AAVV

Desde la capital de la República


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lectura que pretendía ser ortodoxa del leninismo, algo que los anarquistas, obviamente, no podían compartir. Por otra parte, esa revolución proletaria era también concebida de manera diferente en el propio campo anarquista, en el que el proyecto del estado sindical no era el mismo que el de la confederación libre de los comités.

      Esas concepciones –insisto en su heterogeneidad– de la revolución proletaria no era lo mismo que la revolución popular defendida por el PSUC, que constituía una prolongación de la propuesta frentepopulista, evolucionada de táctica de defensa ante el avance del fascismo a, tras la sublevación, programa de transición hacia el socialismo sobre la base de la alianza del proletariado, el campesinado pobre y no propietario, y segmentos de las clases medias que compartían el antifascismo y podían compartir la etapa de transición. Esta revolución popular no solo era frentepopulismo político. Había de asumir un programa de compromiso de intereses, que podían llegar a ser contradictorios, pero no antagónicos, entre clases trabajadoras, jornaleros del campo, pequeños propietarios de la ciudad y del campo y cuadros, técnicos y profesionales; por lo tanto, el punto de encuentro no podía ser el colectivismo sindical –ni el colectivismo, a secas–, sino una combinación de propiedad colectiva, pequeña propiedad privada, cooperativismo y propiedad pública, municipal o nacional. Ese era un programa diferente al de la CNT-FAI y al del POUM, pero no era un programa contrarrevolucionario, sino el de una revolución diferente, en sus términos y plazos. Y resultaba, además, un programa más adecuado para dar respuesta a la guerra, cuando éste dejó de ser la soñada rápida victoria del antifascismo, y se convirtió en un prolongado conflicto civil, todavía más complejo de lo que habitualmente son los conflictos civiles, por las implicaciones internacionales directas, no ya en el conflicto, sino en el sentido de su desenlace.

      En esa pluralidad de propuestas revolucionarias, cabe incluir también la concebida por ERC, al menos hasta la primavera de 1937, no en los términos de cambio social –en que lo hacían la CNT, el POUM y el PSUC–, sino de cambio político combinado con un plan de reformas sociales; estas últimas encontraban inicialmente en el mundo campesino una amplia coincidencia –no total– con la propuesta de revolución popular del PSUC. Cambio político focalizado en una redefinición federal, y si llegaba a ser posible confederal, de la organización de la República, volviendo a su deseo inicial –de ERC– del 14 de abril de 1931; y cambio social, centrado en la defensa de la pequeña propiedad y rechazo del monopolio capitalista.

      Todos esos proyectos se fueron concretando durante el verano, y aplicando parcialmente en la medida en que cada uno de sus defensores tuviera mayor o menor fuerza para imponerlo; sin que ningún poder central, institucional, ni siquiera ninguna autoridad, pudiese hacer otra cosa que contemplar el proceso disperso y contradictorio de transformaciones de hecho. Los sindicatos, muy particularmente la CNT, llevaron a cabo por cuenta propia colectivizaciones en la industria y el comercio; los rabasaires, y los arrendatarios en general, se posesionaron de las tierras y el producto que de ella obtenían, dejando de pagar sus rentas a los arrendadores; los inquilinos de fincas urbanas, con los sindicatos de la construcción de por medio, dejaron de pagar también los alquileres y pusieron en manos de aquellos –unos por convicción, otros porque no tenían otro remedio– el mantenimiento de las fincas urbanas; las patrullas marginaron por completo, en el control del orden interno, a las fuerzas de orden público, que solo subsistían en los cuarteles de las capitales de provincia; el Gobierno de la Generalitat, acuciado por la caída de los impuestos, que dejaron de pagarse, intervino los depósitos estatales de líquido y valores existentes en Cataluña, en las sucursales del Banco de España y del Ministerio de Hacienda, «confederalizando» de hecho las finanzas públicas. No obstante, de la misma manera que la multiplicación de comités no llegó a articular una nueva estructura administrativa y de poder general, la multiplicidad de cambios –en buena medida más reactivos que propositivos– en la base económica, en la seguridad interior o en las relaciones con la República, no alcanzaba a configurar un nuevo sistema y sí a generar nuevas tensiones, ahora en el seno mismo del antifascismo, de los sectores sociales que le daban soporte y de sus agentes políticos y sindicales.

      El pacto de julio entre la Generalitat y las organizaciones antifascistas fue deteriorándose, desbordado por la dispersión de iniciativas y los cambios que se iban produciendo. Ninguno de sus dos polos, ni el Gobierno de la Generalitat ni el Comité Central de Milicias Antifascistas, consiguieron imponerse y por ellos mismos dar respuesta firme a la evolución de la situación, y ni tan siquiera consolidarse en los propios ámbitos que se adjudicaban, sumando a la fragmentación del poder y la toma de decisiones una creciente interinidad por parte de quienes estaban, teóricamente, en la cúspide. El CCMA no consiguió imponer su autoridad en el mundo de los comités, aunque lo intentó, ni entre las columnas milicianas de las que tuvo que limitarse a ser un promotor en compañía de las organizaciones antifascistas. Y la Generalitat no pudo sacar adelante la iniciativa, promovida por Companys y el PSUC, de recuperar autoridad formando un nuevo gobierno de corte frentepopulista, con el apoyo o el acatamiento de los sindicatos, con Joan Casanovas como Conseller Primer; no duró ni una semana en el tránsito del mes de julio al de agosto, derribado por la presión de una parte de la CNT (García Oliver) avivada por una maniobra política personal de Tarradellas. Desde comienzos de septiembre, la confirmación de que la guerra sería larga –tras el éxito del puente aéreo, servido y protegido por Hitler y Mussolini, que trasladó a la Península las tropas de África bajo el mando de Franco– dejó en evidencia que la interinidad no podría mantenerse y que era necesario un nuevo pacto político, que actualizara el improvisado en julio.

      El segundo pacto tuvo dos componentes: la formación de un gobierno de la Generalitat de unidad, con Tarradellas como Conseller Primer en el que se integraban todas las organizaciones presentes en el Comité Central de Milicias Antifascistas, que se autodisolvía al propio tiempo; y el desarrollo por el nuevo ejecutivo de una política de recuperación de la autoridad institucional, tanto por lo que se refería al propio gobierno catalán –acatado por todas las formaciones que estaban representadas en él– como a los gobiernos municipales, con la disolución de los comités locales y la plena reposición de los ayuntamientos, con una nueva composición que ya no podía ser la surgida de las elecciones de 1934, y que fue, finalmente, la misma que existía en el Gobierno de la Generalitat. A ello se añadía la voluntad de acordar un programa de gobierno sobre las transformaciones en la estructura económica, la «nueva economía», el control del orden interno con el fin de la intensa violencia de retaguardia padecida en el verano, y la reorganización militar de las milicias y formación de un nuevo ejército, sumándole los contingentes producto de la movilización de las quintas más próximas. Esta última voluntad se concretó en el pacto previo entre la CNT, la FAI, el PSUC y la UGT, formalizado en el comité de enlace constituido por las cuatro organizaciones, asumido como programa propio por el Gobierno de la Generalitat y presentado públicamente por aquellas en el mitin de La Monumental, el 25 de octubre. Sus puntos principales eran: un compromiso sobre la política de colectivizaciones, que dejaba a salvo un segmento menor de pequeña propiedad sometida al control obrero e introducía una intervención supervisora de la Generalitat, cuyas formas y alcance habían de ser desarrolladas; la subordinación de las patrullas locales a los nuevos gobiernos municipales y del importante Cuerpo de Patrullas de Barcelona a una Junta de Seguridad Interior, integrada en la Consejería homónima; la recogida de armas largas y de guerra en la retaguardia para ser transferidas al frente; y el impulso de un Ejército Popular de Cataluña, que se coordinaría con el de la República.

      El pacto de octubre fue el arranque para conseguir un punto de encuentro entre los diversos proyectos revolucionarios y una política de guerra unitaria; no obstante, su ejecución se enfrentó desde el primer momento a obstáculos múltiples: el rechazo de una parte de las bases anarquistas al compromiso sobre la colectivización; la falta de concreción sobre la reorganización económica y social del campo, donde se producían importantes enfrentamientos entre colectivistas y partidarios de la explotación familiar; la resistencia de las patrullas a someterse a la autoridad del Conseller y el mantenimiento de un contingente importante de hombres armados y organizados en comités de defensa o en organismo patrulleros; y la resistencia general a la incorporación a filas abonada por la CNT y el POUM, que seguían defendiendo un modelo miliciano y temían que fuera desbordado por una masiva incorporación