James Rhodes

Instrumental


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voy a poner un ejemplo.

      Esta mañana me he despertado un pelín antes de las cuatro de la mañana.

      En cualquier período de veinticuatro horas no hay momento peor que las cuatro de la mañana. La verdad es que la hora que va entre las 3:30 y las 4:30 es una putísima mierda. A partir de las 4:30 el tema ya no es tan grave, puedes dedicarte a dar vueltas en la cama hasta las 5:00 y después levantarte con la seguridad de que hay personas que están haciendo lo mismo. Para hacer running como idiotas antes de ir al trabajo, para no llegar tarde al primer turno laboral, para meditar, para hacer yoga o para disponer de cuarenta y cinco minutos de felicidad en los que no pensar en los niños ni en la hipoteca.

      O para no pensar.

      Yo qué sé.

      Pero si te levantas antes de esa hora, está claro que algo falla en ti.

      Tiene que fallar.

      He empezado a escribir esto a las 3:47.

      Algo falla en mí.

      He visto suficientes veces las cuatro de la madrugada en mi Rolex (falso), en la base de mi iPhone, en mi IWC (auténtico), en relojes de pie, de pared, en un reproductor de CD, en una radio FM, en otro reproductor de casetes auto-reverse, en un reloj Casio y en otro de Mickey Mouse (cito los aparatos en orden inverso), tantas, que con ellas se podría llenar varias vidas. Siempre se produce el inevitable fogonazo mental, como si se pulsara un interruptor, ese momento de «a tomar por culo», cuando decides levantarte y asumir la situación. Ponerte en pie y salir al mundo. Sabiendo que va a doler. Que el día se te va a hacer muy largo.

      Sé, por ejemplo, que ya habré acabado las cuatro horas de ensayo de piano, me habré fumado catorce pitillos, me habré tomado una cafetera entera, me habré duchado, habré leído el periódico, revisado el correo electrónico y puesto gasolina al coche a las 9:00 de hoy. Mi día entero y todo lo que tengo que hacer en él habrá terminado a las 9:00. ¿Se puede saber qué hago yo luego? ¿A qué cojones me dedico entre las 9:00 y las 23:00, que es lo más pronto que puedo apagar la luz e intentar dormirme sin sentir que soy un fracasado y un perturbado mental?

      Sé por qué suelo levantarme tan temprano.

      Todo es por culpa de mi cabeza. El enemigo. Lo que me acabará matando; una mina antipersona, una bomba con el cronómetro activado, Moriarty. Mi puta cabeza que me hace llorar y gritar y aullar y frotarme los ojos de pura frustración. Siempre presente, constante solo en su inconstancia, rabiosa, echada a perder, espantosa, retorcida, errada, aguda, afilada, depredadora.

      He aquí lo que ha pasado esta mañana:

       La Tête

       Breve pieza teatral de un solo acto, de James Rhodes

      PERSONAJES:

      Un hombre desaliñado, nervioso, con barba de tres días, flaco.

      Una mujer atractiva, rubia, demasiado buena para él.

      El hombre está tendido en la cama al lado de su novia. Los ojos se le abren de par en par junto a la mujer.

      Ella duerme. Él está despierto e inquieto.

      El reloj marca las 3:30.

      Con su rostro sumamente expresivo, el hombre muestra que no debería estar con alguien tan extraordinario como ella. No debería estar compartiendo la cama con nadie. Coño, es que esa situación no tendría que ser tan normal, peligrosamente íntima, cotidiana.

      La chica es demasiado guapa, buena, generosa.

      El hombre la abraza. Ella no se mueve.

      Él extiende el brazo y le aparta el pelo de los ojos.

      HOMBRE: Cariño, te quiero muchísimo. Te echo de menos. Te deseo.

      MUJER (con la voz ronca y aún medio dormida): Yo también te quiero, precioso. Todo va bien, tesoro. Te lo prometo.

      La joven se vuelve a dormir.

      El hombre empieza a acariciarle el pecho derecho y le besa el cuello. Lo hace de forma torpe, desesperada. Da mal rollo.

      MUJER: Mmm. ¿Puedes dejarme dormir un poco más, cielo? Eres muy sexy. Todavía es prontísimo.

      La mujer vuelve a dormirse.

      El hombre sale de la cama con dificultad y una actitud pasivo-agresiva, se viste ruidosamente y da un portazo.

      Entra en la cocina y enciende la cafetera.

      HOMBRE (imitándola): «Todavía es prontísimo»... Hay que joderse.

      Una pausa que recuerda a Pinter.

      HOMBRE (paseándose de un lado a otro con una rabieta, dirigiéndose al público): Joder, es que me odia. A cualquier otro se lo estaría follando a base de bien. Durante mogollón de rato. Seguramente ahora se está masturbando mientras piensa en algún gilipollas del gimnasio. En alguien que no es inseguro ni quejica. Uno de esos imbéciles llenos de aplomo y seguridad en sí mismos. Que puede decir la palabra «tronco» sin que le quede mal. También hablar de fútbol y resultar convincente. Encontrar y accionar una llave de paso.

      Se sienta delante del ordenador con el café.

      Abre un programa, enciende un pitillo y empieza a teclear.

      HOMBRE (hablando mientras teclea): Cariño:

      Estás en la cama tocándote y pensando en alguno de tus ex o en tu jefe o en algún otro mamarracho fornido y guapo mientras yo escribo esto. Lo sé. Así que tengo que castigarte desde el cuarto de al lado, utilizando solo la mente.

      Da un sorbo al café.

      Sé que ellos son todo lo que yo no soy. En mi imaginación los he convertido a todos, de forma mágica y sin esfuerzo, en personas dotadas de «un pollón y una genialidad absoluta». Me parece increíble que me estés haciendo esto. Estoy rabioso contigo. Tanto que estoy temblando. La adrenalina corre por mis venas. Los pulmones me van a estallar. Estoy colocado por tener demasiado oxígeno, o demasiado poco. No sé cuál de las dos cosas. Yo tengo razón y tú te equivocas. Sé en qué piensas de verdad y a quién y qué deseas de veras, y yo nunca seré nada de eso. En la vida. Gracias por dejármelo tan claro. Ahora, de nuevo, en mi mundo, las cosas encajan. El orden ha sido restablecido y las mariposas pueden revolotear a gusto y con impunidad. Otra vez, todo lo que amenazaba con alejarme del papel de víctima, con convertirme en alguien un poco feliz, satisfecho, humano, se ha desestimado y resuelto. Y ni siquiera son las cuatro y diez. Esto es por tu culpa, zorra cruel y despiadada.

      El hombre mueve levemente la pantalla del ordenador. Abre el cajón de la cocina, saca un cuchillo y se rebana el cuello.

      FIN

      Esta escena, esta puta obra maestra brechtiana (si no contamos la última frase, porque soy demasiado cobarde para llevarla a cabo), me ha venido a la cabeza esta mañana. Absolutamente todos los días se desarrolla de mil formas parecidas, y en ella aparecen casi todas las personas con las que me relaciono. Así es como funciona mi cabeza, como ha funcionado y como seguramente funcionará siempre. Normalmente consigo esconderlo con cierta eficacia. Otras veces aparece de forma tangencial. Pero siempre está ahí. Y por eso me resulta imposible no tener la sensación de que soy un fracasado y un perturbado mental.

      Una rápida advertencia antes de que sigáis leyendo: es muy probable que este libro os remueva bastante si habéis vivido episodios de abusos sexuales, autolesiones, ingresos en algún hospital psiquiátrico, consumo de drogas o «ideación suicida» (la expresión médica extrañamente encantadora que se utiliza para describir la obsesión actual, o pasada, de querer quitarse la vida). Sé que esta clase de aviso suele ser un método cínico y morboso para lograr que sigáis leyendo, y, si soy sincero, hay una parte de mí que lo ha incluido