Jaume Fuster pérez

Almadraba


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una vez desovada la cría (más magros y delgados), termina la primera quincena de septiembre.

      Él ha sido mi arma secreta, mi inspiración, mi compañero de travesía. Su implicación en este proyecto ha sido absoluta, ayudándome a poner nombre a las cosas, explicándome las maniobras y haciéndome entender el delicado equilibrio de fuerzas que reina en una almadraba. Por ejemplo: dependiendo del tipo de pesca, si es pescado chico –como bonito o melva– o si son mayoritariamente atunes rojos, la malla de la red es más clara o más tupida. Como la almadraba es un arte fijo, siempre es conveniente que sea lo más clara posible para que no ejerza mucha resistencia a las corrientes y la rompa. El calibre de la malla condiciona el peso de la cadena, el número de anclas y el número de flotadores… todo está íntimamente ligado, milimétricamente diseñado para interponer un muro de redes en el paso de los atunes que los obligue a entrar en el cuadro a través de los endiche de la boca de la almadraba y, una vez dentro, perderse en sus entrañas.

      Con esta compañía llegaba a Barbate en busca de una de las últimas almadrabas españolas. En el Algarve portugués quedan un par, en Favignana (Sicilia) otra y en Marruecos unas catorce o quince. No hay más en todo el mundo en la actualidad. Realmente, en España quedan cinco. La más pequeña está en La Azohía (bahía de Mazarrón), las otras en la provincia de Cádiz. En Tarifa se encuentra la almadraba más oriental, su nombre es Los Lances de Tarifa. La de Zahara de los Atunes está enclavada en cabo Plata. La almadraba de Barbate está situada en la misma bahía de Barbate, mientras que la de Conil está calada frente al cabo Roche.

      Mi intención es fotografiar la almadraba aunque ya sé que es casi imposible. Fotografiar este inmenso laberinto erigido desde el fondo del mar –aquel laberinto que Llorca Baus llamó “castillo de redes” por su gran envergadura, disposición y sofisticación, que le asemejaban al plano de una fortaleza– es como fotografiar un iceberg o una gran ciudad, como describe Luis Rosales:

      La almadraba es una ciudad

      una ciudad hecha de cáñamo y esparto,

      una ciudad desierta y submarina

      con una larga cola –puede tener varios kilómetros–

      que se apoya en la costa y se interna en el mar,

      y su función consiste en orientar la pesca hacia su perdición

      que está compuesta por tres compartimientos sucesivos:

      el buche, el bordonal y la cámara de la muerte. (sic.)

      Por su carácter de estación terminal en el viaje sin retorno,

      tiene forma de laberinto, y,

      en efecto,

      debo decir que la almadraba

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      Sólo veré los hombres, los barcos (la sacada o batel, la testa, el barco de canto de fuera y el barco de canto de tierra, las lanchas del arráez, el sotarráez y el tercero; el atajo grande y el atajo chico, el barco tapabocas, el vigilante, el barco luz, los barcos para el remolque y los botes auxiliares), las boyas y los perros (un tipo de flotadores). Me tendré que imaginar el muro de la rabera de tierra de casi 4 kilómetros y 50 metros de profundidad formada por varios cuarteles (el primero se llama palmatorres); el cuadro de 365 metros formado por: el cuadrillo, la cámara (con su correspondiente boca), el buche, el bordonal (que, actualmente, sólo se cala en Barbate, con sus correspondientes puerta y mojarcio del bordonal) y el copo. A continuación se dibujarán en el mar la legítima, la contralegítima, y la rabera de fuera de 1.700 metros… Hablo en metros y lo hago sólo para entendernos, pues la almadraba es mucho más antigua que nuestro joven sistema cegesimal y para hablar con corrección debería de hablar de otras unidades de medida como la cana, una vara que medía 1,82 metros y por la que se regían todas las almadrabas. De ese modo sería más preciso decir que, por ejemplo: las redes para el cuadro se definían de 6 en cana, equivalente a 30 centímetros por carrera, de 5 en cana para palmatorres y cuadrillo, equivalente a 36 centímetros por carrera, de 4 en cana para la rabera de tierra, equivalente a 45 centímetros por carrera y la de 3 en cana para la rabera de fuera, equivalente a 60 centímetros por carrera…

      Cada barco, cada cabo, cada red… todo tiene un nombre y una colocación escrupulosa. Aunque yo no acabe de entender su misterioso lenguaje, ni su geometría perfecta, siempre me ha fascinado la poesía de la exactitud y la belleza de la utilidad. Como una pizarra llena de fórmulas matemáticas de las que no entiendo absolutamente nada, pero que no deja de emocionarme al contemplar la inteligencia del hombre en estado puro.

      Después de varios días de intentos infructuosos por culpa del mal tiempo, el arráez ordena que me embarque en la testa: son las cinco de la madrugada, mucho antes de la salida del sol. La hora de zarpar está determinada por las mareas pues la levantada sólo se puede realizar en el momento exacto entre la pleamar y la bajamar. Si se pasa ese momento habrá que abandonar hasta la siguiente ocasión.

      La primera faena es la de “hacer nieve” para asegurar la máxima calidad de la carne. La calidad también es el motivo por el cual ha desaparecido la figura del copejador. El copeo era muy espectacular pero dañaba el género. Al clavar el gancho en la barriga del atún lo inmovilizaba y facilitaba su manejo; pero la barriga –la ventresca– es la parte del atún más apreciada y al agujerearla se devaluaba mucho; por eso hay instaladas grúas que los cogen por la cola, los levantan y directamente los trasbordan a los faluchos que están abarloados a la sacada. De este modo, el pescado tampoco se roza con la tapa de la regala y no se estropea. Se prima la calidad para aprovechar absolutamente todas las partes del atún: morrillo, pellejito, tarantelo, ventresca, descargamentos, mormo, faseras, espineta blanca y negra, budellet, sangatxo, tronco, corazón, hueva, recortes y hasta el espinazo para hacer guano.

      Pronto una comitiva de barcos de mediano porte y algunos más pequeños zarpa del puerto arrastrada por dos barcos de fibra a motor. El resto de la flotilla es de madera. No son como los que se utilizaban hace cincuenta o sesenta años en la almadraba de Barbate… ¡Son exactamente los mismos! En vez de estar en un museo los tienen en activo y a pleno rendimiento, como debe ser.

      Después de verme madrugar durante varios días y verme deambular por el muelle del puerto, la marinería deja de considerarme como “visita” para ser considerado “profesional”. Me ayudan muchísimo dándome explicaciones de todo y dándome consejos de donde ponerme para tomar las mejores imágenes (aunque en mi fuero interno sospecho que me colocan donde menos estorbe). Me comentan que se ha perdido el gozo en la pesca. Antes, en plena levantada, alguien se ponía a cantar o a gritar de alegría. Había ansia de coger atún, cuanto más mejor. Hoy, con las cuotas de pesca, querrían coger todo el pescado asignado el último día de la temporada, porque si llegan al cupo antes se acabará el trabajo y se irán al paro. Aunque dentro de la almadraba es posible que haya 500 ó 600 atunes vivos sólo se pueden matar entre 100 y 150 por levantada para alargar la temporada y porque los compradores japoneses no quieren más al mismo tiempo. De este modo tienen un mejor control del procesado y del stock del mercado. El resto de los atunes se queda en la almadraba a la espera de su momento, y si cogen más del cupo autorizado, tendrán que desmontar el copo para soltarlos vivos, como pasó la temporada pasada. Los animales libres seguían en el mismo sitio nadando en el mismo círculo una y otra vez y hubo que dar golpes en el agua para asustarlos y obligarlos a que se alejaran finalmente.

      Desde la testa oigo los pitidos y los gritos del arráez que está en la sacada: —“¡Iza, arría… iza, arría!”.

      El copo se va cobrando dejando cada vez menos agua en su interior. Sin previo aviso el agua empieza a hervir y se llena de moles oscuras. Todo sucede muy rápido: gritos, salpicones de agua, borbotones de espuma, hombres valientes que se lanzan a la red y de repente un refulgente atún es izado delante de mí. Pronto otro y otro. En pleno frenesí alguien empieza a gritar: —“¿Quién vive en la piña del fondo del mar? ¡Bob Esponja!”. El gozo se mantiene intacto.

      Sin