David Joselit

Tradición y deuda


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prácticas estéticas necesariamente globalizadas, que aportan –tal como lo hace, por ejemplo, en Atrabiliarios– los materiales y la perspectiva que le da su lugar mundo. Salcedo recolecta, entonces, objetos que quedaron como único indicio de los cuerpos desaparecidos bajo el terror de estado y coloca esos zapatos encontrados en una serie de nichos en un muro, sellados con una membrana de fibra animal, cocida con hilo quirúrgico. Una obra como Atrabiliarios no traduce sencillamente la violencia política nacional o regional en los términos del arte “occidental”: no toma un procedimiento “ajeno” (la instalación o el objeto encontrado) para vehiculizar contenidos “locales” (los desaparecidos). Se trata, en cambio, de producir una obra que, en su sincronización de diversos niveles, transforma tanto la semántica del arte conceptual, el ready-made y la instalación como las representaciones y los debates acerca de la violencia política y económica.

      Pensar una trama con mil focos dispersos podría correr el riesgo de eludir las relaciones de poder que se juegan en la atribución de valor estético y en los mecanismos de legitimación y ampliación de audiencias. El riesgo siempre latente es el de celebrar un mundo que se ofrece como democrático y accesible para todos sin considerar que la democracia global es tan formal como los modos de acceso, cada vez más marcados por una desigualdad tan o más profunda que la del mundo preglobal. El abordaje de Joselit elude esa mirada falsamente ingenua para pensar el arte contemporáneo global como campo de lucha entre formas de sincronización, debates sobre la propiedad y la legitimidad estéticas. Aquí, Tradición y deuda historiza la figura del curador que, a partir de los años noventa, se recorta con particular nitidez y también lo que denomina el “efecto curatorial”: la curaduría, que ya desde Duchamp se esbozaba como procedimiento, ha migrado gradualmente hacia el universo del consumo (hoy todo es efecto de una curaduría, observa Joselit, desde la música a los productos de belleza). Si la curaduría se reposiciona en el mundo global como proceso de selección de materiales, producción de un marco de exhibición y de relatos para darle inteligibilidad, a partir de la centralidad tanto de dispositivos como el ready-made y reenactment, como del archivo como principio constructivo de gran parte de la producción estética contemporánea, también la noción de autoría se imbrica con la actividad curatorial. Es aquí donde, según la distinción –del cubano Gerardo Mosquera– entre culturas curadas y culturas curadoras, Joselit advierte un nudo profundamente contemporáneo que habita el arte global y que implica debates sobre quién otorga legibilidad y con qué estrategias. El carácter disimétrico entre curado y curador vuelve a reforzar la relación entre expropiación y deuda y a señalar el carácter urgente de la justicia epistemológica –y estética, podríamos agregar– que constituye la politicidad específica del arte contemporáneo en la era global.

      El trazado cartográfico y genealógico del libro, sus hipótesis sobre las características del arte contemporáneo y global no estaría completo sin un análisis del museo como nódulo que concentra obras y artistas, públicos, colecciones, archivos y patrimonio, creando y entrenando nuevos públicos globales –marcados, como se planteaba más arriba por la sincronización con lo local–, coagulando también circulación de varios tipos de capital. Joselit recorre en este punto la historia del museo: sus orígenes vinculados a la etnografía y el impulso colonial, su apogeo como institución que proyecta lo nacional como patrimonio de la humanidad y su presente, en el que el museo ya está diseñado como espacio global –Singapur, Hong Kong, como ejemplos emblemáticos– más allá de donde estén emplazados. El dispositivo del museo global funciona a dos bandas: por un lado, intenta ser un aparato de decolonización que reordena y desclasifica sus colecciones a tono con las nuevas narrativas curatoriales y, por otro, encarna las formas de explotación y competencia neoliberal. Se trata de objetos arquitectónicos que buscan reescribir las narrativas nacionales, incorporando pasados que intentan presentarse como plurales y, a su vez, constituyen verdaderas inversiones para la revitalización de centros urbanos no sólo articulados con la industria del turismo, sino incluso con la vida estable de la ciudad, en tanto apuntan también a atraer masas migrantes calificadas e interesadas en la cultura local y global. Los museos contemporáneos, concluye Joselit, no sólo ya no son grandes archivos o depósitos de obras y colecciones, sino que son generadores de experiencias de distinto tipo –económica, turística, educativa, cultural y estética–. Son máquinas de acumular, pero también de producir imágenes: la espectacularidad del museo no sólo invita al recorrido y a la observación, también genera innumerables instantáneas y selfies que se toman en galerías y espacios exteriores, para compartirse de inmediato en redes sociales y agregarse a la visualidad producida colectivamente sobre las obras, las exposiciones, el edificio y, como ya lo advertía la sagacidad de Tony Bennett, como un modo de espectacularización del público mismo. Blanco de los ataques de la vanguardia de comienzo del siglo XX, espacio poroso hasta desbordar y dejarse invadir por la vida exterior en el programa de las neovanguardias de los setenta, el museo vuelve a ser espacio y metáfora de la lógica del arte en la era de la globalización, al articular imágenes extraterritoriales y territorializaciones de diversos tipos de capital, y al activar focos de localidad que generan nuevas formas de cosmopolitismo.

      Paola Cortes Rocca obtuvo su doctorado en Princeton University y participó del grupo de investigación Media and Modernity coordinado por Beatriz Colomina y Hal Foster. Enseñó en University of Southern Californa y en San Francisco State University, donde fue Jefa de Departamento. Actualmente, en Argentina, es investigadora del CONICET y docente de UNA (Universidad Nacional de las Artes), Universidad Di Tella y UNTREF (Universidad Nacional de Tres de Febrero). Ha traducido a Boris Groys, Eduardo Cadava, Jonathan Crary y Timothy Morton. Se especializa en el cruce entre escritura y visualidad. Es autora de El tiempo de la máquina: retratos, paisajes y otras imágenes de la nación y de ensayos que abordan la fotografía a partir de cuestiones como paisaje y residualidad, fantasmas e imaginación política, activismo y performatividad, publicados en revistas como October, Iberoamericana, y Journal of Latin American Cultural Studies, entre otras. Desde 2016 integra el colectivo de activistas Ni Una Menos.

      1 Si bien ese mapa se acepta como quien toma los presupuestos del adversario para poder polemizar en sus propios términos, una división geopolítica parece colarse en el libro, borroneando por momentos su impronta imperial. Me refiero a “Occidente” y también a “Sur Global”. En primer lugar, el término “Occidente” (West), que ya no se calca sobre el continente europeo para nombrar desde allí, orientalismo mediante, a sus otros –ya sea África o Asia–naturaliza un bloque cultural, político y económico que enlaza ciertos componentes de la cultura de Estados Unidos y los de una zona borrosa de Europa que puede coincidir, por momentos, con la Europa Occidental de la Ilustración o con lo que Naciones Unidas llama Europa Central. En esta geopolítica, Latinoamérica no sería parte de Occidente, tampoco Polonia, pero tampoco lo sería la cultura indígena norteamericana o las comunidades gitanas de la península ibérica. Por su parte, el “Sur Global” (Global South), lejos de nombrar una porción del globo como podría ser el hemisferio Sur, reúne zonas geográficas dispares como Latinoamérica, México y África. Surgido a finales del siglo XX y consolidado en el XXI, el término retoma el eufemismo de “países en vías de desarrollo” para nombrar al tercer mundo, aplanando las diferencias culturales y políticas, lingüísticas y religiosas entre –y en el interior de– los países subdesarrollados que lo componen.

      Agradecimientos

      Tradición y deuda ha tenido una larga gestación. Comenzó como un experimento pedagógico en un curso de posgrado, cuyo objetivo era mapear un campo tan amorfo y discutible como el del “arte contemporáneo global”. Enseñé mi primer seminario de posgrado sobre el tema en Yale en 2009, y el segundo en el Instituto de Bellas Artes de NYU, como Kirk Varnedoe Professor, en 2010. Ofrecí un curso de grado sobre arte contemporáneo global en Yale en 2012, pero los argumentos que sostengo en este libro finalmente se concretaron en un seminario en el Centro de Graduados de CUNY en el otoño de 2015. Ahí enseñé otro seminario sobre “El ready-made global” en el otoño de 2018, cuando ya estaba a punto de terminar el libro. Estoy profundamente agradecido con todos los estudiantes que participaron en estos cursos. Sin ese compromiso, esa generosidad de espíritu e inteligencia no hubiera podido escribir este libro. El proyecto fue impulsado por una invitación de Timothy Barringer, mi antiguo colega de Yale. Estoy