en la sala principal, donde observa una de las fotos más populares y que muestra la torre de acero original que se construyó en la propiedad, muy distinta al edificio de estilo art déco que la sustituye hoy en día.
—La Luz Eterna —Mac lee el letrero de la pared—. ¿Es cierto?
No solo se habla largo y tendido de la Luz Eterna en la entrada del museo, sino que se repite verbalmente a todos los visitantes que pasan por el interior de la torre. La historia es la siguiente: la torre de metal original se construyó para la celebración del quincuagésimo aniversario de la bombilla de Thomas Edison en 1929. Se colocó una bombilla especial al fondo y se la llamó «Luz Eterna». Edison la nombró así porque aseguró que seguiría brillando para siempre. Dos años después, un rayo alcanzó la torre y se desmoronó. Lo sorprendente es que la bombilla nunca dejó de emitir luz y más sorprendente aún es que lleve encendida desde entonces. Todavía sigue brillando.
—Otro mito —digo, de forma que contradigo la historia que he contado a miles de visitantes. Él me mira confundido—. A ver, no estuve allí, claro, pero no hay forma de que inventara una bombilla que lleva encendida casi cien años.
Sonríe.
—Si odias tanto a Edison, ¿por qué trabajas aquí?
Esto es lo que una consigue al ser sincera, que luego tiene que dar explicaciones.
—Edison vendió la imagen de sí mismo como la de un genio, pero lo cierto es que la mayoría de sus inventos fueron un fracaso. Además, era un hombre de negocios terrible, en plan el peor. Sus compañías siempre andaban cortas de dinero. No me gusta que la gente actúe como si fueran más de lo que en realidad son.
Asiente como quien no ha entendido nada y está preparado para dejar de intentarlo, solo que él no para. Este Elvis es incansable.
—¿Así funciona? —pregunta Mac—. Cuando haces visitas guiadas, ¿no paras de criticar? Porque siento que me estoy perdiendo un tour buenísimo.
¡Qué chico!
—No estoy criticando. Considero que algunas de estas cosas son increíbles. Es solo la historia que contamos, la imagen que presentamos al mundo… No todo es…
—Cierto —termina la frase por mí.
Intercambiamos una mirada. Parece que lo está pillando, aunque no sé muy bien qué parte.
—¿Me has pedido que gastase una broma al 911? —pregunto—. Porque estoy bastante segura de que eso es un delito.
Exhala como si lo hiciera por primera vez en toda la noche.
—En realidad conozco al tipo del garaje. No quería que se enterara de que había llamado yo. Por eso te he pedido que lo hicieras tú. No ha estado bien que te haya cargado el muerto de esa manera. Lo siento.
Oh, una disculpa. De modo que ahora va a disculparse. Mi cuerpo se destensa.
—No pasa nada.
Pero ¿será cierto? Nada tiene sentido todavía. Puede que Mac conozca al tipo, que sepa su dirección, ya que viven en la misma calle, pero ¿por qué le iba a importar que se enterara de que había llamado para pedir ayuda? Además, eso no justifica la mano amoratada. Debería haber pedido alguna explicación adicional, pero ya parece demasiado tarde para preguntar.
Entonces, él señala otro tocadiscos.
—¿Cómo suena este?
El fonógrafo al que se refiere es el favorito de todo el mundo. Tiene un enorme cuerno decorado. Cuando la gente se imagina un tocadiscos antiguo, suele pensar en algo así. La guía turística que llevo dentro no puede evitarlo y quiere que cambie la imagen que tiene de mí como mala docente. Debería haber visto las propinas que consigo en verano.
—Los británicos, para decir «cierra el pico», utilizan la frase «put a sock in it», que significa literalmente «ponle un calcetín». —Preparo el gramófono mientras hablo—. La gente quería que sus fonógrafos sonaran más alto, por lo que la compañía de Edison creó este. El problema era que el volumen era demasiado intenso. —Pongo la melodía para mostrarle a qué me refiero y elevo la voz. Me preocupa que esta repentina confianza que he descubierto no merezca la pena y, en realidad, haya malinterpretado su curiosidad, pero ya es demasiado tarde. Me convierto en un autómata y comienzo a recitar el guion de memoria—: Las mujeres que daban fiestas o cenas no querían que sus invitados tuvieran que gritar para oírse. Querían música ambiental. Sin embargo, como no había un adaptador de volumen en estos primeros aparatos, ¿cómo resolvieron las amas de casa este problema? —Estiro la mano tras el tocadiscos para coger el atrezo—. Metieron un calcetín dentro —contesto mientras tapo el agujero de sonido con un par enrollado y, al instante, el volumen se reduce a la mitad.
El público que suelo tener responde con risas, aplausos y «ahhh» audibles, pero Mac no es mi público habitual. No hace ninguna de esas cosas. Entonces, apago la música y se queda mirando el fonógrafo durante un buen rato tras haberlo silenciado.
—Creo que tenemos mil canciones en casa. —La intimidad de lo que acaba de revelar me desorienta, pero intuyo otro rasgo, algo que describiría como tristeza si pensara que Mac Durant es susceptible a ese sentimiento. Se gira hacia mí—. Tienes una voz bonita. —Cada vez que habla, el universo cambia de forma. ¿En qué nuevo mundo estoy ahora?—. Di algo —me pide.
De repente, no se me ocurre ninguna palabra buena que soltar.
—Guay… pizza… bebé…
Mac se echa a reír.
—Es como la de esa actriz, la rubia. —Una descripción muy concreta—. La de las pelis de superhéroes, aunque ahí tiene el pelo en plan rosa o algo así.
Conozco la respuesta, pero no puede ser verdad.
—¿Scarlett Johansson?
—Sí, esa.
Es como si acabara de identificar a un famoso olvidado de los años veinte (algo que podría hacer porque soy una friki de los museos) en lugar de a una de las estrellas actuales más importantes del planeta. Johansson interpreta a Viuda Negra, cuyo pelo es rojo la mayor parte del tiempo, aunque Neel es capaz de explicar por qué le cambia de color en las distintas películas de Los Vengadores. Pero no se trata del pelo.
—Me gusta mucho —dice Mac sobre mi voz.
De repente quiero asaltarlo con sílabas, pero estoy demasiado sorprendida como para mover los labios. No estoy acostumbrada a que chicos que no sean Neel me piropeen. Además, nunca me ha gustado el sonido de mi voz porque suena más grave que el de la mayoría de las chicas. Siempre me ha parecido que tenía una voz aburrida y aletargada, como una persona que despierta de un coma de diez años y se da cuenta de que no todos están emocionados porque vuelva a vivir.
—Creo que, desde que te conozco, nunca te había oído decir más de dos palabras —comenta.
¿Acaso me conoce?
—Gracias —respondo, aunque me siento demasiado incómoda—. Soy una persona callada, supongo. —Sin embargo, hay algo más que él nota y rumia en su mente. Entonces, cambio de tema—. Supongo que te puedo hacer la visita guiada oficial, si te apetece —me oigo decir a mí misma mientras compruebo mi preciosa voz.
—Vale —contesta con un asentimiento, como si no le importara nada—. Oye, pero… —Lo estoy oyendo, de verdad. Continúa—: Me muero de hambre. No he podido cenar nada. —Dímelo a mí. Estoy aquí porque me he saltado la cena—. Vamos a pillar algo —propone.
—¿Te refieres a ahí fuera?
Las ventanas se están volviendo blancas. Es como mirar a través del cristal de una lavadora en funcionamiento.
—Deberíamos irnos —señala mientras coge el abrigo—. Antes de que el tiempo empeore.
Bueno, vale.
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