Luis de llano Palmer, productor de televisión
José Ricardo Morales, dramaturgo
José Renau, artista y escritor
Antonio Rodríguez luna, pintor
Adolfo Sánchez Vázquez, filósofo
Jorge Ballester Bonilla, pintor
Artistas y escritores españoles en el vapor Vendamm, 1939. (Foto: José Renau/Arxiu Fundació Renau)
PRÓLOGO
Muchos fueron los desastres producidos por la guerra civil de 1936. Uno de esos desastres, que resulta en extremo sintomático pues compendia el nefasto resultado de aquella catástrofe, tiene que ver con la disolución de un proyecto de transformación, en profundidad y bajo el signo de lo colectivo, de la vida española. Un proyecto de transformación que, a lo largo de la década de los años treinta, acabó inflexionando también –no podía ser menos– el signo de la cultura.
Empleo el concepto de «lo colectivo» en un sentido, sin renunciar a ningún matiz, amplio. Porque si ese concepto remite a una interpretación ideológica y política que compartían, con variaciones sin duda importantes, socialistas, anarquistas o comunistas –también amplios sectores del republicanismo–, no es menos cierto que ese debate afectó asimismo –y muy decisivamente– a la producción y distribución de bienes culturales. La vanguardia, cuanto en ella había de torre de marfil, de solipsismo, tuvo que ir abriéndose a la plaza pública, al otro. El debate teórico en torno a estos extremos se llevó a cabo con una insistencia, y unos medios y maneras, distintos y plurales que ponen de manifiesto, entre otras cosas, el grado de actualidad que en aquellos años habían alcanzado esas cuestiones. Quienes alentaron y patrocinaron el alzamiento armado, alentaron y patrocinaron igualmente el final de ese debate, que afectaba a las relaciones sociales y económicas del país y, claro está, a la cultura que estaba en consonancia con esas nuevas relaciones.
La integración del intelectual y el artista –pensador, pintor, novelista, poeta, músico...– en el organismo social, formando parte de él como una mediación más en ese proceso de cambio de las relaciones de creación y distribución de productos culturales, empezó a ser una realidad, una cristalización ideológica real, poco antes de que estallara la guerra civil. El alzamiento militar puso fin a ese proceso y a la vez aniquiló o disgregó, reduciendo de facto a la inoperancia a quienes, quedándose en el exilio interior o abandonando el país, habían sobrevivido a la guerra. El exilio, el del exterior como el del interior, se sumió en su larga noche oscura, y un detritus de ello fue volver al pathos del canto desvalido, al canto de unas subjetividades desplazadas de su centro y de un proyecto integrador.
En el exilio, un tiempo-espacio de infortunio –terrible nacionalidad–, todas las actividades, escribir o trabajar en no importa qué oficio, son por igual maneras de dignificarse humanamente, de negarse a aceptar la derrota, de resistirse a tener que morir en vida. Es también, abandonada la certeza del feudo, del reducto familiar, una manera –pisamos un campo minado por la paradoja– de abrirse al mundo y a los demás. Y a uno mismo. Estas aperturas suelen a menudo –por desgracia no es siempre así– propiciar el encuentro con el otro, con lo plural y lo diverso.
La palabra del exiliado, la onda expansiva de sus creaciones, tiene –mientras existe el exilio, mientras está prohibido el regreso– un ámbito de resonancia extremadamente limitado. Esa limitación es parte del castigo. Un signo más de la tragedia que acompaña al exiliado. El exiliado escribe –al menos a corto plazo– historias para exiliados, para quienes cantan o se cuentan el mismo canto, el mismo cuento. Pero hay en su palabra grandeza, pues su palabra pronunciada o escrita –aun con la limitación de ser para unos pocos, aun cuando se le ha vetado a la fuerza el acceso a su auditorio natural– es un resorte que activa la necesidad-imperativo de narrar, de contar la historia no oficial, de ser testimonio.
La urdimbre de palabras escritas u orales, hilvanadas siempre unas y otras con la estofa del dolor y del desamparo, conforma un cúmulo de historias o fragmentos de historias que, inexorablemente, conducen a la memoria del origen, a la fuente de la vida, al centro perdido. El tiempo se detiene y la historia, convertida en último refugio, se torna tiempo mítico. La búsqueda oscurece –queriendo que lo alumbre– el porvenir. La razón del mundo estriba entonces en aferrarse al pasado, al haber sido, al ayer.
Todo propósito de allegar las experiencias personales remite necesariamente a referentes históricos. El mundo privado es otra de las muchas quimeras que se esfuman. Y, sin embargo, la trabazón discursiva de lo disperso y fragmentario se apoya en la lastimada, siempre única y personal, siempre intransferible, expresión personal del reducto íntimo. La memoria o el recuerdo, por mor de la palabra, de la lengua, permite instrumentalizar el proceso de recuperación, de cura. La memoria del pasado y su verbalización son antídotos contra el abandono y la renuncia, contra la aceptación del fracaso. También –acaso sobre todo– contra el desorden impuesto.
La idea de fragmentación, de desorden y caos, también de mutilación y pérdida, que arrostra todo exiliado, se compensa, en resumidas cuentas, con la obsesiva necesidad de recuperar el equilibrio desvanecido. Irrumpe así una tensa dialéctica que apunta a la reconstrucción de cuanto se da por seguro y, como tal, confiere una suerte de engañosa protección contra lo incierto y lo huidizo, contra lo que, en definitiva, es, ineludiblemente, la existencia.
El sentimiento de provisionalidad, de transitoriedad, en lo que se presenta como socialmente cierto, seguro, se arraigó muy hondamente por haber experimentado, a muy temprana edad, algo que se imprimía en la conciencia cuando la razón no podía acogerlo, explicárselo: que todo estaba trastocado, que