aquí y arrodíllate ante mí, maldito You! ¡Arrodíllate y mira a tus cuatro hijos! ¡Mírame a mí, segando sola toda la mañana este enorme trigal!
A medida que soltaba quejas e improperios, la voz de You Sipo se fue apagando hasta volverse ronca. Del mismo modo, el enrojecimiento iracundo de su rostro fue dando paso a un tono cetrino. Poco a poco enmudeció, con la mirada puesta en un claro de tierra que tenía delante. Situado entre el trigal y el camino de la cresta del monte, el claro tenía el tamaño de una esterilla de palma y estaba plagado de pedruscos y matas de carrizo que tapaban las rocas entre las que habían crecido. En el centro, aplastando el carrizo, estaba You Shitou arrodillado. El sol atravesaba su sombra, cenicienta y delgada como alas de langosta, ondeando entre el carrizo y las rocas. En lontananza, los labriegos de la aldea, que habían regresado a comer a sus casas, salían de nuevo de la aldea con las hoces afiladas, de camino cada cual a su parcela. Algunos de ellos esparcían ya el trigo recolectado para que se secara al sol. El marido arrodillado levantó primero la cabeza para mirarla, y la agachó a continuación, hundiéndola en el pecho.
—Si en mi vida he estado en deuda con alguien, ha sido contigo —le dijo.
»Te he abandonado en este mundo, sola entre un sinfín de penurias y fatigas.
»Por más cansada que te sientas, debes criar a los niños hasta que sean adultos, formen una familia y tengan un sustento. Entonces podrás vivir tranquila.
Al oírlo mencionar a los niños, You Sipo se giró y observó a los cuatro idiotas, todavía devorando saltamontes y pajarillos crudos. Poco a poco, la palidez descamada de su rostro se desvaneció y fue sustituida por el tono cetrino de hacía un momento. Acto seguido, agarró la hoz del suelo y se abalanzó emprendiéndola a golpes contra el marido. La hoja metálica le aterrizó a discreción en la cabeza, la cara y los brazos, mientras el sonido claro de cada embestida inundaba la ladera y, de esta, saltaba a la siguiente. Los rayos del sol se hicieron añicos bajo las sacudidas de la cuchilla y la fresca brisa que soplaba, fina y alargada, acabó truncada en secciones y abrasada.
Al año siguiente, logró terminar de cosechar el trigo, pero no llegó a tiempo a sembrar para el otoño. Sobre las parcelas de algunos vecinos asomaban ya los brotes de los sembrados, pero el terreno de You Sipo seguía pelado. Los bueyes de tiro de cada casa trabajaban sin descanso de sol a sol, y a You Sipo no le quedó más remedio que afanarse a la luz de la luna para arar los rastrojos de trigo ayudándose de una pala. Colocó una esterilla a un lado del terreno y allí dejó a los niños durmiendo, mientras ella removía la tierra con el pecho descubierto, primero de esta punta a aquella, y a continuación de vuelta en sentido contrario. La tierra recién labrada exhalaba un olor fresco y húmedo, color bermejo. Los frondosos rastrojos del trigo relucían blanquecinos bajo el resplandor lunar, despidiendo aromas claros, cálidos y untuosos. Ambas fragancias, una rojiza y la otra blanca, se propagaban lentamente, como humo o bruma en la noche, acompañadas del tris tras del suelo revuelto y la respiración de los niños dormidos al claro de luna. Cuando la venció el cansancio, You Sipo se sentó a descansar en la tierra fresca, recién arada. En ese instante vio que alguien bajaba por la cresta del monte, un hombre de mediana edad, natural de la aldea vecina. El hombre clavó la pala en la parcela y, contemplando el busto desnudo de ella, dijo:
—¿Todavía no has terminado?
You Sipo se echó a un lado para cubrirse con la blusa.
El hombre sonrió.
—No hace falta que te cubras. ¿Crees que son los primeros que veo?
You Sipo se sentó de nuevo, con la cara y los senos apuntando a aquel hombre.
—¿Quieres que te labre yo la tierra? —se ofreció.
—De acuerdo.
—¿Qué me das a cambio?
—¿Qué quieres?
—Te puedo arar la parcela mejor que un buey y romper los terrones hasta que parezcan harina refinada. A cambio, deberás permanecer sentada a un lado así como estás, desnuda, para que pueda verte cada vez que me gire o levante la vista.
—De acuerdo —replicó You Sipo.
—Cuando termine de arar, te sembraré para el otoño. Lo único que te pido es que nos acostemos esta noche, aquí en el monte.
—Deja de hablar y ponte a arar —respondió ella.
El hombre comenzó a remover la tierra con la espalda encorvada. Era cierto que un hombre araba mejor y más rápido que una mujer. Introducía con fuerza la pala de hierro en el suelo, la hundía meneándola adelante y atrás, se inclinaba, la levantaba con brío, y el olor de la tierra sacudida se arremolinaba quedamente sobre el campo. Luego, el hombre levantaba la mirada y contemplaba los pechos al aire de You Sipo.
—Sabes, aunque no lo creas, tienes unos pechos bonitos. —Volvía a arar, a levantar la cabeza, y comentaba—: Me he fijado bien. Tienes los mejores pechos de la zona, firmes y tiesos, aun después de haber amamantado a cuatro hijos. —Removía la tierra, alzaba la vista y añadía—: Si tienes frío puedes echarte la blusa sobre los hombros, siempre y cuando no la abroches.
You Sipo se puso la blusa por encima, tapó a los niños con una sábana y se sentó de nuevo en el borde de la esterilla sacando pecho, erguida frente al hombre, que se alejaba arando de espaldas y, de tanto en tanto, la miraba. Deshacía el camino andando hacia atrás cuando llegaba a la linde, en lugar de dar media vuelta y seguir de frente, para verla mejor. Y, cada vez que la miraba, le soltaba de paso algún cumplido. Ella, sin embargo, se abstuvo de darle conversación y se limitó a permanecer con los senos al aire y los brazos cruzados en el regazo o relajados sobre los costados, para que el otro la mirara, más o menos cerca, con más o menos atención. La sierra, sumida en el silencio, parecía un buey que durmiera tendido. En ese momento, You Shitou, el marido de You Sipo, se sentó a su lado.
—¿Acaso no sabes quién es ese? Es un burro de la aldea de enfrente.
You Sipo hizo caso omiso de las palabras de You Shitou.
—Mujer, jamás habría imaginado que fueras de esas ni que te comportarías como una perdida, descarada y sinvergüenza. Si tus hijos se despertaran y te vieran de esta guisa, se te echarían encima como locos o no serían mis hijos.
Al fin, You Sipo se giró, lanzó una mirada al marido bajo el resplandor de la noche y, ¡puaj!, le escupió a los pies:
—Si tienes vergüenza, ponte a labrar la tierra igual que el burro.
You Shitou no dijo nada más. Balbució un par de frases y se encogió detrás de su mujer. Ella lo oyó lloriquear a su espalda, pero no volvió a dirigirle la palabra, ni siquiera una mirada. Permaneció allí sentada como una estatua de barro, hasta que al hombre de la aldea vecina solo le quedó por arar una estrecha franja, como un cinto de tela gris al borde del barranco. Cansado, el hombre se puso a pensar en otras cosas.
—Acostémonos —dijo.
—Te falta un suspiro para terminar. Luego podrás pensar en que nos acostemos.
—¿Es necesario arar también aquella esquina?
—Claro que sí. En ese hueco caben cuarenta o cincuenta tallos.
Al cabo, desaparecieron los rastrojos de trigo blancos junto al precipicio y, entre los resquicios de la noche, cuando la luna se ocultó y las estrellas escasearon, la tierra se volvió de un rojo oscuro, fino y mullido, como una pradera de flores bermellón. El relente cubría la parcela y la hierba y, en mitad del sueño, la hija mayor se incorporó y, sin abrir los ojos, orinó al lado del hermano menor, que introdujo los pies en el charco humeante de orín, se encogió y se giró, diciendo:
—Madre, madre, ¿quién me ha metido los pies en una olla de agua hirviendo?
You Sipo volvió a arropar al niño con la sábana.
—Duérmete. Nadie te está cociendo los pies.
El hombre avanzó en dirección a You Sipo, atravesando con gesto tierno el campo