Márgara Noemí Averbach

Caminar dos mundos


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las piernas de todas, una tras otra, desde las chicas de quince hasta las viejas de más de sesenta. Cuando llega la primera vieja, lamenta profundamente no haber puesto un límite de edad, pero cumple con lo que dijo que haría: manosea a las viejas de todos modos.

      Hasta aquí, este hombre es un aprovechado que quiere toquetear a todas las mujeres del pueblo sin que nadie se atreva a criticarlo. Pero cuando toca a la vieja tía enferma, se da cuenta de que está curada. Así, su acto —claramente un abuso de las mujeres y del pueblo todo por razones egoístas—, aparentemente muy “malo”, se convierte en “bueno” para la comunidad de la que se vengó y para la suya propia, ya que desde ese punto de vista, su acto venga el hecho de que un hombre de otra comunidad “se hubiera llevado” a una mujer.

      Una visión del mundo capaz de crear figuras como esa y como todos los tricksters amerindios —figuras que la cultura pop WASP copió mal, en dibujos animados como el coyote y el correcaminos, Bugs Bunny, el pato Lucas y muchos otros—, funciona rechazando las oposiciones binarias. El resultado es una desjerarquización del ser humano, que deja de estar en el centro del planeta. Para estas culturas, los animales, plantas y la tierra misma tienen por lo menos el mismo valor que los humanos y forman parte del mismo círculo vital. En segundo lugar, aquí hay una crítica profunda a la división del mundo en “bueno versus malo”.

      Aquí, el individuo —cuyos límites, en la cultura occidental, son su propio cuerpo, su piel— no existe porque es inconcebible sin su grupo de pertenencia (un clan o familia extendida en la mayoría de los casos, muy raramente una familia nuclear) que incluye a su tribu o grupo social y su lugar de origen, su tierra específica con accidentes geográficos, clima, fauna y flora.

      En estas literaturas y películas, el viaje no se concibe como deporte o diversión. Es impensable abandonar la tierra propia si no se hace para algún objetivo concreto o dentro de sus propios límites. Ese rasgo cultural se opone completamente al nomadismo constante de los estadounidenses blancos, que nacen en una ciudad y se van a otra apenas cumplen dieciocho años, dejando atrás la familia (nuclear, no extendida) en la que vivieron hasta ese momento y a la que no vuelven a ver excepto en ocasiones anuales como las fiestas de Navidad, Año Nuevo o Día de Acción de Gracias.

      Al contrario, las raíces de las tribus son geográficas. Por lo tanto, también lo son las de los personajes de las novelas, poemas, películas y obras de teatro, salvo algunas excepciones como la de Gerard Vizenor, cuyas obras convierten esto en una construcción filosófica y simbólica en lugar de concreta. Como explica Vine Deloria Jr. en God is Red, las religiones de las tribus de los Estados Unidos no buscaban la conversión de otros ni creían ser las únicas que tenían algo así como la lectura verdadera del mundo porque todas ellas exigen una vida consciente de cierta montaña, cierto río, cierto paisaje particular y por lo tanto, serían absurdas en cualquier otro sitio. Así, la religión judeo cristiana —que depende de un esquema temporal, una línea de tiempo en la que hay un principio (la Creación); un clímax, para los cristianos (la vida de Cristo), y un final (el Apocalipsis), y aunque tiene un espacio en el que transcurre, un escenario, puede practicarse en cualquier lugar del planeta— se opone por completo a las religiones espaciales de las tribus, en las que el tiempo es circular y lo verdaderamente importante es el lugar en el que se practican.

      La circularidad de la cultura también deriva de una visión del mundo en la que el binarismo es imposible: una persona completa no es nunca ni vieja ni joven, ni mujer ni hombre, es todo eso al mismo tiempo; las fronteras entre vida y muerte no son permanentes y los muertos permanecen en este planeta (nuevamente, hay variaciones según la tribu). Después de la muerte, no se van a otro lugar diferente. Es decir, que todo está conectado, no hay fragmentación posible: el planeta es uno solo.

      Esa diferencia cultural produce variaciones interesantísimas en la estructura de los géneros occidentales. Las editoriales siguen usando palabras como “novela”, “cuento”, “poesía” para clasificar las obras en las tapas. Sin embargo, en gran parte de los casos, se aplica la palabra a algo que no es la típica novela burguesa que nació en Europa en la modernidad.

      Al contrario, estas “novelas” tienen características completamente diferentes. Por ejemplo, no diferencian entre “foreground” (foco principal) y “background” (ambientación). Muchas veces, la ambientación es tan importante como los personajes y el protagonista no existe como tal. Hay novelas amerindias en las que aparecen poemas, teatro, cartas, documentos científicos, colecciones de fotografías, dibujos, etc. Y, en el caso de la poesía, una supuesta colección de poemas puede ser, en realidad, un trabajo que debe leerse en conjunto, como un todo.

      Cuando, en marzo de 2010, hice tres entrevistas a autores amerindios en el NALS (Native American Literature Symposium), el tema ocupó un tiempo considerable en dos de ellas y apareció también (aunque menos) en la tercera. Tanto Gordon Henry (ojibwa) como Simon Ortiz (acoma pueblo) hablaban de algo muy semejante a la “oralitura” aunque no utilizaran esa palabra.

      En la