Sophie Trelles-Tvede

100 millones de Hair Ties y un Vodka Tonic (Latinoamérica y Estados Unidos)


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lugar de, por ejemplo, 3 gomas comunes para el cabello y 15 pasadores metálicos.

      Interesante. Ya ven. Yo tenía la meta muy clara de desarrollar el gran beneficio del producto, que era evitar las jaquecas. Felix tenía una meta muy clara que era hacer algo que tuviera el potencial de ser vendido a gran escala, y a la vez estaba obsesionado con elaborar el producto en forma eficiente. Y de pronto, estaban los peluqueros que nos brindaban todos estos otros puntos de vista, como el hecho de que una superficie suave significaba que sería amable con el cabello y que se podían hacer peinados creativos. ¡Estaban desarrollando el negocio por nosotros!

      Esto se volvió superimportante. Comenzamos a trabajar junto con Debbie en distintos peinados que filmábamos y luego subíamos a YouTube; tener el tipo de contenidos adecuados es fundamental para los productos nuevos. El cabello no es el fuerte de Felix, créanme, realmente no lo es. Sin embargo, los negocios sí lo son, y entendió perfectamente el valor de trabajar con Debbie. Aún hoy trabajamos con peluqueros y estilistas, y sus tutoriales de YouTube reciben regularmente decenas de miles de vistas. Resulta que hay muchas Debbies allá afuera.

      Un día, más o menos un mes antes de la exposición de cabello en Frankfurt, Felix y yo nos encontrábamos otra vez en la casa de sus papás armando los paquetes de invisibobbles (esta vez en el sótano) cuando Felix revisó su e-mail. Había un nuevo mensaje de Rick, el tipo que tenía las 600 peluquerías. Su prueba había ido bien y quería hacer un pedido. Apenas podíamos creerlo: un empresario serio vio el potencial de nuestros productos a menos de seis meses de comenzar con invisibobble. Nos pusimos manos a la obra un poco como en Blancanieves y los siete enanitos, cuando los enanitos están empaquetando alegremente los diamantes que excavaron mientras cantan “Hi-Ho” y marchan al ritmo de la música.

      Pedimos algunas jarras más por Amazon, imprimimos algunos stickers de invisibobble y pasamos toda la tarde pegándolos a las jarras antes de llenarlas con una variedad de colores, además de rellenar las pequeñas bolsas con cinco o diez de nuestras hair ties. Luego envolvimos cuidadosamente las jarras con papel y las colocamos dentro de cajas de cartón, listas para llevar al correo al día siguiente. Había cerca de diez cajas; después de despacharlas, enviamos un mensaje de texto a Rick para avisarle que estaban en camino.

      Tres días más tarde, Rick contestó el mensaje. Casi la mitad de nuestras jarras amorosamente envueltas habían llegado hechas añicos, por lo que volvimos al sótano y comenzamos de nuevo. Esta vez usamos plástico de burbujas y cajas de un cartón más denso. Rápidamente aprendimos que hay muchas variedades de cartón (¿quién lo hubiese dicho?) y que nosotros necesitábamos uno llamado “doble corrugado” que consiste en, precisamente, dos capas de papel corrugado que refuerzan cada lado de la caja. Equivocarnos en el tipo de empaque nos había costado tiempo y dinero, pero el error nos hizo hiperconscientes de que los detalles son importantes. En ellos se esconde el diablo.

      Rick continuó haciendo pedidos y cada vez que llegaban, yo confeccionaba una factura; era una de las cosas que hacía durante las conferencias de la universidad a las que me molestaba en asistir.

      Tal vez los profesores pensaban que estaba tomando notas. Otros estudiantes de Administración sonreían cuando me veían, diciendo en tono irónico: “¡Oh, Sophie, nos has honrado con tu presencia!”.

      Aunque ninguno de los profesores sabía realmente si faltaba a algunas conferencias, las clases eran más difíciles de evitar. En los primeros tiempos, le pedía a algún amigo que falsificara mi firma en las listas de asistencia, y hasta un cierto punto eso funcionaba. El problema era que los tutores no habían memorizado todos nuestros nombres, por lo que se apoyaban en la lista de asistencia para hacernos preguntas. Si no asistías a más de tres clases, la universidad les escribía a tus papás. Por ese motivo debía ir a al menos algunas de ellas, pero torcía las reglas lo máximo posible.

      Llegaron las vacaciones de verano, viajé a Barcelona con Hope y un par de chicas más, y fue entonces cuando Hope comenzó a entender que lo de invisibobble realmente era en serio. Conocí a Hope en la escuela en Zúrich, nos volvimos mejores amigas y siempre, desde el primer momento, fuimos muy honestas una con la otra. Todos los días nos despertábamos con resaca y mientras mis amigas se preparaban para ir a la playa yo me volvía, en palabras de Hope, “muy irritante”.

      “Necesito hacer algunas tareas”, decía yo.

      “¿Qué tareas tendrías que hacer AHORA MISMO?”, preguntaba Hope.

      “Debo confeccionar algunas facturas”.

      Hope rio al ver que hacía mis facturas en Word, las guardaba como PDF y luego las enviaba por e-mail a cualquier persona que hubiera pedido invisibobbles. Me despertaba a las 6 de la mañana muy entusiasmada para ver si teníamos algún pedido, y luego me ponía a facturar.

      Por entonces, el valor de nuestros pedidos había subido, ya era de entre USD 120 y USD 550 por día, y si teníamos suerte, recibíamos un pedido de alrededor de USD 1.200. Para alguien de 19 años intentando comenzar una empresa en su primer año de la universidad, estas cifras eran inmensas, como lo serían para cualquier persona en un emprendimiento pequeño como el nuestro. Lo cierto es que fuimos rentables desde el principio: en los primeros meses del negocio vendimos lo suficiente para recuperar nuestra inversión inicial de (USD 4.000) y destinábamos todos nuestros ingresos a conseguir más invisibobbles y satisfacer más pedidos.

      Para mi papá, sin embargo, estas sumas de dinero eran ínfimas.

      Verán, mi padre no tenía exactamente un trabajo convencional. Era autónomo y siempre había hecho más o menos lo que había querido para ser exitoso. Era muy bueno comerciando materia prima, como el cobre; recuerdo un día, cuando era niña, en que colgó el teléfono y me dijo que había adquirido un montón de cobre. Unas dos semanas más tarde, le pregunté por qué no había llegado a nuestra casa.

      Yo: —¿Cuándo nos entregarán el cobre, papá?

      Papá: —El cobre no se entrega.

      Yo: —¿Entonces por qué lo compraste?

      Papá: —No, solo lo compré temporalmente y luego lo venderé, con suerte en unos dos meses.

      Yo: —¿Cómo funciona eso?

      Papá: —Bueno, mientras yo sea el dueño del cobre, el precio subirá. Luego podré venderlo para obtener una ganancia.

      En otra ocasión, yo estaba sentada en la cocina, en pijamas y viendo Bob Esponja en la televisión mientras comía un sándwich, entró mi papá y se sentó a mi lado, lucía un poco pálido.

      Yo: —¿Estás bien?

      Papá: —Acabo de apostar la casa.

      Yo: —¿Cuál fue la apuesta?

      Papá: —Bueno, la lira turca se desplomó como una roca, y ahora puedo obtener un interés muy alto y grandes beneficios si la compro.

      No entraré en detalles sobre las operaciones de cambio internacional, pero digamos simplemente que mi papá, en ocasiones, hacía enormes apuestas en distintas monedas y no siempre ganaba. Como esa vez lo hizo, seguí mirando Bob Esponja.

      Las apuestas de mi padre solían ser bastante grandes, y que yo ganara un par de cientos de euros con unas hair ties plásticas no lo impresionaba demasiado. Tampoco comprendía realmente que las personas pudieran comprar un paquete de invisibobbles y luego quisieran volver a hacerlo. Solo cuando comenzó a ver —mientras esperaba en las colas de los aeropuertos— a más y más mujeres usando invisibobbles en el cabello o en la muñeca, pudo entender que eran populares y que las personas las querían en distintos colores (y distintos tamaños, cuando comenzamos a fabricarlas). Mi papá no estaba hecho para el mundo de los accesorios femeninos.

      Tampoco era alguien que pensara realmente en cómo el pollo que estaba por comer había llegado al supermercado o dónde se fabricaba su dentífrico. Creo que para él todas estas cosas simplemente existían. Es casi como si el sofá de nuestra sala hubiese aparecido allí como por arte de magia, como si Dios hubiese dicho “¡he aquí tu sofá!”.

      Los