Teresa Moure

Ostracia


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si le hablan de lo buenos que eran los tiempos antiguos, él dirá oui, oui!, con todo convencimiento, pero si le hablan de socialismo y de la imprescindible reorganización para un último ataque antes de que los Románov paguen sus pecados con las propias cabezas, él responderá bien sûr. Quien tiene la fortuna de poseer un local como el Café des Manilleurs no debe nunca contradecir a quien habla, pues hasta un perro sabe que debe lamer la mano que le da de comer. Así que Gaston −que un día llegará a regentar tres cafés y casar a sus hijas, todas feas, con auténticos monsieurs− va danzando al ritmo que marca la música. A los nostálgicos les sirve algo de un vodka pésimo que destilan en Poitiers, aunque él asegure que se lo mandan directamente de Kiev, que es el único nombre ruso que conoce con certeza. Cuando finalmente beben, tiene que sacar el pañuelo del bolsillo para secarles las lágrimas, que el carácter ruso es así, tendente a la melancolía y puede emocionarse con un vodka cualquiera. A los otros, a los más enérgicos, les sirve un té al estilo ruso y hace luego indicación oportuna con el dedo índice para que suban al piso superior, que es donde, en un cómodo reservado, pueden hablar a gusto de sus cosas. En caso de que hagan un día todo lo que prometen, por lo menos cuando hablan en francés –que esos rusos son todos educados y políglotas–, mejor será que se acuerden de él como amigo que como enemigo. Porque si todo puede suceder –y según estos conspiradores puede suceder cualquier cosa– incluso puede florecer un desierto y llegar el día en que los obreros sean iguales a los ricos, aunque eso exigirá derramar algo de sangre y ahí Gaston está atento a vigilar que no sea la suya la derramada. Mientras se mesa el bigote y baja las escaleras con la bandeja en la mano, Gaston ve entrar a un asiduo de las últimas semanas, que apenas un ojo de águila como el suyo podría haber distinguido y reconocido entre el grupo, porque este, que está ahora recorriendo el local hasta el fondo, es un hombre como todos, ni muy alto ni muy elegante, ni muy afable ni bebedor; un hombre como tantos otros hombres en el mundo. Gaston se tiene a sí mismo por un especialista en la rara arte de catalogar a la gente porque, sin haber asistido a universidad alguna, aprovechó en tantas conversaciones profundas que ha escuchado, la buena inteligencia que le legó su madre, una campesina de Poitiers, lista como una ardilla. Es por todo eso que Gaston sabe reconocer a alguien importante en cuanto lo ve. Esa nueva ciencia de la psicología es fundamental para quien lucha por el progreso de un local como el suyo, un local donde se cocinan algo más que lentejas todos los días. Gaston, algo distraído en tantos pensamientos sobre sí mismo, contempla cómo el hombre gris, seguido por su gris esposa, sube decidido las escaleras para encontrarse con la señora Elena Vlasova, asidua de tiempo atrás, y también con una mujer de esas que uno querría tener en la cama por la mañana para poder cantar bien alto en el bar lo que pasó por la noche. Porque esa rusa de unos treinta y tantos, palidísima y con ojeras, triste y distante, es toda una mujer, adornada con lo que las mujeres deben tener en la medida justa, sin defecto ni exceso; y en eso no hay ideas ni opiniones, que un buen ejemplar como este debe ser justamente reconocido lo mismo en Rusia que en Poitiers, y más aún en París, que es la ciudad del amor.

      Gaston tiene que dejar de reflexionar tan sesudamente para revisar si sus empleados están haciendo lo correcto, no le vayan a dar vodka del bueno a quien no lo va a pagar, que uno debe tener mil ojos en los negocios, por mucho que estos rusos todos, cualquiera sabe de qué vivirán, pero siempre tienen dinero en el bolsillo. Y como ahora toca bajar y subir y atender esa hacienda suya que va a ser acrecentada en los próximos años con los matrimonios de sus hijas, ni tiempo tiene de comprobar cómo discurre de animada y franca la pequeña reunión de esos cuatro que hablan en ruso. Y como un hombre que vive para su café y su progreso social no puede distraerse, ni siquiera percibe que los ojos de la linda han perdido esa nube que se veía en las semanas anteriores, para concentrarse completamente en lo que cuenta el hombre ese, el que no tiene color, según Gaston, que ahí el psicólogo hecho en la escuela de la vida se equivoca, porque es más bien especialista en mujeres, y a los hombres los encuentra a todos invariablemente feos. Pero, si por un momento pudiese atender, y observar con toda su psicología, vería que el hombre gris se ha puesto rojo, que habla su lengua incomprensible con una fuerza insólita, y las palabras, incluso si no se entienden, irradian el calor de un leño que estuviese quemándose en la chimenea, que el hombre tal vez no era tan gris como él pensaba cuando tiene a las tres mujeres en silencio y atentas, puesto que conseguir que se calle una mujer es difícil, pero conseguir que se callen tres al tiempo es cosa nunca vista. Menos mal que Gaston siempre tiene ayuda en las investigaciones que emprende. Sergei, un cliente de los más antiguos, con quien tiene ya una verdadera amistad, viene a avisarlo:

      −Ese de arriba sabe calentar a las mujeres, ¿no?

      Un poco vulgar, ese Sergei hoy, que él cuando mira arriba solo ve una conversación educada. Cualquiera diría con eso de calentar y, sobre todo, con la forma en que ha pronunciado el comentario, con ese gesto algo libertino con que lo ha acompañado, que estaba produciéndose un verdadero escándalo en el piso superior. Nada de eso. Arriba solo hay tres señoras que escuchan respetuosamente a un hombre que podría pasar desapercibido entre el ruido del bar pero que allí, en un espacio más tranquilo, brilla con luz propia. Debe de estar explicando de manera óptima algo tremendamente interesante porque las tiene a las tres comiendo de su mano. Y Gaston nunca podrá sentirse bien ya en adelante con Sergei, en todo el tiempo que le reste de vida, por haber insultado a su distinguida clientela y, especialmente, por hacer insinuaciones indecentes sobre una mujer tan linda y tan triste, con ese aire respetable, que debe de ser por lo menos una condesa, aunque de una condesa rusa igual no se esperaría que se pusiese a hablar en el piso superior de su café con el grupo de los conspiradores. Y si Gaston no le va a perdonar a Sergei el comentario ese maledicente es porque él es un hombre de los de siempre, a carta cabal, que protege a las mujeres que le gustan, porque si no se protege a una mujer pues... ¿qué? ¿Eh? ¿Qué le queda a uno en la vida? ¡Sería el fin del mundo!

      Mientras lustra una copa, Gaston ve despedirse y salir al hombre que ahora no es gris sino rojo con la que debe de ser su esposa, porque paga los tés todos con diligencia de secretaria. Tras haber aguardado por ella en la puerta, los dos se van, momento que él aprovecha para comprobar el estado de agitación de las señoras de arriba con la disculpa de preguntarles si quieren algo más. Su subida, sin embargo, coincide en el tiempo con el movimiento de otra de sus clientas, madame Chervel, esta por suerte francesa, que se acerca a las otras dos, nerviosa, para preguntarles:

      −Amigas, ¿era Vladimir Ilich el caballero que las acompañaba?

      Que nunca se alegró tanto Gaston de tener en su bar a alguien de esos que pueden ser entendidos, que hoy la lengua rusa con todas sus dificultades le está arruinando la mañana. Las señoras afirman y continúan explicándose animadamente, de manera que Elena Vlasova, tal vez por estar delante madame Chervel, le pregunta a la linda en un francés musical:

      −Inessa, ¿cuál es tu opinión? ¿Interesante o no?

      −¡¡Nunca había escuchado a nadie hablar así!!

      Y Gaston, enfurruñado, desciende las escaleras con el ánimo bajo mínimos, convencido de que las mujeres son todas infieles y malvadas y no hay dios que las entienda ni diablo que las soporte, que hablar, hablar, sabe hablar cualquiera, ¿no?

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