de Francisco Canals Vidal, Mundo histórico y Reino de Dios, Ed. Scire, Bna 2005, y el de Xavier Prevosti, La Teología de la historia según Francisco Canals Vidal, Ed. Balmes, Bna 2015.
1. Contexto general al final del XIX y principio del XX
Concluida en 1871 la Guerra Franco-Prusiana, transcurren más de 40 años sin conflicto armado alguno entre las naciones europeas. Los litigios que surgen se resuelven por vía diplomática. Distintas conferencias internacionales se reúnen con la convicción de que el diálogo –“diálogo entre caballeros”– ha de mantener invariablemente la paz, y que ya no ha de haber entre los grandes países civilizados y cultos conflicto alguno general: “el peor negocio es la guerra”; ésta es una especie de “insensatez de tiempos pasados y pueblos incultos”.
Los conflictos armados entre naciones en aquellos 40 años fueron muy breves, y siempre en combates fuera de Europa, salvo los de su extremo más sudoriental (“el avispero balcánico”, de 1911 a 1913). La guerra ruso-turca concluirá el mismo año en que principia (1878); igualmente, la chino-japonesa en 1894; la de España con Estados Unidos en 1898; la del pueblo boer con Inglaterra en Sudáfrica se prolonga algo más (1899-1902); y la rusojaponesa concluye al año de iniciada, en 1905.
No obstante, pese a la confianza tan extendida en una paz indefinida, algunos dirigentes políticos europeos y sus estados mayores militares no dejan de tomar precauciones ante una posible guerra, que finalmente estallará. A la tremenda Primera Guerra Mundial (1914-1919), de magnitud antes nunca conocida, y de tan graves consecuencias para la Iglesia y el mundo, no se llegará de manera necesaria o inevitable, pero el hecho del atentado de Sarajevo en 1914 contra el heredero del imperio austro-húngaro la precipitó. Otros importantes factores antiguos también la propiciaron6.
Factores que abonaban la gran confianza en una paz duradera
A alimentar esta confianza entre las élites gobernantes de las principales naciones europeas (de sus altas burguesías y aristocracias a ellas asociadas) contribuyen varios importantes factores:
− el hecho mismo de la inalterada y prolongada situación de paz, que marca a la belle époque y tiene su hito más representativo en el París de 1900.
− los enormes progresos científicos de la época y sus aplicaciones a la industria, a las comunicaciones, a la medicina, a la sanidad e higiene públicas, a las nuevas construcciones urbanas...7
− la gran expansión colonial, ante todo de Inglaterra y de Francia, volcadas sobre inmensos territorios, las vuelve menos interesadas en debatir sobre litigios intraeuropeos8. Algo semejante sucede a la nueva gran potencia emergida al fin de la guerra franco-prusiana, la Alemania reunificada. Su canciller Bismarck (1862-90), con mano férrea, trata a continuación de apartar a Alemania de todo conflicto armado, de no provocar a sus vecinas Francia y Rusia, ni a Inglaterra en el gran reparto colonial9.
− el general gran auge económico de la época enriquece a las más altas clases sociales y les da la euforia de que nada grave ha de suceder; auge, que beneficia también a los más necesitados, pero con frecuencia muy lentamente. Muchos emigran a las ciudades (o a América) al ser desposeídos de sus tierras o anulados los tradicionales contratos de arrendamiento por largos plazos y módicas rentas10. Luego, estas poblaciones, en sus nuevos lugares de trabajo, sometidas a duras condiciones, se proletarizan sin que intervenga el Estado hasta casi el final del XIX (en Inglaterra, algo antes) frente las amoralidades provocadas por el liberalismo económico de la época11.
− en las distintas naciones de vieja raíz cristiana crece una alta sociedad desapegada de la fe, sobre todo entre los varones, cuyos intelectuales se imbuyen en las filosofías de la época y tantas veces acuden a París a beber “en las fuentes”, incluso desde la América hispana12. A la vez que son hostiles a la Iglesia, están convencidos de que marchan por el buen camino, de que la pura razón del hombre, y no otros principios (la salvación por Cristo), han de traer el bien y progreso a la humanidad. En Francia (y en las naciones de Iberoamérica), la filosofía ad hoc, de confianza del hombre en el hombre, fue entones ante todo el positivismo de Augusto Comte (1798-1857)13; en España, más lo fue, en la época y hasta los años 1930, el importado kantismo del alemán Friedrich Krause (1781-1831)14.
− en Alemania, en el XIX-XX, prosigue el profundo influjo de Kant (1724-1804) en sus universidades, y con alcance universal llegará hasta el presente –piénsese en la ONU– con su mensaje de regeneración de la humanidad por su desvinculación de toda religión revelada y el consiguiente imperio de “la religión de la pura razón” –la única digna para el hombre, por “no heterónoma”– ; regeneración moral, que ha de conducir a “la paz perpetua”, título de una conocida obra suya, y cuyo significativo subtítulo es “el milenio”. Daba así Kant extensión universal al pensamiento de Rousseau, del que fue admirador, y al del pseudomesianismo de los ilustrados del XVIII15.
− también en Alemania, y ante el fallido intento de Kant (que no logra, como reconoce, su “propósito capital de restaurar la Metafísica” para una válida fundamentación de la Ética), Hegel (1770-1831) construye su total sistema filosófico de la Metafísica idealista. Influirá enseguida en el mundo de Occidente, en sus universidades y en los programas políticos liberales, por su comprensión de la historia en clave dialéctica como puro proceso en el que no existe principio alguno fijo sino permanente movimiento de los principios (al modo de Heráclito) por el despliegue de la Idea o Espíritu Absoluto, hacedor y deshacedor de religiones, culturas, instituciones políticas y jurídicas... De la llamada “izquierda hegeliana” provendrán a continuación Feuerbach (1804-72) y Marx (1818-83)16.
− la nueva concepción del mundo al margen de la fe en Cristo que se impone con más o menos radicalidad en la alta política europea y en gran parte de su intelectualidad ha contado durante el XIX-XX con conocidos y principales difusores en las universidades de Occidente, en los distintos medios de comunicación, y en especial en el llamado Estado Docente, director de la enseñanza pública –y en gran parte también de la privada– por la que han pasado generaciones y generaciones de alumnos que reciben una cosmovisión, en mayor o menor grado, adversa a la Iglesia, presentada como rémora del progreso y de la que logra la modernidad liberarse de su influjo en la sociedad, paso a paso, a partir del Renacimiento y, sobre todo, por medio de una pléyade de filósofos que del XVII en adelante han pensado cómo el mundo ha de caminar por sí mismo hacia el progreso, la justicia y la paz17.
Actitud y respuestas de la Iglesia ante estos antecedentes
La Iglesia, anunciadora al mundo de la total necesidad de ser salvado por Cristo, no niega el orden natural (“los valores naturales”), pero afirma que la ley natural por sí sola es insuficiente, se corrompe (“no prosigue largo tiempo y con vigor”). Esta advertencia, singularmente proclamada por san Agustín ante el naturalismo de Pelagio, pierde fuerza, es bastante desoída, durante las mundanidades del Renacimiento.
El Magisterio de los papas del XIX-XX, ante el avance del naturalismo en Occidente, no ha dejado de señalar cómo aquellas mundanidades, que entonces no llevaron a la pérdida de la fe, no obstante, han concurrido notablemente a que se sigan muy graves consecuencias. Ante el naturalista proceso de implantación del liberalismo en Occidente, el Magisterio de los papas ha sido constante y unánime. Consúltese una u otra de las colecciones de encíclicas publicadas; ya enteras, o en extractos en el Denzinger18.
A partir de Gregorio XVI (1830-46) no han dejado de pronunciarse los romanos pontífices en sus encíclicas y decretos (dirigidos al episcopado universal) sobre la pretensión de fundar una sociedad al margen de Dios. Al mismo tiempo, han proclamado cómo el verdadero camino es el de la fe en Cristo; proclamado siempre como el Salvador, tanto en la paz como en las situaciones más adversas de persecuciones contra la Iglesia.
Aquellos romanos pontífices impulsan, en medio de las graves dificultades y contradicciones de la época, a las que se suma la aparición del llamado “catolicismo liberal”, un extraordinario crecimiento de la piedad del pueblo católico (en el que prende con extraordinario vigor el culto y devoción al Corazón de Jesús, y recrece