Antonio Pérez-Mosso Nenninger

Apuntes de Historia de la Iglesia 6


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de Francisco Canals Vidal, Mundo histórico y Reino de Dios, Ed. Scire, Bna 2005, y el de Xavier Prevosti, La Teología de la historia según Francisco Canals Vidal, Ed. Balmes, Bna 2015.

      1. Contexto general al final del XIX y principio del XX

      Concluida en 1871 la Guerra Franco-Prusiana, transcurren más de 40 años sin conflicto armado alguno entre las naciones europeas. Los litigios que surgen se resuelven por vía diplomática. Distintas conferencias internacionales se reúnen con la convicción de que el diálogo –“diálogo entre caballeros”– ha de mantener invariablemente la paz, y que ya no ha de haber entre los grandes países civilizados y cultos conflicto alguno general: “el peor negocio es la guerra”; ésta es una especie de “insensatez de tiempos pasados y pueblos incultos”.

      Los conflictos armados entre naciones en aquellos 40 años fueron muy breves, y siempre en combates fuera de Europa, salvo los de su extremo más sudoriental (“el avispero balcánico”, de 1911 a 1913). La guerra ruso-turca concluirá el mismo año en que principia (1878); igualmente, la chino-japonesa en 1894; la de España con Estados Unidos en 1898; la del pueblo boer con Inglaterra en Sudáfrica se prolonga algo más (1899-1902); y la rusojaponesa concluye al año de iniciada, en 1905.

      Factores que abonaban la gran confianza en una paz duradera

      A alimentar esta confianza entre las élites gobernantes de las principales naciones europeas (de sus altas burguesías y aristocracias a ellas asociadas) contribuyen varios importantes factores:

      − el hecho mismo de la inalterada y prolongada situación de paz, que marca a la belle époque y tiene su hito más representativo en el París de 1900.

      Actitud y respuestas de la Iglesia ante estos antecedentes

      La Iglesia, anunciadora al mundo de la total necesidad de ser salvado por Cristo, no niega el orden natural (“los valores naturales”), pero afirma que la ley natural por sí sola es insuficiente, se corrompe (“no prosigue largo tiempo y con vigor”). Esta advertencia, singularmente proclamada por san Agustín ante el naturalismo de Pelagio, pierde fuerza, es bastante desoída, durante las mundanidades del Renacimiento.

      A partir de Gregorio XVI (1830-46) no han dejado de pronunciarse los romanos pontífices en sus encíclicas y decretos (dirigidos al episcopado universal) sobre la pretensión de fundar una sociedad al margen de Dios. Al mismo tiempo, han proclamado cómo el verdadero camino es el de la fe en Cristo; proclamado siempre como el Salvador, tanto en la paz como en las situaciones más adversas de persecuciones contra la Iglesia.

      Aquellos romanos pontífices impulsan, en medio de las graves dificultades y contradicciones de la época, a las que se suma la aparición del llamado “catolicismo liberal”, un extraordinario crecimiento de la piedad del pueblo católico (en el que prende con extraordinario vigor el culto y devoción al Corazón de Jesús, y recrece