AAVV

Anatomía de un imperio


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expansión de los Estados Unidos sobre Centroamérica, el Caribe y Latinoamérica, sumándose el caso de Filipinas, en el contexto de la guerra con España por los territorios de ultramar que esta perdió a fines del siglo XIX.

      Podemos trazar una breve cronología de la expansión norteamericana sobre su “patio trasero”. El primer período se extiende desde 1898 hasta 1947. El eje central en esta etapa fue la intervención militar directa, la subyugación económica y financiera, la presión diplomática a favor de empresas estadounidenses y una pugna por imponer sus criterios e intereses e ir desplazando a otras potencias, fundamentalmente a los españoles, ingleses y rusos.

      En un segundo período, desarrollado entre 1947 y 1959, Estados Unidos se enfocó en fortalecer la dominación que ejercía sobre la región en el complejo contexto de los cambios que se estaban produciendo en el orden internacional con el fin de la Segunda Guerra Mundial. El Gobierno norteamericano se propuso cooptar el apoyo de la región a sus políticas de Guerra Fría, patrocinando la firma de un tratado de seguridad colectiva suscripto por las naciones americanas (el Pacto de Río, 1947) y la creación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). En 1948 impulsó la concertación del Pacto de Bogotá, el cual aportó un componente de seguridad y cooperación colectiva “en caso de agresión externa” que quedó institucionalizado en la formación de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y fue reforzado en 1952 con la elaboración de una doctrina de seguridad nacional hemisférica de “contención global del comunismo”. El objetivo era imposibilitar la entrada y expansión del comunismo en una región que era considerada coto privado norteamericano desde la formulación de la doctrina Monroe, en la que los inversionistas norteamericanos jugaban un papel central en las economías de Centroamérica y Sudamérica, y donde su influencia era prácticamente indiscutible.

      Un tercer período comienza en 1959. Este año se convirtió en un parteaguas por el acercamiento de la Revolución cubana a la Unión Soviética (URSS), lo que significó un peligro para la intención de hegemonía continental de Estados Unidos. Una vez establecida la hegemonía continental norteamericana, en la coyuntura de un crecimiento económico vertiginoso y de las postrimerías de la Revolución cubana, John F. Kennedy lanzó la Alianza para el Progreso. A partir de un planteo por el cual los Estados Unidos eran “socios” de América Latina, la Alianza fue un proyecto de desarrollo y reforma regional que –excluyendo a Cuba– abarcaba créditos para la conformación de industrias dirigidas a suplir necesidades regionales, la conformación de mercados comunes, la integración americana en un mercado único y la reforma agraria. Esto se combinaba con la creación de un sector técnico y capacitado para efectivizar este desarrollo, por lo que la educación recibiría un fuerte incentivo. Asimismo, se promovería la democracia (en versión norteamericana) como forma de gobierno. Los instrumentos privilegiados de esta política fueron: el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la OEA, el Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre (IADSL) y la Agencia de Información de los Estados Unidos (United States Information Agency, USIA).

      Identificamos un cuarto período entre 1964 y 1976. Este “ciclo de dictaduras represivas” se inicia en 1964 con el golpe de Estado en Brasil y culmina con el golpe en la Argentina, en 1976. Esto le permitió a Estados Unidos eliminar físicamente los “proyectos políticos alternativos” y profundizar el proceso de reorganización de los aspectos socioeconómicos del continente. A partir de ese momento, se inició un período de democracias restringidas (proyecto de la Comisión Trilateral), en el cual, anulado lo que se entendía como “peligro anticapitalista” y eliminadas las posibles oposiciones, el planteo consistía en liberar el juego político. De lo contrario, se suponía que mantener la presión podría generar una renovada ronda de radicalización. Por ende, lo ideal eran regímenes electorales tutelados, cuyo modelo fue la reforma electoral chilena de 1980. Esta se basó en la reorganización política brasileña de 1979, con nuevos partidos oficialistas instrumentados desde el poder y presidentes nombrados de forma indirecta (como Tancredo Neves y José Sarney). De ahí la política de derechos humanos de Jimmy Carter (1977-1981), cuyo eje principal fue la relegitimación de la presidencia ante su propio electorado, pero que a su vez sirvió para generar presión en torno a las aperturas restringidas.

      El surgimiento en 1977 de una nueva ronda de movimientos revolucionarios, esta vez en Centroamérica, y el éxito de la revolución sandinista obligaron a Estados Unidos a repensar su táctica antisubversiva. A partir de 1980, aprendiendo de la experiencia argentina y analizando el problema de la revolución, Estados Unidos decidió que no había que aplastarla, sino desangrarla. El objetivo era demostrarle a la población que la revolución social no solo no resuelve nada, sino que empeora las cosas. Tanto en Nicaragua como en Guatemala y El Salvador se aplicó la denominada “guerra de baja intensidad”. Otro eje importante del gobierno de Carter fue la modificación de la política de enfrentamiento con el comunismo. El criterio era que, en lugar de ser una confrontación Este-Oeste, debía ser un enfrentamiento Norte-Sur. Así como se buscó la distensión con China (diplomacia del ping-pong) también se generaron aperturas hacia Cuba y la URSS. La idea básica era que la superioridad de la vida cotidiana estadounidense (niveles de consumo) generaría contradicciones en estos países. Uno de los efectos fue la liberación de la posibilidad de viajar a Cuba, y el resultado fue el eventual éxodo del Mariel (1980).2 Esta política, a su vez, generó contradicciones en el seno de los sectores dominantes norteamericanos, por lo que la política osciló entre la agresión abierta (de bloqueo/invasión) y el ataque indirecto bajo el disfraz de aperturas. Como telón de fondo estaba el tema de la deuda externa: elemento clave no solo para comprender las relaciones con América Latina, sino también las estrategias de acumulación de Estados Unidos y la propia debilidad del sistema.

      Un quinto período comienza con la década de 1980, cuando en el marco de la Segunda Guerra Fría lanzada por el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989) se apuntó a dirigir y consolidar las democracias restringidas. Estados Unidos no vio a América Latina como una unidad, o sea un bloque de países, sino como naciones con intereses claramente diferenciados. Eso le permitió privilegiar a algunos, como es el caso de Chile, y aislar a otros, por ejemplo, a Perú durante el gobierno de Alan García. En esta época, Brasil se perfiló como un desafío regional autónomo con una política exterior propia a partir del poderío económico generado por el “milagro brasileño”. La contrapartida fue Chile con una política exterior fuertemente ligada a Estados Unidos, dada su creciente participación en las exportaciones hacia el mercado interno norteamericano. En menor grado, Argentina intentó una política no alineada de acercamiento a Estados Unidos. Ante la iniciativa venezolana-brasileña para renegociar la deuda, Argentina participó para después hacer un acuerdo bilateral. El tema de la deuda externa (sobre todo en el caso latinoamericano) va ser fundamental para mantener el flujo de remesas de capitales que equilibran la balanza de pagos. En otras palabras, a partir de 1975 la balanza comercial de América Latina con Estados Unidos va a ser ampliamente favorable al primer sector, y se verá equilibrada por la balanza de pagos, que a partir de ese momento será ampliamente deficitaria.

      Esta lectura hizo que durante los conservadores años ochenta, Estados Unidos orientara su política exterior latinoamericana en dos direcciones. Por un lado, apoyó a los grupos de cubanos exilados. Por el otro, reorganizó su “ayuda” exterior para que fuera otorgada en forma “indirecta”. Esto derivó no solo en fuertes presiones para que América Latina se alineara con la política de la Casa Blanca en la nueva y renovada Guerra Fría, sino que creció la incidencia de los organismos financieros internacionales para lograr el primer objetivo. Los contratos y asesorías generados por organismos como el Banco Mundial crearon un sector social propenso a mantener y profundizar esta relación y, al mismo tiempo, a difundir políticas económicas y sociales vinculadas a las estrategias norteamericanas.

      La década de 1990 trajo serios problemas tanto para América Latina como para Estados Unidos. La caída de la URSS y la desaparición del campo socialista implicaron un desplome abrupto en el comercio exterior de los países latinoamericanos, puesto que la URSS era comprador de cantidades importantes de alimentos y materias primas. A su vez, las posibilidades especulativas y de inversión en estos nuevos mercados hicieron que el flujo de capitales hacia los países latinoamericanos, que ya venía en baja, se encontrara aún más restringido. Estados Unidos se convirtió en