Yan Lianke

Canción celestial de Balou


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cuando el más pequeño apenas tenía año y medio, que el marido renunció a la vida y se le fue.

      Aquel día llevaron al crío en brazos hasta el centro de salud de la ciudad y allí el médico extinguió la última llama de esperanza de los You.

      Los vecinos de la aldea se quedaron atónitos ante aquel cambio. En cuanto a You Sipo y su marido You Shitou, la conmoción les cubrió el rostro, el cuerpo, la casa y el patio con un manto lívido y lóbrego.

      «Id a la ciudad cuanto antes para que lo vean en el centro de salud», les recomendaron los aldeanos.

      Y así hicieron.

      —¿Cuántos hermanos tiene? —preguntó el médico.

      —Con sus hermanas son cuatro.

      —¿Están bien las hermanas?

      —Bueno, lo que es de la cabeza… no están bien del todo.

      El médico se sobresaltó ligeramente. Observó a You Sipo durante largo rato.

      —¿Hay algún antecedente de esta enfermedad en su familia?

      —Ninguno —replicó ella—, mis padres eran personas normales.

      —¿Y sus abuelos?

      —También normales.

      —¿Bisabuelos?

      —No llegué a conocerlos. Mi padre contaba que mi bisabuelo vivió hasta los ochenta y dos años, y que aun entonces seguía bailando las danzas del león y del dragón. Mi bisabuela se sabía de memoria largos pasajes de óperas con setenta y nueve años.

      El médico no hizo más preguntas a You Sipo.

      —¿Y usted? —preguntó, dirigiendo la mirada a You Shitou.

      Este guardó un silencio sepulcral. Su mujer le dio un codazo:

      —Te están preguntando.

      El marido contestó entre dientes:

      —Mi padre era epiléptico. Cuando yo tenía tres años, se fue un día a arar a lo alto del monte. Allí le dio un ataque y se murió. Se cayó por un precipicio agarrado del arado.

      You Sipo endureció la mirada. El médico dejó escapar un largo suspiro.

      No había más que decir. Salieron de la consulta.

      Con el cuarto hijo a hombros, You Shitou siguió a su mujer de regreso a la aldea Youjia, en el corazón de la sierra de Balou. Nada más salir de la ciudad intercambiaron unas pocas frases hueras. Al rato, cuando el sol emprendía su marcha hacia el oeste y sus rayos ardían con más fuerza, dejaron de hablarse. Se sentían cansados, y hasta el niño se había quedado dormido, babeando a hombros del padre. Al llegar al río de los Trece Li, al pie del monte de la aldea, You Shitou se detuvo a contemplar el agua y, allí, volvió la cabeza y miró al hijo. El niño hacía muecas con la boca, dejando entrever ora una sonrisa, ora un puchero, hasta que tembló de pronto y puso los ojos en blanco. El padre se sorprendió al verlo. La anormalidad pareció disiparse de pronto, como una racha de viento o de nubes, y el niño se quedó dormido, mitad lloroso, mitad sonriente.

      Junto a la orilla del río, el padre observó largamente a su hijo.

      A lo lejos, su mujer se giró:

      —Venga, date prisa. El calor es insoportable.

      —Toma al niño en brazos y descansa un momento junto a aquel árbol. Voy a beber agua y ahora os alcanzo.

      Ella tomó al hijo en sus brazos y fue a esperar a la sombra de un agriaz. Aguardó largo y tendido, hasta que el ocaso se le echó encima sin que apareciera el marido. Entonces, recorrió el margen del río gritando:

      —¡Marido!… ¡Marido!… ¿Dónde te has metido?… ¿Acaso te has muerto, marido?

      Al cabo de varios centenares de pasos, avistó a You Shitou, el mismo que le había dado cuatro hijos tontos, flotando como un tronco podrido en una poza. You Sipo corrió hacia él y arrastró el cuerpo hasta la orilla, le acercó una mano a la nariz para comprobar si respiraba y se espantó un instante. Acto seguido, trotó cual caballo de vuelta a la aldea para anunciar la muerte.

      Su marido había muerto. Murió aterrado, pensando en la vida que le esperaba. Y muerto él, la luz de los días se extinguió de pronto. En época de labranza no hubo ya quien echara mano de la pala y la hoz. En tiempos de descanso, no quedó con quien charlar y desahogarse. Si la tinaja del agua se quebraba por culpa del frío en mitad del invierno, o si había que reforzarla con alambre, You Sipo estaba sola con sus dos manos.

      Ese mismo año, cuando maduró el trigo, You Sipo ató a los cuatro hijos a un árbol junto al trigal, como si de perros se tratara, y les colocó delante saltamontes, gorriones, piedrecitas y tejas, para que se entretuvieran mientras ella segaba. Estuvo trabajando desde que amaneció hasta que, con el sol en lo más alto, regresó a descansar al árbol. Allí se encontró con que los niños habían aplastado los saltamontes y los gorriones con las piedras y las tejas —chas, chas, chas—, rociadas ahora de sesos de pájaro, salpicaduras de sangre y puré de cabeza de saltamontes como ajo machacado. Entretanto, los cuatro niños mordisqueaban las patas, las alas, las tripas y las cabezas de los gorriones, con la boca y la cara teñidas de rojo, inundando el aire de un olor a sangre cárdena.

      Al principio, You Sipo se quedó helada, clavada en el sitio. A continuación, rompió a llorar de pronto. Se deshizo en llanto con la mirada fija en la cima en la que estaba enterrado el marido y, entre lágrimas, lo maldijo:

      —¡You Shitou, mereces que te corten en pedazos por haberte ido en busca de la felicidad mientras nos dejabas a tus hijos y a mí aquí penando!

      Lo insultó:

      —¡¿Acaso se puede considerar hombre a un perro?! Me has arruinado la vida y se la has arruinado también a tus cuatro hijos.

      Y aún:

      —Creíste que estarías mejor muerto, que te quedarías tranquilo, pero escucha bien lo que te digo: no dejaré que descanses en paz hasta el día en que todos tus hijos tengan casa y sustento.

      Añadió:

      —You,