liberalismo latinoamericano del siglo xix legó dos maneras de conceptualizar la revolución: como revuelta o como reforma. El primer concepto significaba la vía violenta o insurreccional de acceso al poder; el segundo, la aplicación de medidas de modernización social desde el Estado constituido. En el México del siglo xix, los mayores intentos de transformar la sociedad posvirreinal, el de Mora y Gómez Farías en los años treinta y el de Juárez y Ocampo en los cincuenta, se autodenominaron “reformas”. A principios del siglo xx, los proyectos de Carlos E. Restrepo en Colombia e Hipólito Yrigoyen en Argentina asumían la terminología revolucionaria desde un punto de vista reformista y republicano que demandaba poner fin al militarismo y el autoritarismo de la región. En noviembre de 1910, en México, esa manera latinoamericana de entender la revolución cambió en ambos sentidos: como asonada o golpe y como reforma o transformación desde arriba. A partir de entonces, en América Latina comenzará a circular un ejemplo histórico de revolución que era, a la vez, una insurrección popular y un vuelco al orden social y político de una típica república de orden y progreso.
la revolución con mayúscula
Siempre vale la pena regresar a los escritos políticos de Lenin entre las revoluciones de febrero y agosto de 1917, en Zúrich o en Petrogrado, y al ensayo El Estado y la revolución (1917) que escribió en aquel verano en su último exilio en Finlandia. Allí esbozaba la existencia de una lógica o, más bien, una dialéctica revolucionaria a través de dos o más fases.8 Con la Comuna de París y los textos de Marx y Engels sobre aquel proceso a la vista, el líder bolchevique suponía que la etapa demócrata burguesa de la Revolución rusa sería rebasada por otra, socialista, impulsada por los soviets de obreros, campesinos y soldados y el partido bolchevique. El tránsito socialista respondía a un curso natural que Lenin creía descifrado en los textos de Marx y Engels y en la propia historiografía liberal sobre la Revolución francesa. No en balde establecía equivalencias entre los bolcheviques y los jacobinos y catalogaba el golpe de Kornílov como “bonapartismo”. En Lenin el concepto de revolución correspondía a la experiencia de un sujeto metahistórico.9
Pero la Revolución con mayúscula, a pesar de tener un camino teóricamente trazado, requería de la voluntad y la inteligencia de los bolcheviques para triunfar, ya que se trataba de “un viraje brusco en la vida del pueblo”.10 Este viraje que implicaba una aceleración de la historia: “En tiempos revolucionarios millones y millones de hombres aprenden en una semana más que en un año entero de vida rutinaria y soñolienta”.11 Edward Hallet Carr, François Furet y otros historiadores abusaron de aquella analogía entre jacobinismo y bolchevismo, dando pie al equívoco de la “revolución congelada” que estudiara Ferenc Fehér en los años ochenta. La idea de la Revolución rusa, tanto de Lenin como de Trotski, integraba las dos revoluciones, la de febrero y la de octubre, y no remitía al antecedente del terror, sino al de la Convención republicana de 1792 y a la Comuna de París.12 En todo caso, al articular un concepto metahistórico de revolución, que rebasaba y a la vez integraba las propias corrientes internas rusas –demócratas constitucionalistas, mencheviques, anarquistas, socialdemócratas–, el bolchevismo favorecía un análisis anatómico del fenómeno revolucionario como el que emprendería en los años treinta el historiador británico Crane Brinton.13
Reinhart Koselleck sostiene que luego de 1789 en Francia, la revolución, además de como un concepto, empezó a operar como una metáfora del lenguaje político moderno. A partir de entonces, la revolución fue una “necesidad histórica”, un “agente autónomo”, un “actor histórico mundial”, un “genio”.14 Lenin lo dirá con un proverbio ruso: “Echa a la naturaleza por la puerta de la casa y entrará por la ventana”.15 En México, esa construcción semántica arranca cuando diversos movimientos regionales, con bases sociales, liderazgos y programas específicos, como los de Pascual Orozco en el norte y Emiliano Zapata en el sur, respaldan el Plan de San Luis Potosí y el levantamiento antirreeleccionista de Francisco I. Madero y luego se oponen al primer Gobierno revolucionario. Los manifiestos antimaderistas de fines de 1911 o principios de 1912, el de Tacubaya de Emilio Vázquez Gómez, el de Ayala de Emiliano Zapata o el de Ciudad Juárez de Pascual Orozco, marcan el momento en que el concepto de revolución se vuelve una entidad metahistórica.
El Plan de San Luis Potosí mencionaba varias veces la palabra revolución para asociarla al significado de ‘insurrección’ y la R mayúscula que se reiteraba era la de República. Pero en aquellos documentos antimaderistas sí aparece, desde las primeras líneas, la poderosa metáfora de la Revolución con mayúscula.16 Vázquez Gómez hablaba de una “Revolución gloriosa del 20 de noviembre…, frustrada” por Madero: primera presencia, tal vez, del tópico de la revolución traicionada en México.17 Los zapatistas también desconocían a Madero como “jefe de la Revolución”, que escribían con mayúscula, pero adjetivaban la nueva revolución como Revolución Libertadora, que compartían con los orozquistas y que pronto comenzará diferenciarse regionalmente como “Revolución del Sur y Centro de la República”, según la Ley Orgánica de noviembre de 1911.18 Es Orozco, en sus manifiestos de marzo de 1912 quien formula de manera cabal la metaforización del concepto. El líder norteño hablaba de una “revolución maderista”, con minúscula, que había sido dejada atrás por la “gran revolución de principios y a la vez de emancipación” que había triunfado en Ciudad Juárez y que, luego de la traición de Madero, “va hacia delante”.19
El lenguaje político de Madero era profundamente republicano, así como el de Carranza, en el Plan de Guadalupe, era constitucionalista. El concepto central de aquel breve documento carrancista no era la república o la revolución, sino la Constitución. Madero era el presidente constitucional legítimo, derrocado y asesinado por el traidor Victoriano Huerta; el nuevo Ejército se llamaría Constitucionalista y su líder, el gobernador constitucional del estado de Coahuila, Venustiano Carranza, asumiría el título de primer jefe del Ejército Constitucionalista.20 Es sabido que algunos firmantes del Plan de Guadalupe (Lucio Blanco, Jacinto B. Treviño, Rafael Saldaña Galván, Francisco J. Múgica y Aldo Baroni) conminaron a Carranza a que incorporara al texto algunas reformas sociales en materias agraria y obrera, pero el líder insistió en que era preciso limitarse al legitimismo constitucionalista para derrocar a Huerta.21
En un manifiesto de Zapata, el 4 de marzo de 1913, pronunciado desde Morelos, el líder sureño presentaba el cuartelazo de Huerta como el origen de una tercera dictadura, que continuaba la de Díaz y la de Madero, y que se “burlaba de la revolución”, de sus “ideales” y de sus “frutos”.22 Cosa que, al decir de Zapata, “no permitirá ni tolerará” la propia revolución, que “no depondrá las armas hasta no ver realizadas sus promesas y luchará con esfuerzo titánico hasta conseguir las libertades del pueblo, hasta recobrar las usurpaciones de tierras, montes y aguas del mismo y lograr por fin la solución del problema agrario”.23 En el zapatismo se producía la sinécdoque más poderosa, en la disputa por el sentido de la Revolución mexicana: una revolución que seguía siendo la originaria de 1910, cuyo proyecto de “Reforma Política y Agraria”, también con mayúsculas, la definía ideológicamente.
Como ha sugerido recientemente Ignacio Marván, el constitucionalismo del movimiento carrancista, referido a la Constitución de 1857, tampoco era ajeno a la demanda de reforma agraria, social y política.24 Desde sus orígenes, en 1913, el carrancismo incluyó, junto con la restauración del texto de 1957, una voluntad reformista que muy pronto giró a favor de un nuevo proceso constituyente. Esto explica que, primero, la Convención de Aguascalientes y, luego, el Congreso Constituyente de Querétaro demostraran que, en nombre de la revolución originaria de 1910, podía articularse una demanda de síntesis ideológica del programa revolucionario mexicano. Más allá de las evidentes diferencias entre cada corriente interna, ese programa logró plasmarse con nitidez en la Constitución de 1917 y en la política de los primeros Gobiernos posrevolucionarios, especialmente con Álvaro Obregón entre 1920 y 1924 y con Lázaro Cárdenas entre 1934 y 1940. La idea de la Revolución mexicana que se difundió con tanta intensidad en América Latina en la primera mitad del siglo xx fue esa: la de un movimiento popular que aplicaba una reforma agraria desde premisas comunales, establecía el dominio público sobre los recursos energéticos, alfabetizaba y elevaba el nivel educativo