Teresa Moure

Ostracia


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de Stalin en la infancia, no sé si después, atracó el Banco del estado en Tiflis y se llevó 341.000 rublos, ¿sabes? Hasta fue capaz de mandarlos a la frontera en una caja de sombreros... y no fue enviado al Ártico. ¿Entiendes lo que era actividad subversiva y lo que no lo era? Se vengaron de ella por su vida personal.

      Cuando volví a verla dos años después era toda melancolía. Estaba pálida y flaca, y tenía el ánimo bajísimo... Durante esos meses había estado apartada de sus niños, había pasado hambre, había padecido malaria y desnutrición y había visto, finalmente, cómo moría su amante, aquel por quien había arriesgado su posición social y su buen nombre... ¿Sabes qué me dijo? “Estoy destruida. Vengo de Suiza donde acaba de morir alguien muy cercano a mí, de tuberculosis...”. Ella sabía que yo sabía... Ella sabía que todos sabíamos quién podía ser ese alguien muy cercano a ella... pero pretendía ser comedida. Anna Asknazy, con quien tenía más intimidad que conmigo, me escribió pidiéndome que la cuidase. Me contó que le había dicho en una carta muy emotiva que la muerte de Volódia había sido para ella una enorme pérdida, porque formaba parte de su felicidad personal y que sin felicidad personal el camino era demasiado duro. Eso fue lo que recuerdo que me dijo Anna, pero a mí no me contó tantos detalles. Ahora vosotros, los jóvenes, sois diferentes, pero entonces la discreción era tenida por virtud importante y entre nosotros, entre las gentes que habíamos padecido los sufrimientos de la prisión y tanta injusticia, todo se leía entre líneas. Si ella no me confió nada de esa relación personal, sería porque no deseaba contarlo y no voy yo a ir transmitiendo mis opiniones que pueden estar equivocadas. Tienes que entenderme. Te ayudaría si pudiese. Solo puedo decir que al regreso del destierro estaba cerrada dentro de sí. No podía volver a Rusia por miedo a que la detuviesen. Y no era sencillo llevaros a todos vosotros al extranjero en aquellos tiempos peligrosos. Si en algún momento había pensado pasar inadvertida entre la multitud en un lugar grande como Petersburgo, probablemente ya no se veía con fuerza para hacerse cargo de vosotros en esas condiciones. Estaba deprimida, como dicen ahora. Nos encontrábamos con frecuencia en aquellos tiempos e insistía siempre en su falta de energía, en su incapacidad para concentrarse en el trabajo. Por eso se vino a París, para conocer el Partido Socialista francés y valorar lo que podía hacer. Nos veíamos en la avenida de Orleans, en el Café des Manilleurs, donde se reunía toda la emigración rusa. Nos dejaban un local reservado en el primer piso, para hablar con mayor comodidad. Allí, conmigo delante, tu madre conoció a Lenin. Con él entró en otro capítulo de su vida, del que ya apenas sé lo que cuentan por ahí. Por eso no quiero ni puedo hacer contribuciones interesantes para tu libro. Pasé por su vida un par de veces, en episodios sueltos. En la primera vi a una mujer intensa, cargada de luz y de ganas de poner todo patas arriba. En la segunda, vi lo que hacen las prisiones con las personas: las vacían por dentro. Se había vuelto cautelosa, medida, no exactamente fría... Creo simplemente que carecía de toda esperanza... Pero cuando en el Café des Manilleurs, adonde fue conmigo, conoció a Lenin, su vida cambió para siempre. Se colocó al servicio de su causa y fue..., no te ofendas, pero fue como si se tatuase en la frente: “soy tuya”.

      Várvara Armand (3 de abril de 1930). Entrevistas para clarificar la figura de mi madre: Extracto 17, Elena Vlasova.

      PARTE II: LA HEGEMONÍA 13

      En el largo viaje en tren, Inessa, maltratada por la fiebre, se explica ante sí misma. Cuando la acusada recibe el veredicto, debe experimentar el sabor de la ansiedad, de la angustia. Así está escrito. Pero ella, tras escuchar el nombre del castigo –irse desterrada– se sorprende: ¿cómo puede ser la ley tan leve? ¡Desterrada! Sin tierra. Eso significa sin propiedad. Parecería marxista y revolucionario si no fuese que en un país de campesinos todos tienen una tierra que legar a la descendencia, a menos que sean perezosos y carentes de amor propio. ¡Desterrada! Porque sus mayores nunca pensaron en dejarle una tierra. O, aún peor, porque ella sola hizo cuanto fue posible para merecer un castigo. La acusada hasta encuentra justa esa condena: irse para un destino caduco, como todas las estaciones, apenas eso. Está claro que la condena insulta a sus mayores, pero no exactamente por nunca haber pensado en darle una tierra, sino por haber permitido que sea así; rebelde. Desde luego, ella sola se ha hecho merecedora de un castigo: el de ser expulsada, por peligrosa, por algún comportamiento inconfesable que la sentencia ni siquiera menciona. Por eso ahora tiene que padecer el ostracismo. Las leyes son todas justas, por eso se llaman leyes, porque regulan el desorden y esta terrible rebeldía... Las leyes demuestran cuánto brillo tiene el poder y cómo resulta perverso escapar del camino habitual, el que siempre han recorrido todos. Como le han quitado de las manos todas las armas, también los libros, solo le queda habitar esta fuerte pulsión de la ironía.

      Si no fuese por los niños, hasta celebraría el castigo. Irse a Arcángel, a Mezen, adonde sea... Llamará a ese destino obligado su Ostracia. Llegará a una tierra donde no la conocen; no podrán juzgarla. Una revolucionaria, por mucho que haya sido criada entre sedas y sábanas de Holanda, no puede temer nada. Ni el frío, ni el hambre, ni la soledad. Se instalará en una casa nueva y ella adora ese momento creativo de los comienzos donde todo está por descubrir, donde todas las palabras se pronuncian con la autenticidad de la primera vez. Debe concentrarse en la posibilidad de contemplar Ostracia como un destino de vacaciones, como una elección deliberada, como si fuese ella quien se exiliase.

      Pero, al llegar, ve los habitáculos alineados, todos levantados en sentido contrario a la calle, para que los vecinos nunca hablen y respeten la tierna intimidad del adentro y la oscura hostilidad del afuera. En las puertas solo permanecen los enanos de piedra, iguales en todos los jardines, con las sonrisas disecadas, mirándola, observando todo con sus caras necias. En Ostracia, avisan, no está permitido llorar. En Ostracia, avisan, los enanos ocupamos el jardín para evitar que nadie ponga la ropa a secar en el exterior porque la ropa, si está sucia, debe ser lavada dentro; nunca exhibirse a la contemplación pública. Además, la ropa interior femenina es provocativa y podría causar estragos entre el vecindario. Ella no entiende por qué las leyes protegen a esas otras personas que, al final, también han sido condenadas. Ingenuamente pregunta si está vigente una sola ley que atienda a lo que pueda provocarla a ella. Los enanos se callan. No está allí para preguntar, ni para pedir, ni para solicitar. No está allí para reivindicar, ni para suplicar, ni para rezar, ni para rogar. No está allí para hacer más justa la justicia. Está allí solo para expiar sus culpas. Para acatar la Ley.

      14

      Nadie sabe cuándo va a tener que instalarse en Ostracia. Algunos nunca llegan a ir allí. Esos son los vencedores, los que siempre saben, reptando, encontrar tierra firme bajo los pies. Tampoco van a ser desterrados nunca los que caminan mirando al suelo, sin levantar la vista al cielo, implorando, para que el poder no perciba su presencia. Ni mucho menos los que responden como ovejas a los mandatos, es decir, los que pastan tranquilos en la hierba y bajan seductoramente las pestañas para flirtear con el poder. Todos los rebeldes, sin embargo, deben pasar una estancia en Ostracia, a fin de aprender en carne propia el peligro de escoger la desobediencia. Habitualmente son acusados de llevar dinamita entre los dientes o, aún peor, de ir por libre, olisqueando el camino, entreteniendo la marcha del rebaño. Tampoco es preciso que Ostracia sea una prisión con excepcionales medidas de seguridad. Ostracia puede ser un tiempo donde las ideas propias ofenden a los que antes se llamaban “los tuyos”, un paréntesis de distancia con aquello que antes nos constituyó, un tiempo para ser una apestada, una disidente, una que debe ser señalada con el dedo, a ser posible por un dedo con varios anillos bien colocados. Ostracia, la mayoría de las veces, ni siquiera exige un viaje. Puede tratarse de un arresto domiciliario o de un espacio virtualmente alejado del circuito social, donde antes de la condena era posible reír con los camaradas, debatir los matices todos, sin sospechar que nadie pudiera ofenderse. En algunas versiones, Ostracia es uno de tantos desiertos domésticos que la política usa para castigar a los militantes entregados que, de pronto, no lucen tan bonitos como antes. Para resistir, hay que entrenarse en la escasez voluntaria de bienes. Hacerse anacoreta. Para pasar por Ostracia y salir viva es preciso superar doce pruebas: un juicio injusto, una amistad traidora, el desprecio de los tuyos, la saña de los guardianes, el hambre, la sed, el sueño, el dolor, el frío, la ausencia de caricias, la falta de noticias y, la peor de todas, la autocrítica. Porque Ostracia está diseñada para que la presa entienda que podría verse a salvo del castigo si hubiese renunciado a tanta rebeldía en