Alejandro Garay Celeita

Constelaciones visuales


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colombianos bajo una dimensión transformadora, tanto de las realidades del viajero como de la geografía y el espacio visitado.

      De las primeras imágenes de las que se tenga noticia de viajeros que recorrieron Colombia durante el siglo XIX fueron obras impresas, tanto en los libros como en algunas revistas ilustradas14. Una de las primeras imágenes que dan inicio a este trabajo consiste en uno de los más tempranos ejemplos de obras visuales publicadas en un texto, en este caso, en las memorias de Charles Stuart Cochrane de su visita por Colombia entre los años de 1823 y 182415. La imagen constituyó un objeto esencial para el viajero a su regreso a su país de origen. La preocupación por imprimir imágenes era el objeto final de una práctica extendida del viaje; por tanto, los viajeros, además de ser autores, también son coleccionadores, compradores y copiadores de imágenes, propias y ajenas. Nociones particulares del mundo de las artes como la de la originalidad o la autoría son en extremo opacas en el ambiente general de los viajeros a Colombia durante el siglo XIX16.

      La imagen constituyó un objeto esencial para los viajeros a su regreso a sus países de origen. La naturaleza de la visión de estos viajeros creó una forma de entendimiento en la cual el sujeto observador y el objeto observado se constituyeron uno a partir del otro. Así como el libro de Said fue pionero en la literatura, en el campo de la cultura visual el texto de Bernard Smith de la misma década (1960), European Vision and The South Pacific, fue una obra seminal, en la cual el autor analiza el papel de estas fuentes visuales en la concreción de la mirada occidental sobre el Pacífico17. Smith no solo pone énfasis en las asociaciones coloniales de estas fuentes, en términos de control y dominación local, sino que también acentúa su mirada en las ambigüedades y contradicciones que las imágenes llevan consigo en ese proceso de imaginación de un nuevo territorio. Este libro dialoga con esta visión, la cual propone la imagen como un artefacto que produce y que crea unas formas de pensar entre el viajero y el territorio visualizado.

      Este libro se identifica con una puesta teórica de la imagen como una “forma de pensamiento”18, portadora y creadora de diversos saberes, de la misma manera, como un vehículo que produce e incorpora nuevas formas de conocimiento: la imagen como pregunta, como una exigencia, como una práctica de pensar constante. La imagen del viajero del siglo XIX, lejos de ser una mera ilustración que documenta, será considerada en este libro como un acto y un proceso que cuestiona e interpela. La imagen como promesa y deseo. Esta visión, entonces, sin pretender desconsiderar otras maneras como se han analizado estas obras, asocia la imagen como el lugar de las incertezas, más allá de la técnica, del territorio de la representación, del historicismo y, por tanto, se inscribe dentro de la pregunta por la vida propia de la imagen, de su acontecer, de los múltiples montajes que provienen del autor así como del observador y de sus constantes relecturas.

      Pensar en estas imágenes ha constituido un desafío constante, pues su misma naturaleza está asociada a unos montajes y a unas asociaciones de diferentes órdenes. Existe una primera indicación importante sobre los viajeros y sus registros y es la opacidad que existe y la forma espectral como estas fuentes aparecen y reaparecen en las diferentes narrativas sobre el país19. Acudo a esta figura derridiana del espectro, pues muestra unas rupturas asociadas a cierta continuidad lineal del tiempo que ayuda a pensar estas fuentes fuera de un orden teleológico y se asocian más a unos restos del pasado, a unas posibilidades del futuro en un constante juego con el presente. En su forma de aparecido, quien asedia, quien conjura y quien finalmente desafía cierta racionalidad ontológica de un tiempo diacrónico; “the time is out of joint”, como figura de un tiempo dislocado, fuera de cualquier eje y como indicación de unas temporalidades desajustadas e injustas. A propósito, Walter Benjamin y Aby Warburg revelan cómo existen unas impurezas en la concepción tradicional del tiempo, las cuales hacen parte de unos fenómenos que son policrónicos y heterocrónicos. Esta posición de un tiempo que procura una revisión a las reflexiones darwinistas de una teoría evolucionista, con un fin determinado y esquemático, procura pensar unas dinámicas conceptuales sobre la escritura y la imagen, a partir de una relación que está lejos de ser estable o única.

      Este libro también considera una noción de la imagen que cubre un espectro amplio de miradas no solo de orden histórico, sino especialmente teórico, debido a su misma naturaleza asociada a cuestiones filosóficas difíciles. Por ejemplo, como lo han sugerido diversos estudiosos, la etimología de la palabra imagen, en griego eidolon, recuerda la complejidad y la multiplicidad que lleva consigo la noción misma de este concepto. Eidolon como imagen simulacro y también como eikon (‘semejanza’, ‘similitud’), por lo cual la imagen se asocia con otra imagen que es por antonomasia doble, una especie de fantasma, de espectro. De la misma manera, la palabra se vincula a la memoria y a la imaginación como territorio donde se forman las imágenes20. Esta asociación de la imagen como sombra, fantasma, hace referencia a la posición de Walter Benjamin, quien consideraba la historia como una catástrofe que se podía reconocer por medio de las imágenes fotográficas, visuales y literarias21. De la misma manera, Aby Warburg asocia la imagen a través del concepto de pathosformel con un montaje, una forma del fantasma, de corporeizar su movimiento y su voluntad. Gottfried Boehm va a sostener que esta manera de asumir la imagen posiblemente proviene de la tradición alemana, donde el concepto Bild es sustancial (diferente al del latino imago), a través del cual la imagen significa tanto su aspecto material como espiritual, considerados los dos como elementos en comunión, junto con el poder de la producción y la formación de la misma22.

      En un movimiento de corte antropológico, el mismo Aby Warburg asume la complejidad del tiempo de las imágenes a través del concepto de Nachleben. Para él la relación entre la historia y la imagen se da a partir de una dimensión en la cual el tiempo tiene unas formas plurales, anacrónicas e impuras. Esta supervivencia de las imágenes desafía lo cronológico y asume un papel central en su relación con el pasado23. Tanto el Pathosformel como el Nachleben convergen en una estructura sintomática donde emerge una visión que hace referencia a un proceso por el cual las imágenes concentran la memoria cultural, que comprende elementos que desaparecen y regresan en diferentes lugares y con diversas formas. Para Didi-Huberman esta antropología de la imagen viviente (imagen como gesto) permite pensar las imágenes como un archivo “que no puede organizarse como un simple y puro relato” y que por el contrario está asociada con lo que él denomina “conocimiento por el montaje”, pensamiento desarrollado por diversos pensadores como Benjamin, Bataille, Warburg, Brecht, Eisenstein, entre otros24.

      Considero que esta noción de montaje brinda unas herramientas metodológicas así como teóricas para un acercamiento más atento, si se quiere, arqueológico, de las imágenes de los viajeros. Tanto los viajeros mismos como los observadores (historiadores, curadores, etc.) han creado sus propios archivos de imágenes. Incluso, el mismo acto del viaje está vinculado con la práctica del archivo, al estar atado con una serie de gestos, negociaciones y mediaciones sobre la temporalidad y la materialidad del mismo viaje. El viajero es un constructor constante de archivos, no solamente como un acto matérico, al reunir objetos e imágenes, sino también como una práctica que involucra la actividad de la escritura, la copia, el coleccionismo, la unión de fragmentos, etc. Este proceso de archivología está lejos de ser una mera actividad de coleccionar imágenes y artefactos. El archivo, tal como lo sugiere Derrida, se debate entre una alianza entre un lugar y la ley, entre un espacio como soporte de la inscripción, el lugar de domicilio y la autoridad, pero sobre todo en una pulsión constante por el ahora y, en especial, por una experiencia por la promesa, por el porvenir. Asumir el riesgo por una arqueología de la imagen es sobre todo el intento por ensamblar fragmentos sobrevivientes que refieren constantemente a diversos lugares y temporalidades heterogéneas, y que hace referencia directa a la noción misma de archivo propuesta por Derrida como una “consignación” que está atada a cierta exterioridad: “No hay archivo sin lugar de consignación y sin una cierta exterioridad. Ningún archivo sin afuera”25.

      El montaje atiende a una dimensión heterogénea de la imagen y es, más que nada, una constelación espacial. De ahí que contemple no solo el orden del espacio, sino también de la superficie de la imagen. El reconocido trabajo del genero de los atlas visuales de Warburg se asocia con