Rodrigo Cordero

La fuerza de los conceptos


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realidad sociohistórica sino de sumergirse materialmente en ella. En tanto la vida social produce sus propias abstracciones conceptuales, la formación, validez y transformación de estas requiere ser explicada de modo inmanente; es decir, estudiando su producción, circulación y fuerza regulatoria sobre relaciones sociales concretas, así como estudiando las maneras en que las acciones y relaciones sociales adquieren existencia material a través de ciertas formaciones y regímenes conceptuales. Tal como sugiere Foucault, un concepto es siempre testimonio de un modo de vida y de sus conflictos internos, por lo que «es siempre a nivel de la materialidad donde tiene efecto». Pues un concepto «se localiza y constituye en la relación, la coexistencia, la dispersión, la superposición, la acumulación y la selección de elementos materiales» (Foucault 1981: 69).

      Ahora, existe una segunda experiencia que literalmente me empujó a transformar el trabajo de seguir a los conceptos en una línea de indagación con fuerza propia. A inicios de agosto de 2011 regresé a Chile luego de haber concluido mi tesis doctoral en Inglaterra sobre el concepto de crisis en la teoría sociológica. Hasta ese momento, si bien tenía intereses teóricos y curiosidad por ciertos autores, nunca había desarrollado un trabajo sostenido de investigación, escritura y reflexión teórica. Tampoco sabía exactamente cómo se hacía eso. Entonces tome la opción de seguir y trabajar con un concepto que, tanto por su normalización como por su aparente disolución, tenía un lugar problemático en el pensamiento social y político contemporáneo. No quería transformarme en un experto en crisis sociales, sino explorar cuán cerca de la realidad el concepto y sus perplejidades me permitían llegar. El concepto de crisis fue literalmente una herramienta de viaje por medio del cual aprendí bastante teoría (o al menos aprendí a leer teoría de un modo diferente), pero también aprendí a reconocer algunas de las coordenadas de un campo intelectual en cuya geografía siempre me sentí como visitante extranjero. No solo por las credenciales de entrada para alguien proveniente del mundo de la sociología «empírica» que a medio andar decide girar hacia la «teoría», sino que además por las presuposiciones acerca de lo que uno debería ser y hacer en función del lugar desde donde proviene. Para uno de mis profesores era muy difícil entender por qué, viniendo desde América Latina, yo prefería leer a Reinhart Koselleck y Theodor Adorno en vez de a Walter Mignolo y Aníbal Quijano. Desde su particular mirada, yo era un ejemplo de sujeto poscolonial incapaz de desprenderse de las categorías eurocéntricas y marcos interpretativos imperiales. Para mí, por el contrario, el asunto tenía que ver con resistir la tentación de subsumirme bajo un concepto que brindara coherencia y fijara los parámetros para definir lo que yo era y quería hacer.

      Llegué a Santiago cargado con una batería de ideas, argumentos y referencias bibliográficas, pero también lleno de incertidumbres acerca de qué hacer con esas herramientas. Durante la misma semana de mi regreso, se comenzaron a agudizar las movilizaciones estudiantiles luego de meses de indiferencia del gobierno de Sebastián Piñera hacia las demandas por educación gratuita y fin al lucro. En la mañana del 4 de agosto, las y los estudiantes fueron severamente reprimidos en el centro de Santiago y diversas acciones de las autoridades impidieron que marcharan por la Alameda; en la noche de ese mismo día, una marcha fragmentada, algo improvisada, estuvo acompañada por «cacerolazos» extendidos por distintos sectores de la ciudad. Esa noche estuve varias horas en la calle, caminé largas cuadras en varias direcciones. Todavía recuerdo el temor que me produjo la vehemencia policial, la puesta en escena autoritaria que el movimiento de sus trajes cuasi-militares contribuían a crear. Pero también recuerdo que entonces, en la premura de arrancar para un lado y para otro, comencé a aquilatar los pliegues que allí se cruzaban. La violenta defensa del orden público de esa noche (la cual se repitió en los meses siguientes y se sigue repitiendo todavía) no eran meros legajos de los impulsos autoritarios de las elites gobernantes a los cuales nuestra débil democracia estaba ya muy acostumbrada; era más bien una forma bastante visceral de defensa de una comprensión del orden social cuya fuerza esa noche se comenzaba a erosionar.

      Fue un momento decisivo para mí. Esos días estuve dedicado a explorar los alcances de pensar lo que estaba ocurriendo en términos de teorías de las crisis. Ciertamente, el sentido de la lucha por la educación pública y gratuita podía ser leído en términos de crisis de legitimación de las instituciones y de politización de las experiencias de injusticia vividas por miles de estudiantes endeudados. Sin embargo, había algo que las demandas estudiantiles articulaban que excedía tales marcos de interpretación: la reiteración, con notable fuerza retórica, de que el problema de fondo no era el mero fallo de las políticas públicas en el ámbito de la educación, sino que la forma mercantilizada de la sociedad en la que vivimos. Después de lo ocurrido durante la revuelta popular de octubre de 2019, esta crítica hoy nos parece extrañamente obvia. Pero entonces las y los estudiantes fueron capaces de formularla con una claridad y en términos que, al menos para mí, no resultaban para nada obvios: al señalar que lo que estaba en juego era la transformación del concepto mismo de sociedad, no como un problema filosófico abstracto sino como un proceso concreto de problematización colectiva y abierto de reflexión normativa (Cordero 2022; en prensa).

      Abordar el problema de la educación pública desde lo que ocurría con la crítica y tematización del concepto de sociedad me pareció que ofrecía un punto de entrada distintivo a la pregunta sociológica clásica por los fundamentos de lo social. En vez de ir en busca de tales fundamentos, me pareció que el camino más interesante era explorar lo que ocurre en aquellos momentos en que los sujetos se confrontan con la contingencia, contradicciones e historicidad de esos fundamentos; es decir, aquellos momentos en que reaparece la inquietud ontológica acerca de qué constituye a la sociedad, la tematización práctica de cómo funciona y la discusión normativa sobre cómo debería ser. Así planteada, la pregunta por los fundamentos de lo social nos confronta no tanto con un problema metafísico (el ser de lo social o la esencia del concepto), sino que –como sugiere Claude Lefort– con el problema político acerca de la constitución de la forma del espacio social; es decir, de las divisiones conceptuales que ordenan la experiencia, producen identidad y demarcan el horizonte de lo posible.

      Dirigir la mirada hacia el concepto de sociedad de esta manera, reinsertándolo como parte de procesos políticos, episodios históricos y prácticas sociales específicas, también reveló una conexión biográfica inesperada. Después de todo, mi propia trayectoria de movilidad social, desde la periferia de Santiago hasta la prestigiosa posición de profesor universitario, estaba inevitablemente entretejida con las hebras del aparente éxito y consolidación del concepto de sociedad neoliberal que estaba siendo radicalmente puesto en cuestión. Pero, además, esas hebras se trenzaban y complicaban con el hecho de que mi padre, un «paco raso», como se suele designar a Carabineros de bajo rango, había contribuido a desplegar en la calle la musculatura ideológica del modelo de orden y concepto de sociedad que la dictadura de Pinochet buscaba implantar.

      La problematización de esta cuestión me llevó en los últimos años a volcarme al estudio del proceso de creación de la Constitución de 1980 en Chile y, en particular, a explorar los conceptos de sociedad que allí toman forma y se movilizan (Cordero 2019, Cordero et al. 2021). Uno podría afirmar que los momentos de creación constitucional –tal como el que comenzó a tomar forma en julio de 2021 para reemplazar la Constitución de la dictadura– son también momentos de creación conceptual, o al menos momentos en los que se reabre la pregunta acerca de los significados de conceptos fundamentales y pone en disputa la manera en que se trazan sus límites. Al sumergirme en los rastros históricos de este proceso de cambio conceptual y transformación social, así como en su presencia material y normativa en el presente, he aprendido a explorar el trabajo político de los conceptos y el poder de prácticas sociales dominantes que buscan fijar su sentido y alcance. Pero también se encuentra el hecho decisivo de haber aprendido que para seguir el movimiento de los conceptos dentro y fuera de los soportes textuales-materiales a través de los cuales estos se fijan y circulan, uno también debe aprender a moverse entre diversas escalas, velocidades y lógicas.

      II

      Esta intersección entre concepto y biografía me ha impulsado a buscar maneras de replantear la forma en que entendemos la dimensión conceptual de nuestro trabajo, así como el trabajo de los conceptos propiamente tal. En este libro, sin embargo, no deseo teorizar sobre mi experiencia individual ni mucho menos transformarla