De esta manera, el concepto de imperialismo adquirió una dimensión económica, que no ha perdido desde entonces.
A partir de 1880, la supremacía económica y militar de los países capitalistas se tradujo en la conquista, anexión y administración de tipo formal e informal sobre los países no desarrollados. Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, Estados Unidos y Japón se lanzaron a la conquista de África, Asia, Oceanía, América Latina y el Caribe. El acontecimiento más importante del siglo XIX fue la creación de una economía global y la división internacional del trabajo, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un nivel acelerado de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculó a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado (Hobsbawn, 1999a: 71). Las necesidades económicas de los países desarrollados requerían cada vez más de mercados para colocar su excedente de producción y fundamentalmente de materia prima, en especial las relacionadas con la combustión, como el petróleo y el caucho, propios de este período. El petróleo provenía casi en su totalidad de Europa (Rusia) y de Estados Unidos. Pero ya en ese momento los pozos petrolíferos de Medio Oriente fueron objeto de enfrentamientos y negociaciones diplomáticas. El caucho era un producto netamente tropical, que se extraía de la explotación de los nativos del Congo y del Amazonas y que luego se cultivaría en Malasia. El estaño procedía de Asia y Sudamérica; el cobre, fundamental para las industrias automotriz y eléctrica, se encontraba en Chile, Perú, Zaire y Zambia. Asimismo, existía una gran demanda de metales preciosos y de oro, lo que convertía a Sudáfrica y sus minas en un lugar muy apreciado por las grandes potencias.
Además de las demandas vinculadas a la nueva tecnología, el crecimiento demográfico en las grandes metrópolis significó la expansión del mercado de productos alimentarios. En principio, las demandas eran de productos básicos que provenían de zonas templadas, requiriendo carnes y cereales que se producían a muy bajo coste y en grandes cantidades en diferentes zonas de asentamiento en Norteamérica, Sudamérica, Rusia y Australia. Pero con las transformaciones y la rapidez del transporte se incorporaron productos exóticos y tropicales, como el azúcar, el té, el café, el cacao y las frutas tropicales (Ibíd.: 72-73).
Para las modernas sociedades industriales, según sugieren Scott Nearing y Joseph Freeman (1966: 12-13), no solo era necesario asegurar mercados para vender sus productos o controlar las fuentes de materias primas necesarias –como la comida, el petróleo o los minerales–, sino que había que garantizar las oportunidades en los negocios para las inversiones del excedente del capital. Hasta 1914, los países imperialistas habían establecido sus dominios en los continentes menos desarrollados y, siguiendo la máxima de la “bandera sigue a las inversiones” (Ibíd.: 13), organizaron una maquinaria militar y naval lo suficientemente poderosa como para proteger sus tratados y sus inversiones de los intereses de las potencias rivales.
Estos son los orígenes y las características del imperialismo moderno; ahora es necesario conceptualizarlo. ¿Cómo definimos entonces qué es imperialismo, un término tan complejo que fue tema de discusión durante más de un siglo? Dos versiones marcaron gran parte del debate sobre el tema. Una de ellas la planteó el autor liberal inglés John A. Hobson, quien consideraba que el imperialismo implicó el uso de la maquinaria gubernamental (o estatal) para satisfacer intereses privados, en su mayoría capitalistas, y asegurarles ganancias económicas fuera de sus países de origen (1929: 100). Como bien observó este autor, uno de los primeros en definir y nombrar este término, el imperialismo comenzó a estar en boca de todos y se utilizó para indicar el movimiento más poderoso del mundo contemporáneo. Los debates subsiguientes fueron muy variados y apasionados, y como señala Hobsbawn, no se centraron en el período 1875-1914, sino en las discusiones en el seno del marxismo. Fue el análisis del imperialismo realizado por Lenin en 1916 el que se convirtió en un elemento central del marxismo revolucionario de los movimientos comunistas a partir de 1917 (Hobsbawn, 1999b: 71-72). Para Lenin, el “nuevo imperialismo” tenía sus raíces en una nueva fase específica del desarrollo del capitalismo que, entre otras cosas, conducía a la:
[…] división territorial del mundo entre grandes potencias capitalistas y una serie de colonias formales e informales y de esferas de influencia. Las rivalidades existentes entre los capitalistas que fueron causa de esa división engendraron también la Primera Guerra Mundial. (1917: 66)
En este sentido, nos interesa aquí ampliar la visión economicista del concepto de imperialismo. Dado que este libro se centrará específicamente en imperialismo norteamericano, la temporalidad es amplia: parte desde 1898 y recorre casi todo el siglo XX. Para este fin, proponemos incorporar a su análisis otros elementos de índole cultural e ideológica. Siguiendo a Edward Said, el imperialismo se define como la práctica, la teoría y las actitudes de un centro metropolitano dominante que rige un territorio distante (1996: 43). El imperio deviene así en una relación formal o informal, en la cual un Estado controla la efectiva soberanía de otra sociedad política. Esta puede lograrse por la fuerza, la colaboración política, la dependencia económica, social o cultural. El imperialismo no es simple acumulación y adquisición, sino que se asienta en una estructura ideológica que incluye la convicción de que ciertos territorios y pueblos “necesitan” y “ruegan” ser dominados, así como en nociones que son formas de conocimiento ligadas a tal dominación: el vocabulario de la cultura imperialista clásica está plagado de palabras y conceptos como “inferior”, “razas sometidas”, “pueblos subordinados”, “dependencia” y “expansión” para justificar la dominación. Asimismo, ni la cultura ni el imperialismo están inertes; por lo tanto, sus experiencias históricas son dinámicas y complejas. Un análisis del imperialismo, en este sentido, debe partir de la idea de culturas híbridas, mezcladas, impuras, haciendo énfasis en el vínculo establecido entre la cultura dominante y la cultura dominada (Ibíd.: 51).
Podemos, de esta manera, afirmar que el imperialismo se define como un proceso o una política de establecer o mantener un imperio (Doyle, 1986: 45). La experiencia norteamericana se basó desde un principio en la idea de un Imperium, un dominio, un Estado soberano que se extiende en población y territorio, aumentando su fuerza y poder (Van Alstyne, 1974: 1). En este sentido, la geografía se modificó. En una primera instancia, se proclamó que había que construir el territorio norteamericano. Para tal fin, se combatió, desterró y exterminó a los pueblos originarios de este a oeste en tan solo un siglo. Y ya cuando la República crecía en el tiempo y en poder hemisférico, aparecieron esas tierras lejanas que se convertirían en vitales para los intereses norteamericanos, en las que había que intervenir y luchar: las islas del Pacífico, el Caribe, América Central, Vietnam, Corea y Medio Oriente. Paradójicamente, tan influyente había sido el discurso que insistía en la idiosincrasia norteamericana, en su altruismo, que el imperialismo como concepto o ideología dejó de estar presente en sus textos de historia.
La cultura imperialista norteamericana puede así palparse en su lenguaje, en su discurso, en su insistencia de llevar la libertad y la democracia a cada rincón del mundo. Es en este sentido que el imperialismo norteamericano se prefiguró también como un proyecto de expansión cultural y dominación ideológica que implicó no solo la construcción de un “otro” subalterno en los términos de la cultura dominante, sino de la configuración de una ideología de dominación de esos “otros inferiores”. Michael Hunt es uno de los historiadores que ha sabido destacar el peso de la ideología y de los valores culturales en la visión del “otro” y, en consecuencia, la definición de la política exterior estadounidense. Específicamente para el caso latinoamericano, Hunt ha resaltado que la política exterior estuvo plagada de nociones de dominación, tutelaje, supervisión y de la misión de “no permitir que [los latinoamericanos] corrompieran sus propias sociedades, impidieran el avance de la civilización en el Nuevo Mundo y causaran la intervención de potencias externas exhibiendo su derrumbe moral” (1987: 131).
Según la visión norteamericana, habría países diferenciados; sin embargo, no encontramos una unidad entre ellos, aunque sí una política basada en intereses estratégicos según la época y la cercanía con los Estados Unidos. En ese sentido, América Latina fue considerada como “el patio trasero” y área de influencia por excelencia, justificando su expansión y penetración