oye algo similar a un pedo antes de que la crema caiga sobre su mano ilesa. No es incómodo, para nada. Ahora soy yo la que intenta actuar con naturalidad—. Diviértete.
Se ríe un poco y se aplica la crema sobre la herida. La extiende hasta que se convierte en una película fina, transparente y brillante y la piel se le vuelve resbaladiza. Se cubre el área sensible y la masajea con los dedos. Debería hacerlo en privado, sea lo que sea. Mac se lleva la mano a la nariz y la olfatea antes de acercarla a mí.
—Huele.
—No —contesto mientras me echo hacia atrás.
—¿Estas cosas caducan?
Inspecciono el tubo enrollado.
—Caducó en 2003.
Vuelve a olerla y se aparta. La curiosidad me supera.
—Bueno, deja que la huela.
Me tiende la mano. Es evidente que desprende cierto aroma, no son imaginaciones suyas. Olfateo el tubo para ver si coincide, pero la crema apenas tiene olor.
—Creo que eres tú —comento—. Es tu sangre.
—¿A qué te refieres con que es mi sangre?
—A que te has hecho mala sangre.
—Mi sangre no es mala —contesta, seguro.
—Me refiero a… En plan… Por lo que te haya pasado.
Se mira la mano y la sonrisa atómica se desvanece. Tal vez he dicho algo que no debía. Mientras tanto, la pobre herida sigue ahí, al aire.
—Deberíamos tapártela.
Comienzo a vendarla, por lo que tengo que sacar la mano izquierda y volver a colocarla sobre la mesa. Mientras lo hago, una y otra vez, mi antigua frustración regresa. Tengo preguntas y él, respuestas, pero, en lugar de llegar y formularlas, no paro de dar rodeos envuelta en la ignorancia y la cobardía. Quizá la oportunidad de romper el círculo no vuelva a presentarse, por lo que digo:
—¿Qué ha ocurrido?
Entonces, él cierra los ojos. Déjame adivinar. Estaba cortando leña para encender una hoguera. Estaba salvando a un gatito subido a un árbol. Se había ofrecido voluntario para quitar la nieve con una pala.
—He golpeado un ladrillo —responde Mac, y aleja la violencia de lo que parece un acto violento, como si fuera lo único que se podía hacer.
Trato de imaginarme el puñetazo y a Mac dándolo, pero no puedo. No entiendo lo que debe de haber ocurrido para que esta apacible persona haya perdido los nervios de ese modo. Lo que sí comprendo es cómo debe de sentirse por lo ocurrido: una confusa mezcla de vergüenza, arrepentimiento y algo parecido al orgullo. Abre los ojos y espera mi reacción.
—Bueno —digo tras reflexionar—, tu mano sigue teniendo mejor aspecto que la mía.
Sonrío ante la broma, por lo que se siente lo bastante seguro como para hacer lo mismo.
Naciste diferente. Los bebés tienen cinco dedos en cada mano y en cada pie. Tú no. A ti te ha tocado una mano con solo dos dedos, el pulgar y el anular, y apenas se pueden considerar como tal. La malformación se conoce como simbraquidactilia. Es una palabra que daña el cerebro solo con escucharla, de modo que alguien muy creativo inventó un nombre más simple. Cuando una persona tiene un miembro con aspecto distinto decimos que tiene (redoble de tambores, por favor) una extremidad diferente. Por otra parte, los padres van a su rollo. A tu mano izquierda la llaman «mano especial».
Cuando eres pequeña, tus padres reflexionan seriamente sobre someterte a cirugía, pero, al final, deciden no hacerlo. En lugar de eso, depositan todas sus esperanzas en un enfoque arriesgado llamado autoaceptación. Al principio, parece que funciona. Eres una niña distraída y despreocupada. No sabes qué es tener diez dedos y no parece que haya nada malo en ello. Mamá y papá dejan que lo entiendas por ti misma. Abrocharse las camisas es un rollo y nunca sientes que estés agarrada con la fuerza suficiente al manillar de la bicicleta, pero estas cosas no parecen raras, solo son así.
Luego, creces. Te percatas de que el resto te mira. Siempre te han mirado, pero no te habías dado cuenta hasta ahora. Tu mejor amiga desde la guardería, Isla, te defiende con fiereza de las risitas de los chicos. Comienzas a verte con nuevos ojos. Por primera vez, un doctor te describe como «discapacitada». Siempre has sabido que eres diferente, pero este nuevo término, a pesar de la objetividad con la que se pronuncia, hace que parezca que hay algo mal en ti. Te surge la duda sobre lo «normal» que eres. Empiezas a obsesionarte con tus diferencias de una manera que sabes que no resulta ni saludable ni útil. Te miras la mano hasta que deja de ser tal. Es una pequeña calzone unida a tu muñeca. O una serpiente que se ha tragado una vieja antena de televisor. Es el último fragmento de cinta adhesiva extraído de un rollo que no para de pegarse a sí mismo y se vuelve un nudo frustrante.
Tratas de atraer la atención de los demás para alejarla de lo que te diferencia de ellos. Llevas manga larga en verano, camisetas con eslóganes atrevidos e hipnóticos en la parte delantera. Bromeas, mucho, sobre todo a tu costa.
Cuando llegas a la adolescencia, lo superas. Te aburre el tema. En serio, ¿a quién le importa? Solo es una mano. Nada especial, ni mucho menos. Nadie le presta atención a una mano. Tú no. Ni tus amigos o familia. Eres consciente de ella, pero no te obsesionas. Solo parece que les importa a los desconocidos. El problema es que hay muchos extraños, siempre aparecen más y te recuerdan lo que habías olvidado. Resulta agotador. No tienes energía para educar a cada persona nueva que conoces. O para enfrentarte a los adultos de tu vida que aún no han aprendido. Es más fácil hundirte en la última fila, evitar sus ojos, hacerte pequeñita y callarte, callarte siempre.
18:54
Recojo el botiquín de primeros auxilios y vuelvo a colocarlo en el último estante. Me quedo agachada detrás del mostrador y lo toqueteo durante más tiempo de lo normal. Necesito pensar. ¿A qué ha venido esa llamada telefónica? ¿Por qué me ha pedido que la haga yo? ¡Y la sangre! ¡No podemos olvidar la mala sangre! Tal vez, al ponerme de pie, Mac haya desaparecido por arte de magia para que pueda volver a centrarme solo en mí.
Me levanto y mis plegarias han sido escuchadas, porque se ha desvanecido. No ha costado nada. Miro por la ventana, pero no hay rastro de él. A continuación, me apresuro hacia la puerta principal y echo el pestillo pegajoso para abstraerme del mundo. Suspiro de alivio. ¿O es de decepción? ¿Acabo de desaprovechar el momento más interesante de mi vida? Juro que estaba aquí hasta hace un segundo. Mac Durant. Se ha marchado sin despedirse. Ni darme las gracias por vendarle la mano. De repente, un ruido en la habitación de atrás hace que me gire. Cuando llego, Mac está sujetando uno de los fonógrafos.
—Cuidado —le advierto, aliviada al encontrarlo aquí y, a la vez, asustada de nuevo. Da tanto miedo como toparse con un unicornio: porque has asumido que no es real.
Doy un paso hacia delante y alcanzo el brazo del gramófono antes de que toque el disco. Ya hemos manchado la cara del señor Edison. Lo último que necesito es ser responsable de dañar uno de estos valiosos aparatos.
—Es de los años treinta —le informo—. No se puede romper.
—Tenemos un tocadiscos en casa.
—No es como este.
—Bastante similar. —Supongo que es genial que haya recuperado la confianza al máximo, pero, por desgracia, no tiene ni idea de lo que habla—. ¿Funciona? —pregunta.
Incluso en su estado actual, con el pelo grasiento y desaliñado y un claro rubor en las mejillas, Mac desprende un poder del que es difícil defenderse. Sí, el tocadiscos funciona, aunque no con cualquier disco, solo con los que pertenecían a Edison y estos se usan únicamente durante las visitas guiadas.