carácter finito de la existencia debería ser tal que suprimiera cualquier forma de misterio? La existencia, su «contingencia ilimitada»2, ¿acaso no es un misterio en sí misma? ¿No estamos aquí frente a un aspecto fundamental de la función paterna en la época hipermoderna? ¿Cómo preservar la apertura de la existencia al misterio evitando hacer de la desilusión una nueva religión, una nueva forma de ilusión? ¿Cómo hacer posible la experiencia virtuosa del límite? La experiencia de nuestra castración ¿acaso no es la experiencia central de cualquier auténtica oración? ¿Y no es una tarea crucial de la función paterna hacer posible el encuentro con nuestro límite más radical?3
Todo discurso sobre la crisis de la función paterna parece absolutamente caduco y, a la vez, absolutamente urgente. No solo porque uno no se resigna fácilmente al duelo por el Padre, sino, sobre todo, porque la humanización de la vida exige el encuentro con «al menos un padre». En la época de su evaporación, «cualquier cosa» —afirmará el último Lacan— podrá ejercer su función. El Padre ya no es una cuestión de género o de sangre. Su Imago ideal ya no gobierna ni la familia ni el cuerpo social. Sin embargo, no se trata ni de añorar su reino ni de decretar su desaparición irreversible. Para prescindir de un padre es necesario ser capaz de servirse de él, diría Lacan. Prescindir, hacer el duelo por el Padre, no significa, de hecho, desterrar al Padre, exaltar su demolición, decretar su peso insoportable o, más sencillamente, su inutilidad. Hacer seriamente el duelo por el Padre significa aceptar la herencia del padre, aceptar toda su herencia. ¿Qué significa esto? El sujeto, escribía Sartre, solo puede realizarse haciendo algo con aquello que el Otro (el padre, la madre, la familia, la sociedad, los otros) ha hecho de él. Para los seres humanos, para los seres que habitan el lenguaje, no hay posibilidad de autosuficiencia, no hay modo de escapar a la dependencia estructural del Otro. Nosotros somos, en este sentido, una plegaria. Cada uno de nosotros proviene de un horizonte que no ha elegido y que lo ha determinado. No existe un «yo» identificado de una sola vez, porque la subjetividad es un movimiento continuo de singularización que se constituye como un ir y venir entre el «dentro» y el «fuera» del propio «yo». Es una enseñanza decisiva del último Sartre retomada por Lacan: no existe un sujeto que se haya hecho a sí mismo, no existe autosuficiencia, el hombre no es un ens causa sui. La experiencia del análisis revela cómo, aplicando la regla de la asociación libre, es decir, invitando al paciente a decir todo lo que le pasa por la cabeza, las figuras familiares del padre, de la madre, de los hermanos y de las hermanas aparecen sin falta como protagonistas del discurso. Es decir, una especie de necesidad parece encadenar las asociaciones libres: para hablar de sí mismo, de su intimidad más propia, el sujeto se ve obligado a hablar del Otro del que proviene, se ve obligado a reconocer que el inconsciente es el discurso del Otro. Provenimos siempre de un horizonte que nos constituye y que nos trasciende. Somos dependientes siempre de lo que aviene en el Otro, del discurso del Otro. Somos siempre objetos en las manos del Otro, tenemos siempre, diría Sartre, el porvenir de los Otros. Y sin embargo, precisamente sobre el fondo de este horizonte que nos precede y nos constituye, tenemos siempre la posibilidad de subjetivar de manera singular nuestra procedencia, tenemos la posibilidad de retomar, de resubjetivar todo aquello que heredamos del Otro.
En este libro el problema de la herencia, de lo que significa heredar, el problema de la transmisión del deseo, es central. Un libro sobre lo que queda del padre no podía dejar de interrogar la problemática de la herencia. ¿Acaso la función paterna no responde, sobre todo, a la pregunta: cómo es posible heredar la facultad de desear? ¿cómo se da su transmisión de una generación a la otra?
Todos hemos conocido a padres diferentes y todos hemos tenido hijos diferentes. De sangre o no. Hemos sido hechos por nuestros padres y siempre hacemos algo de nuestros hijos. Y sin embargo no somos ni como nuestros padres, ni como nuestros hijos. La herencia implica un movimiento singular entre identificación y desidentificación. No es ni identificación, ni desidentificación. Es una desidentificación que supone una identificación cumplida y una identificación que exige una desidentificación. Lo recordaba Freud al final de su texto-testamento, el Esquema del psicoanálisis, citando una célebre frase de Goethe: «Lo que has heredado de los padres, / reconquístalo, si quieres poseerlo de verdad». ¿Qué significa? Significa que para servirse del Padre es necesario poder prescindir de él. Pero prescindir de él no quiere decir en absoluto cancelar la deuda simbólica que nos vincula al Otro. Prescindir es sólo para poder servirse de él, no para anular su existencia. Si, por el contrario, se quisiera hacer esto, si se quisiera anular la deuda simbólica respecto al Padre, si simplemente se quisiera anular su existencia, no podríamos servirnos de él de ningún modo. Quedaríamos para siempre —y es un peligro que entrevió lúcidamente Nietzsche— huérfanos rabiosos y resentidos del Padre. La separación del padre no es odio por el padre, porque el prescindir implica el servirse de él, implica la subjetivación de la herencia, el consentimiento a heredar, su restablecimiento o, como nos dice Freud a través de Goethe, su reconquista. Este es el problema último que nos entrega la pluma del padre del psicoanálisis: para poder poseer auténticamente lo que has celebrado debes reconquistarlo. Se debe naufragar en la primera herencia para poder llegar a la segunda. Si la primera es la de la sangre y del goce, la segunda es aquella humana y simbólica del deseo. Se trata de experimentar toda la insuficiencia de la primera para poder acceder a la segunda. Se trata de morir en la de la sangre para vivir en la del símbolo y del deseo. En efecto, la herencia no es un patrimonio genético que se adquiere por descendencia, comporta, ante todo, el acto singular de querer heredar, de consentir a la herencia, de reconquistar la propia herencia.
En la perspectiva de Lacan, la Ley y el deseo están unidos por una misma referencia a lo imposible. La interdicción de la Cosa materna, que la Ley de la castración establece, abre al movimiento del deseo. La Ley no es una amenaza sino una condición del deseo. El texto bíblico y el texto freudiano-lacaniano comparten este fuerte reclamo a la alianza entre Ley y deseo. Pero el tiempo hipermoderno reduce nihilistamente a cero todo fundamento ético de esta alianza, muestra la total inconsistencia de cualquier Ideal y, en consecuencia, disuelve el Nombre-del-Padre como función simbólica capaz de frenar el goce maldito de la cosa y de promover la unión entre la Ley y el deseo. Tendencia incestuosa del goce, ausencia de límites y de prohibiciones simbólicas, desregulación pulsional, Ello sin inconsciente, muerte del deseo, violencia y racismo, rechazo del Otro, culto narcisista del yo, indiferencia cínica, pulsión de muerte carente de límites, definen el cuadro psicopatológico de la época hipermoderna dominada por la evaporación del Padre y por el triunfo del objeto, promovido, como único valor posible por el discurso capitalista. ¿Debemos, entonces, hacer el duelo por el Padre en el sentido de renunciar definitivamente a la Ley de la castración o se debe intentar repensar la función paterna precisamente en la época de su máximo declive? Este libro escoge la segunda hipótesis y define lo que queda del padre como un resto de cualquier tipo de Ideal universal, como una versión singular de la Ley en el tiempo de la disolución de todos sus valores trascendentales, como reducción de la Ley a la dimensión ética de la responsabilidad.
En L’uomo senza inconscio [El hombre sin inconsciente] ya planteaba el problema de lo que queda del padre en la época que decreta su evaporación.4 De hecho, nuestro tiempo se caracteriza por el ocaso definitivo de la figura edípica del padre que hacía posible la asociación entre Ley y deseo a partir del valor ideal que la imagen del pater familias detentaba en la familia y en la sociedad. Su potencia fálica era herencia directa de la potencia teológica del Dios-Padre de la tradición religiosa, vinculando la ley y el deseo en un matrimonio fundado trascendentalmente. Lacan celebra a su manera este matrimonio con la teoría del Nombre-del-Padre, en la que la función eminentemente simbólica de la Ley de castración trasciende a la figura real del padre. El Nombre-del-Padre no es el padre real, sino un puro símbolo que opera sobre el fondo del borramiento del padre real. Donde hay Nombre-del-Padre, el padre real siempre está muerto. Por el contrario, cuando sobrevive el padre real, como en la psicosis, muestra una potencia obscena y destructiva, totalmente adversa a la Ley simbólica. Por ello Lacan acabará por identificar el Nombre-del-Padre a la acción del lenguaje que sanciona la imposibilidad para el ser hablante de alcanzar directamente la Cosa del goce.
En este libro también se problematiza esta versión simbólica del Padre porque el tiempo de su gloria (estructuralista) se ha agotado. Se trata, por tanto, de pensar el Padre como resto y no como Ideal normativo,