entronización del macartismo.
Aquel declive coincidió con los primeros diagnósticos sobre el “fin” o la “muerte” de la revolución (Jesús Silva Herzog, Daniel Cosío Villegas, José Ezequiel Iturriaga, Leopoldo Zea…), que abrieron un intenso debate dentro del campo intelectual y la clase política mexicana en el arranque de la Guerra Fría.3 Mientras se reproducía el enunciado del agotamiento del fenómeno revolucionario mexicano, combatido por el discurso oficial del partido hegemónico, el anticomunismo calaba en amplios sectores de las sociedades latinoamericanas.
La depresión del ideal revolucionario, que se observa tras el derrocamiento del Gobierno de Jacobo Árbenz en Guatemala y el golpe de Estado contra Juan Domingo Perón en Argentina, llevó al ensayista venezolano Mariano Picón Salas a decir en 1958 que las revoluciones estaban de salida en la historia de América Latina.4 El “revolucionarismo” era una actitud intelectualmente equívoca y perezosa que conducía a dar un nombre ennoblecedor a cualquier cambio brusco de Gobierno, fuera por un golpe de Estado o una insurrección popular. Al año siguiente, con la entrada de Fidel Castro en La Habana, el concepto de revolución logró su mayor esplendor desde la caída de Porfirio Díaz en 1911. Hasta Arnold J. Toynbee, el sereno historiador de la London School of Economics, llegó a pensar que la revolución era la forma histórica por antonomasia de la civilización latinoamericana y caribeña.5
El segundo gran momento de expansión del ideal revolucionario en América Latina puede enmarcarse entre 1959, cuando triunfa la Revolución cubana, y 1979, cuando los sandinistas derrocan la dictadura de Anastasio Somoza en Nicaragua. Fue aquel un nuevo periodo de internacionalización de proyectos revolucionarios en el contexto de la Guerra Fría, pero también de irreductible diversidad en la teoría y la práctica de la revolución latinoamericana. Nada más habría que recordar que en aquellas dos décadas tuvieron lugar las guerrillas guevaristas y la vía chilena al socialismo de Salvador Allende, los militarismos izquierdistas de los Andes y la lucha armada urbana en el Cono Sur.
Este libro recorre muchos movimientos revolucionarios y populistas del siglo xx latinoamericano. Algunos como el aprista en Perú, el gaitanista en Colombia o el chibasista en Cuba no llegaron al poder. Otros, como el primer sandinismo nicaragüense o la Revolución cubana de 1933 se vieron rápidamente frustrados. En sentido estricto, el volumen recorre diez revoluciones: la mexicana de 1910 a 1940, la nicaragüense de los años veinte, la cubana de los treinta, el varguismo brasileño, el peronismo argentino, la guatemalteca de 1944 a 1954, la boliviana de 1952, la cubana de los sesenta, la chilena de 1970 a 1973 y la sandinista que triunfó en 1979. Diez revoluciones en un siglo, que hicieron del estilo revolucionario el motor de la historia continental.
Josep Fontana definió la historia del mundo a partir de 1914 como el “siglo de la revolución”.6 La definición no podría ser más precisa para la parte de ese mundo que constituyen América Latina y el Caribe desde 1910. Sin embargo, esa tradición parece haber llegado a su fin en las últimas décadas del siglo xx. Con las transiciones a la democracia desde diversos regímenes autoritarios, en los años finales de la Guerra Fría, las reglas del juego político cambiaron en la región. Todas las izquierdas que llegaron al poder desde entonces lo hicieron por vías democráticas y no propusieron una dislocación de la sociedad como la practicada en el siglo xx.
Si algo demuestran las más recientes experiencias de la izquierda gobernante latinoamericana, desde Hugo Chávez hasta Andrés Manuel López Obrador, es que la tradición revolucionaria del siglo xx puede ser simbólicamente aprovechada desde las democracias del xxi. Pero una vuelta a la destrucción del orden social y a la refundación del sistema político parece descartada por las izquierdas hegemónicas. La democracia, con todos sus límites y todas sus impugnaciones, establece cauces institucionales y legales para el cambio social. En ese horizonte, la revolución, como método y espíritu, pierde presencia después de un siglo de apabullante protagonismo.
Un efecto distorsionante de la caída del muro de Berlín y la hegemonía neoliberal de fines del siglo xx fue que se asumió la transición a la democracia como rebasamiento de las coordenadas de la cultura política revolucionaria. Como pudo verse en la primera mitad década del siglo xxi, la aspiración a un desahogo democrático de demandas de igualdad económica, justicia social y soberanía nacional sigue estando viva en la izquierda latinoamericana. El fracaso de tantos proyectos inscritos en esa tradición, por sus propias derivas autoritarias o por la reacción implacable de la derecha, no hace más que confirmar la vigencia del ideal de las revoluciones democráticas en el siglo xxi.
La Condesa, Ciudad de México,
Navidades de 2020
1 Hobsbawm, 2017, p. 283.
2 Thompson, 2016, pp. 353-357.
3 Ross, 1972, pp. 25-60.
4 Picón Salas, 1958, p. 42.
5 Gaos, 1962, p. 7.
6 Fontana, 2017, pp. 11-13.
introducción
el siglo de la revolución
En un conocido pasaje de La rebelión de las masas (1929), José Ortega y Gasset, pensando en Europa, aseguraba que el xix había sido el siglo de la revolución.1 Ya para entonces, fines de los años veinte, la atracción juvenil por el bolchevismo se había disipado y el filósofo español observaba que la idea noble de revolución, en la Italia de Mussolini o en la Rusia de Stalin, se convertía en “el perfecto lugar común”.2 No pensaba, desde luego, Ortega –como décadas después lo haría el marxista británico Eric Hobsbawm– en América Latina, donde comenzaba a escenificarse lo contrario: la idea y la creencia en la revolución, no como interrupción, sino como aceleración de la historia, como lógica del cambio total, económico, social, político y cultural de una sociedad.3 Es evidente, como ha sostenido Alan Knight y otros historiadores, que entre 1910 y 1940, el tipo de revolución que se produjo en México no fue marxista o socialista, pero fue “real”.4 El concepto de revolución que asumieron sus actores, en muchos casos, fue leninista sin saberlo, fabianamente leninista, por así decirlo.
La tradición liberal del siglo xix (Constant, Tocqueville, Stuart Mill…), como advirtiera Norberto Bobbio, aceptaba la idea de la revolución como cambio gradual de un orden social y político.5 Desde las primeras líneas del célebre Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1819), Constant llamaba “feliz” a la Revolución de 1789, por su resultado a la larga de un Gobierno representativo en Francia, aunque deploraba sus “excesos”, aludiendo no solo al jacobinismo, sino también al bonapartismo. En América Latina, como ha ilustrado Antonio Annino, la historiografía decimonónica sobre las revoluciones de independencia (Mier, Alamán, Mora, Lastarria, Bello, Mitre…) reprodujo aquella idea antijacobina de la revolución, estableciendo analogías entre el terror y los momentos de mayor violencia antiespañola.6 Para fines del siglo xix, la idea de revolución que predominaba en la región estaba asociada a la revuelta, el levantamiento militar o, incluso, a un proceso de reformas desde el Estado, y no con el cambio del orden social y político.
Revoluciones eran, como advirtió el pensador argentino Ezequiel Martínez Estrada, en México, la de Tuxtepec en 1876; en Argentina, la del Parque en 1890, y en Chile la antibalmacedista o “guerra civil” de 1891: las tres, sublevaciones militares o cívicomilitares contra un Gobierno legítimo.7 Mucho más cercanos al concepto de revolución, como cambio del orden social y político y no como remoción violenta de un Gobierno, fueron el golpe militar republicano de 1889 en Brasil o la última guerra de independencia cubana, que no reclamaron plenamente para sí el término de revolución. José Martí en Cuba y Ruy Barbosa en Brasil dotaron