Josep M. Català

Estética del ensayo


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algo real, sino que más bien construye una realidad que aún no existe, un nuevo tipo de realidad.42

      Pensemos en aquellas configuraciones visuales que, en lugar de utilizar los parámetros artísticos para reflexionar visualmente, pretenden viajar en dirección contraria, es decir, en la de visualizar los procesos de reflexión para conferirles una condición estética. Es el caso de las curiosas imágenes del artista norteamericano Paul Laffoley (figura 3), quien pretende adentrarse por un tipo de arte que denomina hiperespacial. Sus complejos diagramas no son tanto procesos de pensamiento a través de la imagen, como procesos de pensamiento convertidos en imágenes.

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      Teshigahara, director de la conocida película Una mujer en las dunas (1964), es asimismo autor de, por lo menos, un film que podría considerarse un ensayo: Tokyo 1958. Se trata de una panorámica excéntrica sobre la ciudad japonesa que podría incluirse en la larga lista de documentales urbanos pero que se aparta de esta tradición por el hecho de que no sigue una línea específica ni identifica la ciudad con una faceta única, sino que la explora desde múltiples perspectivas, no todas ellas completamente lógicas ni necesarias. Se trata de darle forma a la ciudad, de convertir su tenso calidoscopio en una estructura que sea significante a través de la reunión expresa de algunos de los elementos que tienen relación con la ciudad.

      En 1984, Hiroshi Teshigahara realizó un documental sobre Gaudí que supuso el inicio de la fascinación japonesa por el arquitecto catalán. Gaudí es algo más que un documental de arte, es un estudio sobre la significación de la forma. Sería lógico suponer que lo que atrajo al director japonés de la obra de Gaudí era el contraste que sus formas representan con respecto a la sobriedad de la arquitectura de Japón, así como con el temperamento general de su arte. Pero si nos atenemos a un documental que el propio Teshigahara realizó en 1956 sobre el ikebana, o arte del arreglo floral, observaremos el asunto desde una perspectiva distinta. En este film, el director japonés, después de examinar las bases de una tradición milenaria que ha creado centenares de estilos de arreglo floral, acaba desembocando en el mundo contemporáneo donde lo que en un principio era solo un gusto por la decoración mediante flores vivas se ha convertido en un proceso de abstracción de las formas que, desde las flores, se ha desplazado a otros materiales. Lo que despertaría, pues, el interés de Teshigahara por Gaudí no sería tanto el descubrimiento de un mundo de elaboraciones barrocas como la libertad formal del arquitecto, el carácter orgánico, natural, de sus estructuras, en una palabra: la exploración estética que el arquitecto catalán lleva a cabo con sus estructuras arquitectónicas, que coincidiría con el que alimenta la base de la filmografía del director, especialmente por lo que respecta al ensayo sobre Tokio y al documental sobre la tradición del ikebana, que además están relacionados con la propia tradición familiar de Teshigahara, ya que su padre y su abuelo fueron maestros de ese arte.

      A partir de esta fascinación, Teshigahara emplea la cámara para descubrir los fundamentos de las formas arquitectónicas de Gaudí que, desde de la otredad máxima, se identifican con su propio espíritu. Es un film que nace, por tanto, del asombro del descubrimiento, y es el asombro lo que pretende transmitir. Ahora bien, no es tanto un asombro producido por lo absolutamente nuevo, sino por lo reconocible en el seno de la novedad. De ahí que el documental de Teshigahara se dedique a examinar las formaciones de Gaudí para desvelar en ellas lo que tienen en común con el espíritu del ikebana, su sentido de la armonía en lo inconexo, sus traspasos entre lo orgánico y lo inorgánico. En este punto, el film se transmuta en un ensayo visual que va más allá de la simple constatación documentalista.

      Podemos decir del ikebana lo que he dicho antes de las composiciones de Paul Laffoley, que son procesos de pensamiento convertidos en imágenes. La armonía, o un determinado sentido de la armonía, está presente en ambos como un elemento sustentador y conductor de los procesos mentales contenidos en las imágenes y sus relaciones. En el caso de los diagramas de Laffoley antes citados, las imágenes están relacionadas con conceptos, mientras que en la técnica del Ikebana se relacionan con impresiones estéticas. Pero en ambos casos hay una tradición detrás de esos fundamentos, tradición que se introduce en el proceso y que es analizada por él. Esta vía de preservar el pasado, que consiste en incorporarlo estructuralmente y de manera sistemática en la elaboración del presente, y de la cual el ikebana funciona como la representación de un rasgo cultural japonés, nos lleva a pensar en la posible repetición occidental del fenómeno y su probable relación con los orígenes del ensayo audiovisual que se centraría en el ámbito de las vanguardias y concretamente en la figura de Picasso.

      Hasta hace poco era indiscutible la necesidad que tenía cada generación de traducir, y por lo tanto de asimilar, de nuevo a los clásicos, lo que significaba que los clásicos lo eran precisamente porque ofrecían respuestas renovadas a los problemas de cada época, si bien para obtenerlas era necesario un ejercicio de traducción, de adaptación o de relectura: un ejercicio, en definitiva, de hermenéutica. Pero ello era antes de que se hubiera roto el vínculo con el denominado Canon a través del que se mantenía viva la tradición cultural de Occidente, una ruptura que, como advierten, cada cual a su manera, Harold Bloom y Sloterdijk, conlleva importantes consecuencias. No deja de ser curioso, sin embargo, que esta creencia se refiriera, cuando aún estaba en activo, solo a la literatura y poco o nada tuviera que ver con la pintura, especialmente cuando esta ha conformado una tradición no menos sólida que la literaria durante el mismo período. Quizá sea porque la ruptura vanguardista de principios del siglo XX en general, así como las proclamas de la versión norteamericana del arte abstracto en particular, provocaron una temprana ruptura con el canon visual que luego no ha sido ya discutida. Sin embargo no deja de ser altamente significativo que una discontinuidad con la tradición visual tan drástica como esta se haya asumido con relativa facilidad, cuando una operación similar producida en el terreno literario encuentra fuertes resistencias y provoca aún ahora extraordinarias polémicas. Es cierto que, en su momento, la ruptura vanguardista generó innumerables discusiones, pero de diferente calibre. Por ejemplo, Bloom, que ha asimilado sin problemas a Joyce o a Faulkner, no apunta en sus críticas hacia las fracturas formales de, pongamos por caso, los escritores surrealistas, sino que sus quejas se centran esencialmente en la brusca interrupción de un determinado rasgo espiritual largo tiempo aquilatado. Sin embargo, la quiebra de una tradición formal debería ser considerada igualmente inquietante para los que la juzgan así el cambio en el canon literario, y seguramente lo sería si no estuvieran limitados por las propias características de lo que pretenden preservar. La discontinuidad en la tradición visual se observa como un problema interno de la historia del arte, mientras que la correspondiente ruptura en la tradición literaria se contempla como una bancarrota espiritual.

      En general, podemos decir que el canon que ahora se reivindica ha privilegiado en gran medida el texto y se ha olvidado completamente de la imagen. Como sea que se acostumbra a señalar a la creciente hegemonía de lo visual en nuestra cultura como la principal culpable de la bancarrota del pacto literario, se podría pensar que esta fisura no sería tan grande ni tan traumática si, por lo menos, conserváramos los vínculos con la tradición pictórica, es decir, si cada generación hubiera considerado y siguiera considerando necesario revisitar las obras máximas de la tradición visual para interpretarlas de nuevo de acuerdo con sus intereses. Si como indican los agoreros, estamos perdiendo la palabra, nos quedaría por lo menos la mirada. La obstinada tendencia vanguardista de la modernidad hizo que durante bastante tiempo esta recuperación fuera prácticamente imposible, al patrocinar la idea de que cada generación debía por el contrario inventarlo todo, que cada artista, si quería sobrevivir como tal, estaba obligado a levantar prácticamente de la nada su cosmos visual una y otra vez. Puede que tal pretensión fuese, luego, imposible de cumplir, pero la sola idea de su necesidad impedía cualquier vínculo potencial con la tradición iconográfica. Con los ojos fijos en el futuro, el vanguardista no atinaba a comprender la presión que el pasado ejercía sobre sus espaldas.

      La obra de Picasso se considera