con la debida adaptación de traducción, para referirnos entonces a la “guerra hispano-cubano-estadounidense”.
Una segunda aclaración corresponde al recorte temático que propone este trabajo, al centrarse en la intervención de Estados Unidos en el conflicto en Cuba, lo cual deja fuera del análisis otros frentes de la guerra contra España, como la invasión a Filipinas y la ocupación de Puerto Rico (López Palmero, 2009). Esta selección de contenidos permite detectar cuáles fueron los mecanismos políticos e ideológicos, como así también sus móviles económicos, que se pusieron en marcha en 1898 para dar rienda suelta al intervencionismo de manera decisiva a partir de entonces. Las invasiones de Filipinas y de Puerto Rico estuvieron amparadas en las iniciativas y decisiones que suscitó la guerra de independencia de los cubanos. El Tratado de Paz de París, de diciembre de 1898, terminó por legitimar el estatus semicolonial de Puerto Rico, Filipinas y Guam, que pasaron a ser “territorios no incorporados” de los Estados Unidos. Paralelamente a la intervención de Estados Unidos en Cuba, tuvieron lugar otros procesos de expansión, como la anexión de Hawái –resultado de varios años de presión política por parte de los colonos estadounidenses por convertirla en un estado más– o los tratados comerciales con China.16
Indudablemente, la guerra contra España le concedió a Estados Unidos una condición imperialista que no haría más que aumentar conforme avanzara el siglo XX. A partir de 1898 las exportaciones superaron por primera vez a las importaciones (Bender, 2011: 232). LaFeber sostuvo que “la década de 1890 fue un parteaguas para la política exterior de los Estados Unidos. […] sus eventos clave fueron parte de desarrollos de largo plazo que empezaron mucho antes en el siglo, pero la década también atestiguó cambios que marcan los comienzos de la moderna política exterior estadounidense” (1997: 387). Tal como se indicó en la Introducción, la irrupción de Estados Unidos en el concierto de potencias imperialistas ha sido señalada como el punto de ruptura en la historia de las relaciones internacionales, sin distinción de corrientes historiográficas.
Sin embargo, algunos historiadores subrayaron la continuidad que representaba la extensión de la política expansionista de corte jeffersoniano, la cual había tenido pleno desarrollo con la expansión de la frontera interior, en detrimento de la población originaria, que resultó en la incorporación de los territorios del Oeste como nuevos estados. La formulación de la doctrina del destino manifiesto en la década de 1840 sirvió como justificación –argumentos racistas mediante– para la guerra contra México. También los misioneros protestantes y ciertos acuerdos comerciales con países asiáticos habían traspasado las fronteras nacionales muchos años antes de 1898. La doctrina Monroe, de 1823, había declarado cualquier intento por parte de las potencias europeas de “extender su sistema a cualquier parte de este hemisferio como peligroso para nuestra paz y seguridad” (Boorstin, 1997: 213).
La intervención de los Estados Unidos en la guerra contra España no estuvo, sin embargo, necesariamente relacionada con amenazas a la paz y la seguridad. Tampoco el interés de los estadounidenses por el control de Cuba se despertó con el grito de Baire, en febrero de 1895, sino que tuvo manifestaciones bien anteriores a la insurrección. Como demuestran algunos alegatos de la prensa estadounidense, ya en 1891 se especulaba con la posibilidad de anexionar la isla para convertirla en una “verdadera colmena de la industria, a la vez que en uno de los jardines más fértiles del mundo”, y al país “proveerle un mercado para el superávit de la producción y del capital”.17 Algunos apoyaban “la extinción de la soberanía española en Cuba a cambio de un reembolso financiero razonable” (Foner, 1972, vol. 1: 31).18 Las presiones por la anexión provenían de un grupo pequeño pero económicamente poderoso ligado a la producción y el comercio del azúcar cubano. Se creía que una unión orgánica con el coloso norteamericano liberaría las tarifas aduaneras, tal como ocurría paralelamente en Hawái.19 Consciente de la necesidad de desbaratar los designios y ambiciones imperialistas de Estados Unidos sobre Cuba, el líder revolucionario José Martí llamó a la guerra por la independencia para librarse tanto de España como de los Estados Unidos. La guerra cubana, escribió en mayo de 1895, “ha estallado en América a tiempo de prever la anexión de Cuba con los Estados Unidos” (Ibíd.: 34).
Durante esta segunda guerra por la independencia cubana (la primera transcurrió entre 1868 y 1878), el Partido Revolucionario Cubano, fundado por Martí en 1892, contó con el apoyo de organizaciones de emigrados en Estados Unidos, principalmente en Nueva York, pero también en Key West y Tampa. El gobierno del demócrata Grover Cleveland (en su segundo mandato, entre 1893 y 1897) se declaró neutral en el conflicto entre Cuba y España, pero en la práctica favoreció a los españoles con la venta de armas y a través de ciertas operaciones “aduaneras” destinadas a impedir el aprovisionamiento a los rebeldes (Ibíd.: 52). Además, se negó a admitir la condición de beligerantes a los cubanos, de modo que tampoco se dio un reconocimiento diplomático al Gobierno revolucionario cubano. Ello se debía a que Cleveland desconfiaba de la capacidad de los cubanos para autogobernarse, aunque también eran fuertes las presiones de la Secretaría de Estado, que confiaba a los españoles la protección de las propiedades estadounidenses en la isla.
Mientras tanto, la guerra de guerrillas iba logrando importantes avances sobre las fuerzas españolas, a pesar de la clara desventaja militar y la falta de apoyos extranjeros, lo que la convierte en una de las grandes epopeyas de la historia militar moderna (Ibíd.: 56). La causa independentista cubana rápidamente cobró adhesiones entre la opinión pública estadounidense, y fue en el Senado donde más repercusión tuvo. Luego del estallido revolucionario, el Senado aprobó una resolución reconociendo los derechos beligerantes. Cleveland se abstuvo de vetar la resolución, pero la ignoró en la práctica, continuando con sus maniobras para evitar el abastecimiento de armas a los cubanos y robustecer a España. En rigor, el presidente se inclinó más bien por lograr un acuerdo de autonomía, algo que los propios cubanos habían rechazado, para evitar daños mayores a España.
Su sucesor republicano William McKinley (1897-1901) le dio, en un primer momento, continuidad a la política de Cleveland en Cuba. Pero si las demandas del Congreso por el reconocimiento de la beligerancia cubana resultaron insuficientes, fueron las presiones de ciertos grupos económicos estadounidenses, con resonantes ecos en la prensa, las que torcieron la política exterior de McKinley. Armadores, compañías comerciales, banqueros, fabricantes y propietarios de barcos, todo ellos afectados por la destrucción del comercio del azúcar con la isla, peticionaron por una intervención militar en Cuba para terminar el conflicto. McKinley insistió con un plan de autonomía, negándose como su predecesor a aceptar la independencia de Cuba. Un plan que no descartaba la posibilidad de anexar la isla a cambio de una compensación económica.
Esta última opción fue fuertemente rechazada por España, y en octubre de 1897 se firmó un acuerdo diplomático entre Estados Unidos y España que ponía en vigor el plan de autonomía para Cuba. El plan era una reforma que implicaba nada menos que una soberanía simbólica para los cubanos, mientras España mantenía su control económico y militar. El acuerdo fue, naturalmente, rechazado por los rebeldes cubanos, que insistían y seguían luchando por su independencia. Lo curioso es que el plan fue rechazado también por los “integristas”, criollos que apoyaban la causa colonial e incluso los métodos atroces para mantenerla, como los practicados por el jefe del ejército español, Valeriano Weyler.
Weyler, más conocido como “el carnicero”, había impuesto, desde su asunción como capitán general en febrero de 1896, la política de “reconcentración” de la población campesina en poblados militarizados, junto con sus caballos y recursos, con el objetivo de impedir su colaboración con los rebeldes. Se trató de verdaderos campos de concentración que diezmaron a la población local, por hambre y enfermedades, a la vez que causaron el deterioro de la agricultura. Un estudio de caso –la reconcentración en Güira de Melena, a unos cuarenta kilómetros al sureste de La Habana– demuestra un aumento de enfermedades digestivas y respiratorias, producto del hacinamiento las primeras y de la deficiente nutrición las segundas. La fiebre amarilla y la malaria se dispararon, debido a que los fosos defensivos construidos por los españoles se convirtieron en letales criaderos de mosquitos (Pérez Guzmán, 1998: 284).20
El plan de autonomía entró en vigor el