Josep M. Català

Estética del ensayo


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la literaria: no sería cuestión de pensar por lo tanto que una hubiera expulsado a la otra, como ahora se dice, sino que ambas habrían experimentado, prácticamente al unísono, una similar interrupción, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que, como nos recuerda Mario Praz en su Mnemosyne,44 la literatura y las artes visuales han ido subrepticiamente de la mano durante varios siglos. El cuadro de Picasso Les demoiselles d’Avignon, de 1907, sería entonces no solo la obra que inauguraría una nueva forma de ver, como tantas veces se ha dicho, sino también la que pondría en marcha de manera más fidedigna la idea de la revolución continua y la necesidad de dar perennemente la espalda al pasado, tan típica de la modernidad. Pero Picasso no es un pintor fácil que se deje encerrar en los límites de un solo significado. Lo cierto es que Les demoiselles d’Avignon también puede considerarse la obra fundadora de una visualidad compleja cuyo alcance solo años más tarde sería del todo asimilado y que implica lo contrario de cerrar los ojos a las diversas corrientes que confluyen en ella. Aparece aquí una primera paradoja de las tantas que recorren la obra de Picasso y que son precisamente el resultado de su intrínseca complejidad. ¿Qué significa, para nosotros, la complejidad visual sino una constante revisión de las raíces, un replanteamiento continuado del propio proceso de formación: es decir, no un gesto excluyente, sino una firme apertura a la posibilidad de asimilación? Nos encontramos, pues, con que la primera obra visual verdaderamente compleja de la modernidad, es decir, una obra fuertemente vinculada a una reconsideración profunda del pasado, también inaugura, de forma como digo paradójica, un período que parecía claramente destinado a glorificar la simplicidad y superficialidad del presente. Es así como de un gesto, el gesto vanguardista empecinado en dar la espalda a lo anterior, se desprenden los primeros brotes de una profunda actitud autorreflexiva y metarreflexiva que no puede dejar de incluir ese pasado en sus operaciones. Solo una personalidad genial, trabajando en el momento adecuado, podía ser capaz de aunar de manera auténticamente fructífera ambos impulsos. Eso no impide que, hasta ahora, a Picasso solo se le haya reconocido su capacidad para trabajar con uno de estos dos impulsos, el generado por el imaginario de la vanguardia. Para comprender el otro, deberíamos contar con la propia complicación que experimenta la idea de tiempo en la misma época en que Picasso empezaba su revolución visual, complicación que implica una consciencia de su complejidad, atestiguada tanto en la ciencia, con Einstein, como en el arte, con las ideas de Aby Warburg sobre los anacronismos y las supervivencias en la historia de las imágenes. La obra de Picasso sería desde su recuperación del tiempo pasado para reconstruir el presente un ejemplo de esta nueva complejidad temporal que más tarde Benjamin expondría en sus famosas tesis sobre la historia.

      Pero, antes de continuar, conviene que recordemos el papel jugado por Duchamp en el período vanguardista, ya que el espacio conceptual que inauguró Picasso en 1907 es el que luego recoge el artista francés para elaborar sus propuestas. Duchamp plantea a través de sus obras la problemática del arte en su momento de transición entre un paradigma que podríamos denominar plenamente estético y otro industrial y mercantil. El mercado del arte está naciendo en esa época y ello, en lugar de suponer el fin del arte, como se acostumbra a creer, implica tan solo su transformación, equiparable, por otro lado, a la que pudo experimentar cuando dejó de ser, por ejemplo, patrimonio esencial de la iglesia. Duchamp es consciente de estas transformaciones y realiza propuestas a la manera de experimentos que ponen de manifiesto el alcance de los cambios que están ocurriendo: su célebre urinario implica, como se sabe, la revisión del concepto de autor, así como la reconsideración de los espacios donde se exhiben las obras: una obra de arte lo será de ahí en adelante no por su calidad estética esencial, sino porque lo decide su autor y, especialmente, porque se introduce en un ámbito, como la galería o el museo, que le confieren ese estatus. Ese gesto abre la vía para el posterior arte conceptual, en el que será más importante la situación, física o mental, en la que se coloca el objeto que el objeto mismo como obra. Por otro lado, los Ready-made de Duchamp también ponen de manifiesto el proceso de transfiguración que experimentan al unísono los objetos industriales y las obras de arte, los cuales se encuentran a medio a camino en ese proceso mutuo de transformación que está estrechamente relacionado con la fenomenología del fetichismo de las mercancías del que hablaba Marx. Pero donde Duchamp se acerca más a Picasso es en el uso de la tradición visual como elemento de reflexión artística: Le grand verre (1915-1923) o las boites que lo acompañan, como La boîte verte, son una buena muestra de ello. Lo más interesante, desde la perspectiva de su relación con Picasso, es el hecho de que estos trabajos suponen la incorporación de una gran cantidad de material visual, a modo de citas o elaboraciones más o menos patentes del mismo. Pero lo que Picasso planteaba como un reciclaje de materiales pertenecientes, en su mayoría, a la tradición pictórica clásico-vanguardista, Duchamp lo amplía a materiales pertenecientes a la cultura popular e industrial, exponiendo así la tendencia del campo artístico en general.

      Sobre Picasso se ha dicho prácticamente todo, en especial si tenemos en cuenta que la urgencia vanguardista del siglo XX no abonaba precisamente el terreno para las relecturas y por consiguiente era de suponer que todo cuanto hubiera que decir de sustancial sobre un artista se habría dicho ya en su momento: que esto no fuera cierto y las obras vanguardistas siguieran generando teorías, y emociones estéticas, a lo largo de los años no dejaba de ser una prueba de lo insustancial de sus pretensiones negadoras del valor de la tradición. Pero la idea era que a los artistas visuales solo se les podía comprender históricamente, y ya sabemos que la interpretación histórica, o historicista, ha ofrecido siempre poco margen para las innovaciones conceptuales. Habría, por tanto, que aplicarle a Picasso su propio método complejo y acabar así con la idea, o el tópico, de que en la cultura visual el vínculo con el pasado es de carácter positivista, que la evolución de la imagen no es más que un movimiento histórico conectado, en última instancia, a un hecho estético de carácter también históricamente limitado: es decir, abonado tan solo para el recuerdo o para el placer visual inmediato, pero agotado para el conocimiento una vez superada la época a la que cada obra pertenece cronológicamente. Es necesario revisitar Picasso quizá para reinventarlo, es decir, para someter su complejidad a una lectura idóneamente compleja que entienda la historia de una forma no historicista y que, por consiguiente, se preocupe más de las temporalidades que de la historia propiamente dicha: que considere que las capas temporales que, junto a las espaciales, configuran las imágenes continúan activas más allá de la adscripción de estas a una época determinada. Desaparecido el contexto social donde generaban respuestas, las imágenes siguen planteando preguntas. En realidad, una operación como esta convertiría algunas obras de Picasso en imágenes-ensayo que contendrían el germen del imaginario que a la larga da cabida al film-ensayo.

      Algunas imágenes de Picasso son reflexiones visuales en el sentido de que parten de un proceso de pensamiento efectuado a través de las formas pero también porque, en algunos casos, este proceso implica una envergadura y una complejidad que las convierten en prototípicos ensayos visuales. Esto sucede, por lo menos, en una de ellas, Las demoiselles d’Avignon, un cuadro que va más allá de la simple ruptura formal para convertirse en el resultado de un experimento casi de laboratorio, como lo prueban los múltiples trazos que han quedado de los procedimientos conducentes a la confección de la imagen.

      En el museo Ingres de la ciudad francesa de Montauban se celebró en 2004 una exposición en la que comparaban las obras de Picasso y las de Ingres. Como se sabe, el pintor francés nació en esa ciudad y de Picasso se conoce la admiración que la obra de este le producía. En esa exhibición era posible detectar la capacidad reflexiva del pintor malagueño al poder comparar algunas de sus obras con las fuentes de las que partía. Es cierto que ambos pintores parecen, a primera vista, difíciles de conciliar, pero los nexos existen precisamente porque Picasso elaboró alguna de sus propuestas pictóricas no tanto como copias de su antecesor, sino como traducciones de estas.

      En una de las salas del museo se habían colocado, uno al lado del otro, sendos retratos confeccionados por Ingres y por Picasso. Concretamente, el que el pintor francés hizo de Madame Moitessier en 1856 y el de Dora Maar por Picasso, que data de 1937. Viendo juntos estos dos cuadros, era evidente que, además de los años que los separaban, también había entre ellos un tremendo abismo visual. Las similitudes entre las dos pinturas, teóricamente impredecibles, existían, ciertamente, pero su existencia, lejos de