¿Y si hay otro planeta como el nuestro en algún lugar? Imaginemos que es así y que, en la otra Tierra, tú y yo estamos haciendo lo mismo en este momento, ir hacia una tienda en plena nevada. Incluso en ese planeta, donde todo es un noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento similar, ¿crees que la otra yo y el otro tú estarían teniendo la misma conversación?
—¿Por qué no? —pregunta.
Tiene una forma de parecer despistado y cultivado al mismo tiempo que ni siquiera puedo vislumbrar cómo lo hace.
—Porque podríamos estar hablando sobre cualquier cosa —explico—. Podríamos estar hablando sobre escalar rocas, pistachos o vodeviles.
—Y también sobre buzones.
—Oh, sí, claro.
—O por qué te has marchado de casa en mitad de una tormenta de nieve sin chaqueta. —Me giro hacia él—. A ver, sé que eres dura de pelar, pero aun así… —De repente, me detengo en medio del camino y suelto la pelusa.
—¿De qué narices hablas? ¿Cómo que soy dura de pelar?
Titubea y me sonríe acobardado.
—Bueno, es un poco lo que estás haciendo ahora, ¿no?
Entonces, pongo los ojos en blanco y sigo caminando. Él trota para alcanzarme y se vuelve a poner a mi lado. Las ruedas de un coche solitario que pasa a nuestro lado sisean sobre la carretera húmeda. Cuando el camino parece seguro, cruzamos la calzada hacia la acera, donde la nieve está inmaculada. El único sonido que se oye es el de nuestro calzado al aplastarla y el silbido de mi abrigo (el de Mac) cuando la tela se frota. Me da vueltas la cabeza. En el fondo sabía que irme con él esta noche era correr un riesgo, pero el peligro era parte del atractivo. Aun así, me siento como si me hubieran dado un golpe bajo.
—¿Es eso lo que piensa la gente de mí? —Necesitaba preguntarlo.
—No —contesta Mac, en un intento por restarle importancia—. Es la sensación que me da, eso es todo.
No se va a librar de esta. Necesito más.
—¿Qué sensación?
Cuando por fin habla, lo hace con delicadeza.
—Es solo que te dan pereza, ya sabes, las personas.
En el pasado, me han descrito de forma similar: dura, reservada y distante. Mis padres y amigos. Una terapeuta ocupacional una vez me llamó «cabecidura» y me juró que era un halago, aunque no lo parecía. No es que quiera distanciarme del mundo. Solo soy cautelosa sobre con quién quiero juntarme, quién se lo merece de verdad. Además, para ser sincera, Mac lo ha entendido al revés; la mayoría de las veces soy yo la que le da pereza al resto.
Mientras tanto, miradlo a él. Tiene tantas ganas de enfrentarse al mundo que no puede reducir la marcha. No hay nada ahí fuera que pueda hacerle daño. Es fascinante observarlo, incluso inspirador. Sin embargo, también me hace pensar que él y yo existimos en dos planetas diferentes y que la galaxia entre nosotros es demasiado extensa como para que nos encontremos en un punto intermedio.
—Lo digo en serio —asegura Mac, todavía con aspecto arrepentido—. No he oído a nadie que te critique. No hay ningún rumor que te compare con Belladona o algo así.
Me encantaría verle la cara mientras suelta esas palabras, pero me obligo a mantener la vista al frente. Si hubiera algún rumor que me comparase con ella, lo sabría.
—Está bien —contesto—. Sigamos caminando.
Se produce un largo silencio incómodo hasta que vislumbramos unas luces de neón en la distancia. La tienda más cercana es EZ Mart, y allí es donde acabamos. Dentro del local, la cálida temperatura nos produce alivio. Mac se sacude la nieve de la cabeza. Yo, sin embargo, todavía no estoy preparada para bajarme la capucha. Con la calidez, de repente me doy cuenta de que necesito hacer pis… enseguida, de modo que me dirijo al baño, pero me encuentro la manivela bloqueada y un cartel en la puerta. Mac se percata de mi nerviosismo cuando regreso.
—¿Qué pasa?
—El baño está averiado. Y necesito ir. —Estoy enfadada conmigo misma por no haberlo hecho en el museo, cuando estaba escondida en el servicio.
Recorremos los estantes, que contienen una colección aleatoria de objetos: desatascadores, correas para perros, pruebas de embarazo, seguros para bicis… En cuanto a la comida, opto por lo que me resulta familiar: pretzels, regaliz y Oreos. Ah, y Doritos con sabor a sriracha. Tengo más hambre de lo que pensaba. Mac elige dos barritas energéticas, cecina de ternera y un plátano demasiado verde. Ya casi no queda agua en la zona de refrigerados porque la gente se la ha llevado para prepararse para la tormenta. Es inquietante. Un Frappuccino embotellado me llama a gritos y respondo a su petición.
Me reúno con Mac en la caja registradora con las manos llenas. Entonces, me muero de vergüenza otra vez.
—Me acabo de dar cuenta de que no tengo dinero.
—Deberías haberme dejado pagar por la visita guiada —me provoca Mac—. No te preocupes. Corre a cuenta mía. —Lo ha dejado todo alineado en el mostrador, pero aún no ha terminado de comprar—. Voy a buscar una cosa más —comenta y se marcha.
Coloco mis aperitivos junto a los suyos. Cuento los artículos para asegurarme de que no voy a comprar más que él. El dependiente me observa, aunque no me he quitado la capucha, y no parece muy seguro de si debe esperar o empezar a cobrarnos. Da la impresión de que no tiene ninguna prisa porque somos los únicos clientes ahora mismo.
Me coloco de espaldas a la caja registradora. Un par de faros alumbran la tienda cuando un coche entra en el aparcamiento. Al apagar las luces, consigo una visión más clara del exterior de la ventana. Es el mismo coche que estaba aparcado en el camino de acceso a mi casa esta tarde.
Me lanzo al suelo como un recluta militar, lo que pone nervioso al atento dependiente. Me olvido por un momento de que ya estoy oculta dentro de la enorme parka de Mac. Me escabullo y espero, agazapada detrás de ositos de golosinas y frutos secos cubiertos de chocolate hasta que oigo que la puerta tintinea al abrirse. Cuando distingo el enorme cuello brillante de la camisa de Charlie al pasar, salgo a toda prisa por la puerta antes de que se cierre a sus espaldas. Fuera, doy un último vistazo al interior del EZ Mart y echo a correr.
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