para pecar libremente, sino usa de ella para no pecar”
6. Pero en aquel año, que (como dije era el dieciséis de mi edad), por la necesidad en que estaba la casa de mi padre me detuve en ella sin estudiar; y, con la ociosidad, crecieron tanto las espinas de los vicios sobre mí que me cubrieron de pies a cabeza, sin haber quien las arrancase; antes viéndome mi padre un día lavar en los baños, ya desta edad, y me hervía la sangre con ella, como que ya se holgaba con la esperanza de tener nietos de mí, con mucho contento se lo dijo a mi madre, alegrándose con la embriaguez de las cosas de este mundo con que los hombres se olvidan de vos, su Creador, y en vuestro lugar aman la criatura, pervirtiendo el amor y abatiendo su voluntad a las cosas bajas.
Pero en el pecho de mi madre ya vos habíades comenzado a edificar vuestro templo y vuestra santa morada (que mi padre aún era catecúmeno y nuevo en estas cosas), y así ella, oyendo esto, se alegró con un piadoso temblor y temor y, aunque yo en aquel tiempo no era cristiano fiel, temió ella los torcidos caminos que siguen los que no quieren miraros y os vuelven las espaldas.
7. ¡Ay de mí!, ¿y cómo oso yo decir que vos, Dios mío, callábades, alejándome yo de vos?, así ¿callábades y no me hablábades?, ¿y cuyas eran sino vuestras, aquellas palabras que por mi madre, vuestra fiel sierva, cantaste en mis oídos?, aunque ninguna cosa de las que de ella oía penetraba mi corazón para ponerlo por obra. Quería ella (y acuérdome que con gran diligencia me lo aconsejó) que me apartase de toda mujer, y especialmente de las casadas; pero sus consejos me parecían consejos de mujeres, a los cuales yo tenía vergüenza de obedecer. Mas aquellos consejos vuestros eran, Señor, y yo no lo sabía, y pensaba que vos callábades y ella me hablaba, y no entendía que vos me hablábades por ella, y así en ella yo, su hijo y siervo vuestro, os despreciaba. […]
Esta mi ignorancia y ceguedad era de manera que me dejaba de despeñar de un vicio en otro, con tan grande desvergüenza que me corría de no ser tan deshonesto como los otros de mi edad, cuando oía que se alababan de sus torpezas y se gloriaban tanto más de ellas cuanto eran más feas. Así que yo me deleitaba en mis males, no solo por el gusto de la mala obra, sino también por alabarme de ellos. ¿Qué cosa digna de vituperio, sino el vicio?, y yo, desventurado, por no ser vituperado me hacía más vicioso, y cuando no había hecho el mal que otros habían hecho, ni era en esto tan perdido como ellos, fingía haberlo hecho para que no me tuviesen en menos por ser más inocente, y por ser mas casto me despreciase más.
8. Con tales compañeros, Señor, pasaba yo por las plazas de Babilonia, y me revolcaba en el cieno como si fuera bálsamos y ungüento precioso, y en medio della, para que me enlodase más, el enemigo invisible me hollaba y engañaba, porque yo era engañadizo. Ni tampoco mi madre, aunque ya había huido de en medio de Babilonia y tenía poca afición a las cosas della y me había enseñado la castidad, no por eso procuró de quitarme las ocasiones de casarme (como lo había oído decir a mi padre). Viendo el peligro en que yo estaba y que no podía de todo arrancar de mí aquel torpe amor, no tuvo este cuidado, temiendo que si me casaba, se perdería la esperanza que de mí tenía; no digo la esperanza que mi madre tenía de la otra vida, sino de las letras que mi padre y mi madre en gran manera deseaban que yo aprendiese: mi padre porque de vos cuidaba poco y de mí hacía torres de viento, y mi madre porque creía que las letras no solo no me serían dañosas, sino antes provechosas para la vida inmortal.
Esto es lo que entiendo de las costumbres de mis padres, en cuanto yo me puedo acordar. También me daban más rienda para jugar de lo que convenía a la recreación severa y moderada, y con esto me distraía en desordenados deseos y varias pasiones, y en todas ellas se me ponía delante una niebla cerrada y obscura que me impedía la claridad de vuestra verdad, Dios mío, y, como dice vuestro santo profeta de los malos, de una grosura salía mi maldad”.1
“7. Entre estos destruidores, en aquella tierna y flaca edad, aprendía yo los libros de la elocuencia, en la cual deseaba ser excelente, por mal fin y hinchazón, venciendo como hombre de la vanidad humana. Siguiendo la orden de estos estudios, vino a mis manos un libro de Cicerón, de cuya lengua todos se admiran más que de su pecho; aquel libro, que se llama Hortensio, exhorta al estudio de la filosofía.
Y mudó, Señor, mis afectos y trocó mis deseos e hizo que enderezase mis oraciones a Dios: todas las vanas esperanzas me parecieron bajas y viles, y, con un fervor increíble en mi corazón, comencé a desear la sabiduría inmortal y a levantarme de donde estaba para volver a vos. Porque yo no pretendía con aquel libro pulir y hacer más elegante mi lengua (como antes pretendía con los gastos que por mí hacía mi madre, siendo ya de diecinueve años y habiendo dos que era muerto mi padre), pues no leía yo (como dije) aquel libro para pulir la lengua, ni me había persuadido tanto a seguir sus elegantes palabras cuanto lo que con ellas decía”.2
“18. Entendí que todas las cosas que se corrompen son buenas y que no se podrían corromper si fuesen sumamente buenas, ni tampoco si no fuesen buenas: porque si fuesen sumamente buenas, serían incorruptibles y, si no fuesen buenas, no habría en ellas qué corromper. Porque la corrupción daña, y no dañaría si no disminuyese algún bien; de suerte que habemos de confesar o que no daña la corrupción (lo cual no puede ser), o que lo es certísimo que todas las cosas, cuando se corrompen son privadas de algún bien. Y si fuesen privadas de todo bien, dejarían de ser de todo punto, porque si tuviesen ser y no pudiesen ser corrompidas, serán mejores que antes. Porque permanecerían incorruptibles; pero ¿qué cosa más monstruosa puede ser que decir que son mejores habiendo perdido todo el bien?, luego si fueron privadas de todo bien, dejaron de ser de todo punto. De donde se sigue que, mientras son, son buenas y que todas las cosas que tiene ser son buenas.
Y aquel mal que yo buscaba de dónde era no es substancia, pues, si lo fuese, ya no sería mal, sino bien, porque o había de ser substancia y incorruptible (que es un gran bien), o substancia corruptible, la cual no se podría corromper si no fuese buena. De esta manera vi y claramente conocí que todas las cosas buenas vos las hiciste, y que no hay sustancia alguna que no la hayáis hecho y, porque no hiciste todas las cosas iguales, por eso son todas y cada una de ellas es buena y todas juntas muy buenas, y así las hiciste vos, Señor”.3
Bibliografía
San Agustín (2011): Confesiones, Madrid, Alianza.
— (2010): La ciudad de Dios, Madrid, Tecnos.
— (1984): Sermones, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos.
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Ibn Tufail
1110 -1185
La interiorización de lo mejor del pasado
Ibn Tufail, nacido en Guadix (Granada), es una muestra significativa de la plural realidad de los logros creativos del encuentro cultural hispano-árabe en los tiempos de la convivencia andalusí. Su pensamiento refleja las ideas que serán eje en la mente renacentista, como, por ejemplo, el Discurso sobre la dignidad humana de Pico della Mirandola.
Su espíritu es reflexivo, cargado de cuidado por el esmero en el uso del lenguaje y por la comunicación bella, nutrida de expresiones de elevado nivel poético e imaginativo. De honda espiritualidad mantiene la referencia a los ideales de la razón feliz, la resonancia clásica de la eu-daimonia, verdad, belleza y bondad.
Ibn Tufail estudió derecho islámico y medicina, y fue un gran conocedor de la astronomía, las matemáticas, la poesía y la filosofía.
Fue médico del sultán almohade Abu Yaqub Yusuf, que fue su mecenas. Atrajo a la corte almohade al famoso filósofo Averroes y le aconsejó que se dedicase a transmitir fiel y claramente la filosofía de Aristóteles.
Su