertorios patrimoniales, con la fuerza de ser referentes simbólicos activos y transformadores, seleccionados, definidos, estudiados en torno a y en función de ideas, de intereses y de valores diversos, vigentes en el contexto social del periodo, a través de una gestión racional y experta, en la que la educación tanto tiene que decir y hacer.
¿Queda claro, pues, el complejo entramado político, profesional, especializado, empresarial, asociacionista, ciudadano, académico o pedagógico que se activa decididamente en su entorno?
En cuanto hablamos de «patrimonializar» –verbo cargado de honda responsabilidad, en su uso– estamos traspasando un bien a una nueva dimensión, de prestigio, de historia, de selección, de racionalización e incluso de (re)sacralización secularizadora del pasado y/o del presente.
Hablamos también, como venimos sugiriendo, incluso no sin cierto entusiasmo personal, metafóricamente, de Patrimonios migrantes, ampliando así su radio de acción, su alcance y sus sentidos. Porque para construir e interpretar nuestras imágenes debemos contar con un doble repertorio circundante: el de la historia global de las imágenes y el de la realidad misma, en toda su extensión e intensidad, como entorno vital y cotidiano. Todo está, pues, totalmente a nuestra plena disposición, al menos en principio, como un derecho sociocultural. Por eso somos perpetuos migrantes patrimoniales, siempre en situación de pesquisa y de búsqueda, de experimentación y de logro. Ahora bien, ¿de qué tipo son nuestras migraciones culturales? Deberemos hilar ya más fino, ahora.
Nos encontramos, cada vez más en el marco de sociedades postradicionales, que han cruzado, en su historia, modernidades radicalizadas, que se han caracterizado por un extrañamiento intenso del pasado y luego se han distanciado incluso de tales opciones, al socaire, sobre todo, de las versiones recientes de la postmodernidad, ya también relegada, en ese desmadejar el ovillo de la historia con rapidez y perpetuamente.
Las miradas patrimoniales se han ido activando, de mil maneras, en este cruce actual de caminos que nos ocupa, primero desde una lógica científica, para fundamentar su estudio e investigación, como corresponde a sociedades desarrolladas, pero también se ha recurrido a una lógica que podríamos llamar políticoideológica, buscando con ello, ante todo, la legitimación del poder. Lo hemos vivido claramente en estas últimas décadas de manera tan intensa como evidente e incluso lo hemos padecido en nuestras propias carnes sus efectos.
No obstante, en esta segunda ola de modernidad que nos atosiga con sus globalizaciones, hoy vivimos más cerca –en este concreto contexto patrimonial del que hablamos– de