quemara. Purificarías los intestinos tras limpiar los residuos. También tendrías que entonar salmos penitenciales mientras el sacerdote tomaba la sangre del animal y rociaba con ella el altar.
Todo esto constituía el «acto de contrición» que nunca olvidaría el pecador. Gordon Wenham, estudioso del Antiguo Testamento, ha descrito esos sacrificios detalladamente (¡y exhaustivamente!) en sus comentarios sobre el Levítico y los Números. Al final, concluye: «Cada lector del Antiguo Testamente que use la imaginación comprenderá enseguida que aquellos antiguos sacrificios eran acontecimientos muy emocionantes. En comparación, hacen que los modernos servicios en las iglesias resulten sosos y aburridos. El fiel antiguo no se limitaba a escuchar al sacerdote y entonar unos pocos himnos: se implicaba activamente en el culto. Había elegido un animal sin tacha de entre su propio rebaño, lo había llevado al santuario, lo había matado y despedazado con sus propias manos, y luego, con sus propios ojos, lo veía ascender en humo»[5].
El Sacrificio penitencial en la Antigua Alianza era un asunto profundamente personal, pero era también un asunto público; era, además, humillante y caro. Tenías que sacrificar ganado, y en una cultura agraria, eso es crucial: es el poder económico. No cabe duda: Dios inspiró en su pueblo el piadoso arrepentimiento del pecado y el auténtico sacrificio personal.
¿Con qué frecuencia tenían que llevar esto a cabo los israelitas? El pueblo llano confesaba sus pecados al menos una vez al año durante la Pascua; los sacerdotes lo hacían el Día de la Expiación[6].
ROMPER EN LAMENTOS
A lo largo del tiempo, el pueblo de Dios elaboró un variado vocabulario para la contrición, la confesión y la penitencia por medio de palabras y de himnos, pero también con actos y gestos. Antes como ahora, la confesión no era exactamente un tema espiritual; era algo que expresaba el pecador; algo que llevaba en su carne; el signo exterior de una realidad interior. Era un sacramento de la Antigua Alianza. Esto no significa que fuera un simple rito. Los pecadores mostraban su dolor y su amor, no exactamente con palabras dulces sino con hechos trabajosos y sangrientos; y sus hechos, a cambio, contribuían a profundizar en su dolor y en su humildad.
Repito, esas confesiones no eran meros ejercicios mentales: se plasmaban de modo elocuente. No eran simplemente privados; tenían lugar en presencia de la Iglesia, la asamblea de Israel, o de sus delegados, los sacerdotes.
«Cuando Acab hubo oído las palabras de Elías, rasgó sus vestiduras, se vistió de saco, y ayunó; dormía con saco y caminaba humildemente» (1 Reyes 21, 27).
«Entonces David y los ancianos, vestidos de saco, cayeron sobre sus rostros. Y David dijo a Dios, “¿No soy yo el que he mandado hacer el censo del pueblo? Yo soy quien ha pecado y hecho el mal”» (1, Par 21, 16-17).
«Luego... se reunieron los hijos de Israel en ayuno, vestidos de saco y cubiertos de polvo. Ya la estirpe de Israel se había apartado de todos los extranjeros, y puestos en pie confesaron sus pecados y las iniquidades de sus padres» (Neh 9, 1-2).
Saco y cenizas, llanto, caer postrado en el suelo: esas eran las muestras habituales de duelo en el mundo antiguo. Los israelitas las empleaban con toda espontaneidad, para expresar el dolor por los pecados. Y la metáfora es perfecta, porque el pecado causa la muerte: una auténtica pérdida de la vida espiritual, que es mucho más mortal que cualquier muerte física. Los pecadores, pues, tienen buenas razones para lamentarse.
Nosotros, los pecadores modernos, podemos aprender mucho de nuestros antepasados, como hicieron, ciertamente, los primeros cristianos[7].
[1] Cf. J. Klawans, Impurity and Sin in Ancient Judaism, New York, Oxford University Press, 2000; E. Mazza, The Origins of the Eucharistic Prayer; Collegeville, Minn, Liturgical Press, 1995, p. 7; S. Lyonnet y L. Sabourin, Sin, Redention and Sacrifice: A Biblical and Patristic Study, Roma, Biblical Institute Press, 1970; S. Porubcan, Sin in the Old Testament: A soteriological Study, Roma, Herder, 1963; B. F. Minchin, Covenant and Sacrifice, New York, Longman, Green and Co., 1958.
Juan Pablo II subraya la necesidad de recuperar un verdadero sentido del pecado inspirándose en la Escritura: «Hay buenas razones para esperar que florezca de nuevo un saludable sentido del pecado... Será iluminado por la teología bíblica de la alianza...». Para conocer la naturaleza y el método de la teología bíblica, cf. A. Cardinal Bea, «Progress in the Interpretation of Sacred Scripture», Teology Digest 1.2 (primavera de 1953), p. 71.
[2] Cf. G. A. Anderson, «Punishment and Penance for Adam and Eve», en The Genesis of perfection, Louisville, Westminster John Knox, 2001, pp. 135-154.
[3] Cf. H. Maccoby, The Ritual Purity System and its Place in Judaism, New York, Cambridge U. P., 1999, p. 192. «Ya que la función de ofrecer sacrificios por los pecados (correctamente así llamada), es (...) expiar el pecado del que ofrece. Porque la culminación de la ofrenda es la declaración... “y él será perdonado”». Cf. J. Milgrom, Leviticus, 1-16, New York, Doubleday, 1991; N. Kiuchi, The Purification Offering in the Priestly Literature, JSOT, 1981.
[4] Cf. San Josemaría Escrivá, Camino, Madrid, Rialp, 80.ª ed. 2004, n. 933.
[5] G. J. Wenham, The Book of Leviticus, Grand Rapids, Mich., Eerdmans, 1979, pp. 52-55. Cf. G. J. Wenham, Numbers: An Introduction and Commentary, Inter-Varsity Press, 1981, pp. 26-30. Cf. también: A. I. Baumgarten (ed.), Sacrifice and Religious Experience, Leiden, E. J. Brill, 2002; S. Sykes, Sacrifice and Redemption, New York, Cambridge University Press, 1991. Sobre el modo en que el antiguo Israel consideraba la culpabilidad y la inocencia, el sufrimiento y la penitencia, cf. G. Kwakkel, According to my Righteousness, Leiden, E. J. Brill, 2002; F. Lindstrom, Suffering and Sin, Estocolmo, Almqvist & Wiksell, 1994.
[6] Cf. J. Bonsirven, Palestinian Judaism in the Time of Jesus, New York, Holt, Rinehart and Winston, 1964, p. 116: «La penitencia incluye varios actos. Primero habría una confesión de los pecados, que debería preceder a alguna ofrenda. Es también aconsejable confesar una vez al año, en el Día de la Expiación, junto al sumo sacerdote, y alguna vez más durante la vida de uno (Tos. Yom. Hakkippurim, v. 14). Para que fuera sincera, debería incluir una detallada admisión de todas las faltas de las que uno fuera culpable, y la promesa de no volver a pecar. Si estas dos condiciones no se cumplen, es falsa penitencia, y no puede obtener el perdón divino (Tos. Taan, 1, 8). Además, si has hecho el mal a alguien, debes reparar el daño y reconciliarte con él».
[7] Para una reciente y fructífera aplicación de la «teoría de palabras que actúan» a la confesión de los pecados y a la absolución (como «palabras que realizan»), cf. R. S. Briggs, Words in Action. Speech act Theory and Biblical Interpretation, New York, T&T Clark, 2001, pp. 217-255.
III.
UN NUEVO ORDEN EN EL TRIBUNAL: EL FLORECIMIENTO PLENO DEL SACRAMENTO
LOS ACTOS DE CONTRICIÓN DE Israel eran profundos y personales. Indudablemente, eran memorables y tienen que haber producido un efecto duradero en las vidas de muchas personas. Así, cuando encontramos a Jesús y a sus apóstoles hablando de confesión y de perdón, debíamos tener presente lo que esas palabras significaban para ellos, y debíamos tener presente, con toda claridad, los hechos que esas palabras significaban.
No podemos valorar en absoluto el Nuevo Testamento si no entendemos los sacramentos del Antiguo Testamento. Jesús no vino a sustituir algo malo por algo bueno; más bien, vino a tomar algo grande y santo —algo que el mismo Dios había comenzado ya— y lo llevó a un cumplimiento divino.
Tomemos la Pascua, por ejemplo. El banquete del antiguo Israel celebraba la noche en que cada familia del pueblo de Dios sacrificaba un cordero,